Al día siguiente de lo ocurrido en la biblioteca, el resfriado de Montse empeoró. La fiebre le subió más y no tenía fuerzas ni para hablar. Declan, informado en todo momento por cualquiera de la casa de cómo se encontraba la muchacha, retuvo sus impulsos de bajar a la zona de servicio a visitarla. Aquello daría mucho que hablar. Pero pasados dos días sin saber nada de ella, su impaciencia creció. Quería verla aunque fuera para discutir con ella. Por ello, y aunque no acudió a su habitación, ordenó para sorpresa de todos que le llevaran una buena manta y un bonito ramo de flores.
—Buenos días —saludó la criada al entrar en la habitación de las mujeres.
Montse, feliz de encontrarse un poco mejor, tarareaba distraídamente una canción.
—«Esperaré, a que sientas lo mismo que yo, a que a la luna la mires del mismo color…».
—Buenos días, Edel —respondió Julia, mirándola con curiosidad.
—Traigo estas flores para Cindy —respondió mientras escuchaba cómo la joven cantaba, distraída.
Pero al oír su nombre prestó inmediata atención a la conversación.
—¿Para mí? —preguntó sorprendida.
—Ejem, ejem. Creo que alguien ha ligado —se burló Juana.
—Sí, tú; con el padre de tus futuros hijos —contestó Montse, mirándola—. Por cierto, la pulsera que te ha regalado es una preciosidad.
—¡A que sí! —chilló encantada mientras la tocaba con mimo—. Es más monoooooooooo.
Montse no había contado lo ocurrido en la biblioteca a sus amigas y miró las flores con gesto desconcertado mientras se vestía y sentía que su corazón latía desbocado.
—Edel, ¿de verdad son para mí? —la criada asintió y ella cogió el jarrón de cristal oscuro donde venían, emocionada. Como era de esperar, no encontró ninguna nota.
—¿Quién envía las flores, Edel? —cotilleó Julia.
—El laird Carmichael —respondió la criada—. Sus palabras textuales fueron: «Llevadle el cubrecama y estas flores a Cindy, y hacedle llegar mis mejores deseos para que se recupere cuanto antes».
—¡Ay, qué lindooooooooooo! —suspiró Juana dando un codazo a su patidifusa amiga, que al escuchar aquello sintió un extraño calor recorriéndole todo el cuerpo. Apenas había dejado de pensar en lo ocurrido en la biblioteca, sobre todo, en su voz ronca y sus ojos apasionados cuando ella le besó.
—Oye, pues es un detalle —dijo Julia ajena a todo—. Quizás con esto él se esté disculpando por todo lo borde que ha sido contigo y por fin fuméis la pipa de la paz.
—Siento deciros que para que eso ocurra, Carmichael tiene que echar más horas de trabajo que el maquillador de Marujita Díaz —respondió Montse dejando las flores sobre una mesa de madera.
Pero un extraño regocijo le recorrió el cuerpo al aspirar el perfume. Aquel detalle le llegó directamente al corazón, y con una media sonrisa se marchó a la cocina donde ayudó a Edel a preparar la comida. Hoy se libraba de limpiar.
Días después, una tarde en la que Montse había terminado pronto sus quehaceres, fue a la habitación de Maud para jugar; llevaba escondido al pequeño Fitz. El día era lluvioso y no invitaba a salir. Durante horas, la joven, la niña y el perro se divirtieron de lo lindo. Mientras estaba convaleciente había enseñado unos trucos al animal y éstos conseguían que la niña, maravillada, soltara enormes risotadas.
Precisamente fue aquello lo que llamó la atención de Declan: ¡Su hija riendo! Abrió con cuidado la puerta de la habitación para observarla y se sorprendió al ver a su hija junto a Cindy y el perro, revolcándose por los suelos llenas de alborozo. Durante un rato observó a la pequeña; verla tan feliz y sonriente era algo a lo que no estaba acostumbrado. De pronto se emocionó. Sabía que había sido injusto con ella, pero cuando Isabella murió, ver a la niña le partía el corazón. Por ese motivo la dejó a cargo de su madre mientras él partía a luchar por su patria. Pero algo había cambiado y, le gustara o no, se lo debía a Cindy.
De pronto el animal se paró y miró hacia la puerta. Montse, al ver al duque observándolas, se alertó.
«Madre mía, la que me va a liar éste por traer el perro aquí. Prepárate Montse, que te va a llamar de todo menos bonita», pensó suspirando.
Al verse descubierto, Declan tomó una decisión que sorprendió a ambas.
—¿Puedo pasar?
