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Durante días trabajaron duro para ayudar a los campesinos. Montse no volvió a hablar con Declan ni éste se le acercó. Aquellas pobres gentes carecían prácticamente de todo, y lo poco que habían reunido los asaltantes se lo habían robado o quemado. Pero si algo sorprendió a Montse fue lo poco materialista que eran. No tenían mucho, pero lo compartían con el vecino sin que les importara si el día de mañana se lo podría devolver o no.

—Qué razón tiene esa frase que dice: «No es más rico quien más tiene, sino el que menos necesita.» —susurró Montse a Juana, que asintió conmovida.

En esos días conocieron a más gente que en el mes y medio que habían permanecido en Elcho. Y la sonrisa no les abandonó el rostro al sentir el cariño y amabilidad que los aldeanos volcaron en ellas. Incluso alguno comentó que ojalá la señorita Rose tuviera la humanidad y el saber estar que tenían ellas. Esa frase, junto a su cariño, les llenaba el corazón de tal manera, que no dudaron en esforzarse el doble.

La tercera noche, cuando regresaban a su cabaña para descansar tras una atareada jornada, un grupo de hombres de los O’Callahan comenzó a gritarlas obscenidades. En un principio las tres sonrieron. Aquello que decían no era ni la mitad de escabroso que lo que estaban acostumbradas a oír en el siglo XXI, pero cuando uno de ellos se les plantó delante e intentó asir a Juana del brazo, Montse no lo dudó y atacó. Aquellos movimientos milimetrados de karate consiguieron tumbar en segundos al highlander y noquearle. Los hombres, sorprendidos por aquello, se quedaron mudos, y entonces fue ella la que gritó.

—A ver, machotes, ¿quién quiere ser el siguiente en tragarse los dientes?

Los campesinos, divertidos por aquello aplaudieron a Montse que, complacida, levantó los brazos en señal de triunfo.

Los guerreros, al ver a su amigo en el suelo despatarrado, callaron, pero dos segundos después un valiente se puso ante Montse e intentó cogerla por la cintura.

—A mí me gustan así, impetuosas —siseó.

—¡Suéltala, maldito cerdo! —gritó Julia, asustada.

Pero Montse, sin darle tiempo a decir más, proyectó primero un puñetazo contra su tripa al que siguió otro en la cara y, por último y con todas las ganas del mundo, uno en la entrepierna. El gigante, aullando como un lobo y con los ojos en blanco, cayó junto al primero.

—Ay, mi niña. ¡Ten cuidado o te los cargarás!

Con una sonrisa torcida, Montse miró a su alrededor.

—A ver, ¿el siguiente? —retó.

Los campesinos, cada vez más divertidos comenzaron a vitorear a la joven, que muerta de risa se lo agradeció. Los machotes, confundidos, se dieron la vuelta y se marcharon. Ninguno quería problemas. En ese momento llegaron corriendo hasta ellas Edel y Agnes, asustadas.

—¿Estás bien? —preguntó Agnes.

—Sí, no te preocupes —rió Montse tocándose el dolorido puño—. Pero ellos no, te lo puedo asegurar.

Sin preocuparse por los dos hombres que habían quedado despatarrados en el suelo, las mujeres retomaron su camino hacia el descanso. Se lo tenían ganado, pero cuando llegaban a su cabaña escucharon los gritos de una voz chillona y estridente.

—Vos, mujerzuela ¿qué habéis hecho a mis guerreros?

Al volverse y ver de quién se trataba, Agnes y Edel se quedaron paralizadas.

—Vaya… Rapunzel tiene ganas de follón —dijo Juana, sonriendo.

—Pues que se ande con cuidado, que si me busca, estoy calentita y me puede encontrar —siseó Montse, enfada al recordar cómo aquella idiota se colgaba del cuello de Declan.

La joven lady Rose estaba ante ellas montada en su bonito y blanco caballo; impoluta y limpia. Vestía un precioso vestido en tonos tostados a juego con las cintas que le recogían los dorados y resplandecientes cabellos. Un aspecto que contrastaba con el de los campesinos y el de ellas mismas, que estaban sucias y llenas de barro.

—A palabras necias, oídos sordos —masculló Julia—. Ni puñetero caso a la choni. ¡Vámonos a descansar!

Pero Montse no se movió. La observó de cerca. Aquella caprichosa no debía de tener más de veinte años.

—Lady Rose, ¿qué queréis?

—¿Vos sois Cindy? —preguntó la joven, altiva, con su gélida mirada.

—Sí.

—¿La sirviente del laird Carmichael?

—La misma —repuso con frialdad.

—¿Sois la que devolvió la joya de los Carmichael?

—Que sí, cansina… Que sí. Que soy Cindy Crawford, la sirvienta que devolvió el puñetero colgante a los Carmichael ¿Alguna pregunta más?

Con insolencia en la mirada, la rubia sonrió con maldad.

—No sois competencia para mí, por mucho que hayáis devuelto el colgante a Declan.

—Vaya, pues me alegra saberlo —se mofó Montse, mirándola fijamente.

La antipática muchacha, tras repasarla de arriba abajo con gesto desaprobador, se bajó de su caballo con la fusta en la mano en actitud amenazante para acercarse a Montse, caminando.

