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Después de cocinar durante horas, por fin los guisos de carne estaban preparados. Los guerreros de ambos clanes, reunidos en el comedor de los Carmichael, vitorearon a la doncellas del laird Declan y de lady Rose cuando éstas comenzaron a servir a los highlanders. Montse, no quiso aparecer en el salón. No le apetecía ver al hombre que ocupaba su mente junto a Rapunzel y por eso pidió ser la encargada de mantener la lumbre a punto para que la comida no se enfriara mientras las demás atendían las mesas.

Edel y Agnes, ayudadas por Juana y Julia sirvieron a sus guerreros, mientras Lena y Tina lo hicieron con los del clan O’Callahan. Los hombres, divertidos al ver a aquellas muchachas revolotear entre ellos decían bravuconadas al verlas pasar, mientras ellas sonreían y esquivaban sus manos. Pero la risa se le acabó pronto a Agnes cuando vio a su Percy, levantarse e ir hasta donde estaba Lena para que lo sirviera.

Declan, sentado junto a su madre, lady Rose y Alaisthar, reparó en que Cindy no estaba por allí, lo que le agradó mucho. No quería verla metida en aquel enjambre de hombres ni pasar el mal rato que estaba padeciendo Alaisthar, que molesto al ver a su enamorada entre tanto guerrero de dedos ágiles, casi ni comía. El laird, consciente de aquello y sin decir nada a su lugarteniente, requirió a uno de sus guerreros para que se encargara de avisar a sus hombres de que cuidaran los modales con la joven Paris.

Diez minutos después, Agnes, descompuesta y alterada, bajaba los escalones hasta la cocina sabiéndole humo por las orejas.

—¿Qué te ocurre Agnes? —preguntó Montse al verla en aquel estado.

—No puedo verlo. ¡No puedo! —gritó tirando la bandeja del asado contra la mesa. Segundos después se derrumbó y comenzó a llorar.

Conmovida y sabedora de a qué se refería, Montse la hizo sentar a su lado para consolarla.

—¿Estás así por las criadas de Rapunzel?

Secándose las lágrimas la joven asintió. En ese momento apareció una colérica Edel seguida por Juana. Esta última, que había visto la actitud de los dos hombres por los que bebían los vientos sus nuevas amigas, explotó de rabia.

—Se acabó el llorar y lamentarse, Agnes. ¿No ves que así se te hincharán los ojos y tu aspecto se volverá triste y demacrado?

—Pero…

—¡No hay peros que valgan! —dijo Montse dando un manotazo en la mesa, para apoyar las ideas de Juana—. ¡Espabilad! Ya os dije que vosotras sois mil veces más bonitas que esas dos aspirantes a Rapunzel, lo que pasa es que no sabéis sacaros partido y, además, tenéis que sonreír a otros que no sean los tontos de Percy y Ned.

—Oh no, Cindy, yo no puedo sonreír a otro que no sea Percy.

—Ni yo a otro que no sea Ned.

—Pues muy mal, jovencitas —las recriminó Julia, apareciendo con una bandeja que dejó sobre la mesa de madera—. Muy mal. Para que un hombre se dé cuenta de que existes, tiene que ver que otros te desean. Mirad, cuando yo enamoré a mi Pepe, lo hice así. Le veía todos los días cuando iba a trabajar y pensaba en lo guapo y buen mozo que era, pero él ni siquiera se había fijado en mí. Durante meses intenté hacerle ver que yo existía, pero sólo comenzó a fijarse en mí cuando vio que yo hablaba con otros muchachos de Vallecas y a él ni le miraba. A partir de ese momento mi Pepe bebió los vientos por mí. Y eso, cielo —susurró Julia sentándose junto a Agnes—, es lo que tú y Edel debéis de hacer. Si queréis que esos dos burros de Percy y Ned se fijen en vosotras, presentadles batalla. Hacerles creer que no os interesan, que miráis a otros hombres; para que espabilen y se den cuenta de lo que están a punto de perder.

—Ole por la Duval —bromeó Juana—. Hablas poco pero cuando hablas, ¡lo bordas!

—Es que mi Pepe hizo que me sintiera muchas veces como se han sentido hoy estas niñas, y el único consejo que yo les puedo dar para que dejen de sufrir es que se valoren y se quieran ellas primero, para que los demás las miren con distintos ojos.

—Anda con tu Pepe, y yo que creía que era tonto —se mofó Montse.

—De tonto no tenía, ni tiene, un pelo. Y no veas como espabiló en cuanto me vio tontear con sus amigos —rió Julia al recordar.

—Ainsss su Pepe —la abrazó Montse al ver su emoción.

Apenas habían hablado de él desde que estaban en el castillo de Elcho, pero sus amigas sabían lo mucho que Julia le echaba de menos. Al cabo del día el nombre de Pepe salía unas veinte veces.

—¿Tienes ganas de volver a ver a tu esposo? —preguntó Edel con cariño.

Emocionada, Julia asintió y respondió.

—Muchas ganas, cielo. No veo el momento de achucharle y decirle cuánto le quiero.

—¿Lo verás cuando regreses a España, a vuestro hogar?

Las mujeres se miraron con un gesto indescifrable y Julia retuvo el llanto como pudo.

—Sí, espero que me esté esperando.

—Pues claro que te estará esperando, ¡so boba! —la consoló Montse, dándole fuerzas con la mirada—. ¿Dónde va a encontrar tu Pepe a un pedazo de mujer como tú?

—Eh, no olvides que eres ¡Norma Duval! —rió Juana—. Una mujer impresionante.

Julia se emocionó y Montse intentó desviar el tema cambiando de conversación.

—Vamos a animarnos chicas, y lo mejor para la depresión es… ¡ir de compras! Pero a falta de una buena boutique, hablaré con Fiona y le preguntaré si tiene algunos paños de tela que podamos utilizar para confeccionaros unos bonitos vestidos, entre otras cosas. Estoy segura de que con empeño y un poquito de nuestra ayuda para sacaros partido, esos dos burros caerán rendidos a vuestros pies.

—¡Qué buena idea! —aplaudió la canaria—. Os haremos un cambio de imagen radical. ¿Qué os parece la idea? A ver… para que entendáis lo que quiero decir, os pondremos tan guapas que ni os van a reconocer: nuevo estilo de ropa, arreglo del cabello, manos…

Agnes y Edel se miraron sorprendidas.

—De verdad que haríais eso por nosotras —susurró Edel, emocionada.

—¿Acaso lo dudas? —replicó Montse mirando a sus amigas.