Maud, acobardada, miró primero a la joven y luego al animal, al que cogió en brazos al tiempo que asentía. Montse fue consciente de ello y tomó fuerzas, dispuesta a cargar con una nueva bronca.
—Por supuesto, señor, estáis en vuestra casa —respondió en un tono jovial y alegre.
—¡¿Señor?! —preguntó él al recordar su último encuentro.
Con una sonrisa bobalicona ante su respuesta, la joven le miró e indicó alto y claro.
—Por supuesto Declan, estás en tu casa.
Para asombro de las muchachas, el duque sonrió y se sentó junto a ellas en el suelo.
—¿De qué os reíais? Vuestras carcajadas se escuchan en todo el castillo.
La pequeña Maud, atónita por aquello, miró a su padre y susurró bajando la mirada al suelo.
—Discúlpanos, padre. No queríamos molestar.
Horrorizado por primera vez en su vida al ver como la alegría de la niña desaparecía al llegar él, la cogió de la barbilla, le hizo levantar el rostro hacia él y la reprendió cariñosamente en un tono aterciopelado que a Montse le puso la carne de gallina.
—Maud, me encanta escucharte reír porque tienes una risa preciosa. Y quien ha de disculparse soy yo contigo, por no haber estado más pendiente de lo que necesitabas. Pero te prometo que a partir de ahora todo cambiará.
La niña miró a la joven, sorprendida. Su padre nunca había sido tan amable con ella.
—Pero eso es estupendo. Tu papi y tú volvéis a ser un equipo —dijo Montse al ver el desconcierto de la pequeña, aplaudiendo.
—¡¿Equipo?! —preguntaron al unísono la niña y el padre. Aquello les hizo sonreír a los tres.
—Cindy, a veces dices cosas muy extrañas. ¿Qué es un equipo? —quiso saber Maud.
Aturdida por la mirada juguetona del duque sobre ella, tras suspirar e intentar mantener el control, respondió.
—Tienes razón Maud, a veces digo cosas muy raras ¡Pero es que yo soy rara! —Todos volvieron a reír—. Un equipo, donde yo vivo, es cuando dos o más personas luchan por conseguir algo en común. En vuestro caso, tu papi y tú luchareis toda la vida para quereros y entenderos ¿verdad?
—Sí —asintieron ambos tras mirarse.
—¿Y tú eres de nuestro equipo, Cindy? —preguntó la pequeña.
Aquella pregunta dejó tan descolocada a Montse, que no supo qué contestar. No debía hacer que la niña se ilusionara; ella se marcharía tarde o temprano. Pero fue Declan quien respondió al ver que la niña la miraba y ella se quedaba muda.
—Por supuesto que es de nuestro equipo. ¿Acaso lo dudas, Maud? —la cría sonrió—. Y para que el equipo crezca he pensado que Fitz se podría unir también a él. ¿Qué te parece, pequeña?
—¿En serio? —preguntó la niña, con los ojos muy abiertos.
—Sí, Maud, sí. Puedes tenerle contigo siempre que quieras. Siempre. —Sonrió.
—Señor… digo, Declan, eso es lo más alucinante que te he escuchado decir desde que estoy aquí. Estoy segura de que nunca te arrepentirás de ello —murmuró Montse al ver el esfuerzo que él hacía por acercarse a su hija.
Aquellas palabras hicieron que el duque deseara besarla. La miró con tal intensidad, que estaba seguro de que Montse decidió hablar en ese momento sólo para romper aquella tensión que se había instalado entre ellos.
—Princesa, enséñale a tu papi el juego que te he enseñado ¡Seguro que le ganas!
La cría soltó una risita ladina y miró hacia el hombre con ojos chispeantes.
—Cindy me ha enseñado un juego.
—¿En serio?
—Oh, sí. Y es muy buena en él —apostilló Montse con gesto divertido.
—Ven papi, te lo enseñaré.
—¡¿Papi?! —preguntó sorprendido, pero al ver el gesto asustado de su hija, dijo haciéndola sonreír—. Me encanta que me llames papi, Maud… ¡Me encanta!
«Papi…», repitió mentalmente Declan. De verdad le encantaba que le llamara por aquel término tan íntimo y afectivo. Y ante la vivacidad de la pequeña, se acomodó a su lado para que le explicara las normas del juego.
—Los dos tenemos que poner las palmas de las manos hacia arriba y, sin dejar de mirarnos a los ojos, tienes que voltearlas sobre las mías. Pero ojo, papi, el juego consiste en conseguir quitar las manos antes de que te dé en los nudillos.