—He escuchado algo sobre vos y el laird Carmichael que me gustaría que me confirmarais.

Con educación y sin moverse de su sitio, Montse le mantuvo la mirada con una media sonrisa en los labios.

—Os advierto, señora, que si vais a preguntarme algo íntimo y personal, no os contestaré. No suelo ir contando mis intimidades a los desconocidos.

—Entonces es cierto ¡Sois su ramera! —gritó aquélla.

Escuchar su voz y el desprecio con el que la habló, le hizo arder la sangre, pero sabía que había ido allí en busca de problemas y ella no le iba a dar ese gusto.

—Disculpadme lady Rose, pero si seguís faltándome al respeto, perderé mi paciencia y comenzaré a hacer lo mismo con vos.

—¿Es cierto que calentáis la cama de vuestro laird por las noches?

—Eso, en todo caso, es algo entre Declan y yo.

—Como osáis llamar al duque por su nombre de pila. Una mujer de tan baja categoría debe nombrarle con respeto aunque sea su ramera.

—Dale un guantazo en tos los morros de una santa vez a la imbécil ésta, o se lo doy yo —gritó Julia en español.

—Cállate, Norma, y no le des ideas a la Crawford, o aquí se va a liar la de San Quintín con la pija medieval —rió Juana.

Montse, consciente de que si hacía algo a aquella estúpida tenía todas las de perder, miró a Julia antes de reprenderla.

—Luego dices que soy una burra solucionando problemas, pero hija… ¡Tú tampoco te quedas atrás!

—¿Pero no ves las ganas que tiene de liarla parda? —preguntó Julia.

—Sí, pero yo le voy a demostrar que tengo más clase que ella y no voy a entrar en su juego. No, no quiero.

Por ello y con toda la tranquilidad del mundo, Montse se giró de nuevo hacia la caprichosa joven para intentar hacerla razonar.

—Lady Rose, creo que lo más sensato para todos es que montéis en vuestro caballo y os marchéis. O en su defecto, que os pongáis a ayudar a esta pobre gente que tanto lo necesita y…

Pero paró de hablar al percibir que ésta levantaba la mano con la fusta. Los campesinos al ver aquello se asustaron.

—Si me rozáis un solo pelo de la cabeza, señora —siseó Montse con dureza—, os juro por todos mis antepasados que vais a arrepentiros.

—¿Yo? ¿Qué yo me voy a arrepentir? —cloqueó ella.

—Oh sí, os lo aseguro. Porque me encargaré personalmente de rebozaros por el suelo, y meter vuestra cabeza en el charco más profundo que pueda encontrar. ¿Me habéis entendido?

La joven O’Callahan bajó la fusta, pero gruñó ante la incrédula mirada de todos los campesinos, que desearon ahogarla.

—No sé qué puede ver Declan en vos. Sois sucia, humilde, fea, sin gracia y mal hablada, además de ¡vieja! ¿Cuántos años tenéis?

Buenooooooooo… Acaba de firmar su sentencia —silbó Juana al escuchar aquello.

—¡Me alegro! Se lo merece —se carcajeó Julia.

A Montse se le revolvió el estómago al escuchar aquel último comentario. ¡Vieja! Y con una malévola sonrisa miró a sus amigas y preguntó:

—¿He oído bien? ¿La pija medieval me ha llamado «vieja»?

Al ver que sus amigas asentían, Montse se volvió hacia los asustados campesinos que las observaban y gritó mientras sujetaba por el brazo a su señora, que intentaba zafarse.

—Amigos, sé que esta necia, ñoña e idiota mujer es de vuestro clan y yo no. Y también sé que lo que voy a hacer no está bien, pero es que si no lo hago, ¡la mato! Juro que ¡la mato! —gritó como una posesa—. Por lo tanto, quien no quiera cargar con la culpa de no haberme detenido por mis actos, que mire hacia otro lado o se vaya inmediatamente.

Fue decir aquello y la gente, despavorida, desapareció. La calle se quedó vacía.

—¡Soltadme ahora mismo, insolente! —exigió aquélla.

Con una sonrisa en los labios que no deparaba nada bueno, Montse miró a la muchacha.

—Juré que la próxima vez que alguien tuviera la desfachatez, el descaro o la poca vergüenza de llamarme «vieja» en mi cara, se iba a comer sus palabras. Y lo siento, ¡chata!, pero voy a proceder.

Importándole un pepino las consecuencias que aquello le acarrearía, agarró a Rapunzel del cabello y le dio una patada en el culo que la hizo caer de rodillas ante ella, le metió la cara en el charco más cercano y se la rebozó bien, para incredulidad de los pocos curiosos que se habían quedado cerca.

Diez minutos después, Montse y sus amigas entraban en su cabaña. Necesitaban descansar.

—¿Qué crees que dirá Rapunzel cuando llegue a su castillo con las pintas que lleva? —preguntó Juana, muerta de risa.

—Sin duda alguna, una mentira que, no sé por qué, le será muy difícil demostrar —repuso Montse mientras recostaba la cabeza en la almohada y se quedaba dormida inmediatamente pensando en cómo los campesinos la habían felicitado.