Durante unos minutos la niña y su padre jugaron y rieron. Montse se mantuvo al margen y apoyó la espalda en la cama para observarlos y disfrutar de ése momento tan íntimo. Era increíble la facilidad de adaptación de un niño para amoldarse a cualquier situación y, en especial, para olvidar el pasado. Maud le estaba dando una lección a su padre y esperaba que él se diera cuenta y lo recordara toda la vida. En ese momento parecía que el muro invisible que se había ido levantado entre ellos con el paso de los años, nunca hubiera existido.
—¡He vuelto a ganar, papi!
—Me rindo, Maud —rió encantado—. Creo que Cindy te ha enseñado demasiado bien a jugar a esto.
—Señor, vuestra hija es muy rápida aprendiendo —contestó divertida.
—¡¿Señor?! —preguntó él levantando una ceja y ella sonrió.
—Voy a la cocina a por galletas para todos —dijo de pronto la niña saliendo de la habitación, seguida por Fitz, dejándolos solos y sentados en el suelo.
Nerviosa ante aquella intimidad, Montse se rascó la cabeza y se alejó unos centímetros. El al ver su incomodidad volvió a preguntar.
—¡¿Señor?! Ya no me tuteas.
—Vale, vale… —rió ella.
—¿Te encuentras mejor de tu indisposición?
—Sí. La verdad es que ya me vuelvo a encontrar bien, pero reconozco que el otro día estaba chunga, chunga…
—¡¿Chunga?!
Y entonces ella volvió a hacer aquello que a Declan le paraba el corazón: sonreír llevándose la mano a la cabeza. Aquel gesto cargado de sensualidad le volvía loco.
—Chunga significa mala. En mi caso he utilizado esa palabra para decir que estaba bastante mal. Estaba chunga —aclaró ajena a lo que él estaba pensando.
Clavando sus inquietos ojos en ella, él asintió. Miró aquellos labios y, aún sin besarlos, los sintió. El ansia por saborearlos hizo que acercara su cara a la de ella a escasos centímetros.
—¿Sería chungo que yo te besara en este momento?
Atontada negó con la cabeza y él la besó. Devoró sus labios como llevaba días ansiando y no le importó nada. Sólo ella. Cuando notó que abría la boca y tocaba su sedosa y húmeda lengua, algo en él explotó. Deseó cogerla en brazos y llevarla a su habitación, desnudarla y hacerla suya. Pero no. No debía hacerlo.
Montse, excitada por aquello, ni corta ni perezosa y ansiando más de él, se le sentó con descaro a horcajadas para poder besarle con más vehemencia. Declan, sorprendido por aquel movimiento tan apasionado, soltó un varonil bufido de aceptación. Durante unos minutos se besaron sin pensar en nada más, hasta que escucharon los pasos de la pequeña Maud que se acercaba corriendo. En ese momento Montse volvió a su sitio y, cuando la niña abrió la puerta, Declan se levantó.
—Disculpadme las dos. Hay algo urgente que requiere mi atención —dijo alterado.
Dicho esto salió de allí sin mirar a Montse, que lo siguió con los ojos, incrédula.
—¿Hice algo mal con mi papi? —preguntó Maud, preocupada.
Perturbada por lo que acababa de ocurrir y consciente de cómo la miraba la niña, Montse sonrió e hizo que la niña se sentara a su lado.
—Para nada, princesa, es solo que tu papi tenía cosas que hacer.
Segundos después retomaron los juegos con Fitz, aunque ya la mente de Montse no volvió a estar despejada. ¿Qué estaba haciendo?
Aquella noche, tras cenar en las cocinas con Colin, Edel y Agnes, estaba inquieta y salió a dar un paseo por los alrededores. Desde lo ocurrido por la tarde en el dormitorio de Maud con Declan, solo podía pensar en él. Revivir aquel beso tan vehemente le ponía la carne de gallina y le hacía desear más. Mucho más.
«Quieres sexo Montse, lo sabes. Ese tío te ha demostrado con ese beso lo que te puede dar y estás como loca por probarlo. No lo niegues, no lo niegues… Pero olvídalo a la voz de ¡ya!. Eso sólo sumaría más problemas a los que ya tienes», se regañó así misma mientras observaba la luz que emergía por la ventana de la habitación de él.
—¡Se acabó! Me piro a dormir a ver si dejo de pensar en tonterías.
Pero cuando entró en la cocina, se detuvo en seco. Ella era una mujer del siglo XXI, independiente, soltera y con libertad para gozar plenamente de su vida sexual. Cerró los ojos durante un segundo para pensar, y cuando los abrió lo tenía claro. Deseaba a Declan Carmichael como llevaba tiempo sin desear a un hombre ¿Por qué negárselo?
Decidida subió las escaleras hasta llegar al salón. Una vez que comprobó que no había nadie allí, se encaminó hacia el siguiente tramo de escaleras. Con cuidado y evitando hacer ruido, pasó por delante de las habitaciones de Fiona y Maud, hasta que llegó a la de él.
«¿Qué estoy haciendo? ¿Me estoy volviendo loca?», pensó.
Pero el deseo carnal pudo con ella y sin llamar, puso su mano sobre el tirador de la puerta y abrió. Declan estaba apoyado contra la chimenea con gesto serio, vestido con una camisa de lino blanco desabotonada y un pantalón claro. Sorprendido por aquella inesperada visita, dejó sobre la repisa el vaso de cristal que tenía en la mano y la miró.
No hicieron faltas palabras. Sus respiraciones agitadas, junto a las miradas enardecidas, hablaron por ellos. Conscientes de su deseo, ambos caminaron en busca del otro y, tras abrazarse, se besaron con auténtica pasión. En los ojos de ella ardía un desafío, un reto que a Declan enloqueció.
Montse se arqueó al sentirse entre sus brazos, mientras notaba bajo sus manos la tersa y cálida piel de él., Exaltada, le quitó la camisa dejándole desnudo de cintura para arriba. La fantasía que llevaba horas fraguando en su cabeza estaba allí, frente a ella.
Caliente y receptivo para todo lo que ella deseara, Declan, arrebatado por la fogosidad de la joven agudizó todos sus sentidos y la cogió, posesivo, entre sus fuertes brazos para llevarla hasta su lecho donde, tras morderle el labio inferior con deleite, la soltó. Ella, excitada, se soltó el pelo y sonrió, con un sensual movimiento.
—Me enloquece tu sonrisa —susurró él antes de besarla de nuevo.
Complacida por aquello y saboreando su boca, Montse se dejó desnudar. Lo hizo con acertados movimientos, quitándole primero el corpiño y después la camisola blanca, que tiró sin preocupación junto el hogar. Una vez que la tuvo desnuda de cintura para arriba, jugueteó con mimo con sus pechos. Le tocó los pezones, se los lamió y, cuando escuchó que se le escapaba un suspiro, se los mordisqueó con una malévola sonrisa en los labios al tiempo que sus grandes y exigentes manos le desataban la falda y la tiraban hacia un lado.
«Madre mía cómo me está poniendo este hombre…».
Con una mirada salvaje e irresistible, Declan admiró la entrega de ella. Rodó en la cama, arrastrándola consigo hasta ponerla sobre él, y posó las manos en sus nalgas. Una fina cadenita de eslabones negros llamó su atención.
—¿Qué es esto? —preguntó sorprendido.
Ella sonrió. Declan se refería al tanga en tono violeta y negro que llevaba. Consciente de que él no había visto nada igual en su vida, se levantó y para despertar aún más su hambre por ella, metió los pulgares por los laterales del tanga con un movimiento sensual.
—Un tanga.
—¡¿Tanga?! —rió observándola.
—Sí. En mi época a esto se le llama lencería femenina. Y es lo que llevamos la mayoría de las mujeres.
Y cuando creía que ya no le volvería a sorprender, Montse se dio cuenta de su error. Él no podía retirar la mirada de otro lugar.
—Por todos los santos, ¿qué te ha pasado en el ombligo? Algo reluciente te cuelga de él. —Montse no pudo evitar la carcajada.
Alborozada, se tocó el adorno en forma de luna con un brillantito que resaltaba en su ombligo y se acercó para darle un dulce beso en los labios mientras le cogía la mano para hacer que recorriera la silueta del abalorio con sus dedos.
—Esto se llama piercing. Es un pendiente en el ombligo —dijo sobre su boca.
Sorprendido por las cosas que descubría en ella, la miró confundido.
—¿Los pendientes no son para las orejas? —repuso, controlando como pudo la voz, que salió a trompicones.
—Sí. Pero como ya te he dicho, en mi tiempo han cambiado mucho las cosas. Allí los pendientes se ponen en cualquier parte del cuerpo: en los oídos, en el ombligo, en la ceja, en la lengua…
—¡¿En la lengua?! —preguntó apartándose, incapaz de creerlo.
—Sí en la lengua, y en otros sitios que estoy segura que cuando te lo diga no vas a dar crédito —rió ésta.
Durante un rato Declan la observó, turbado por lo que veía y oía, hasta que ella decidió sacarle de sus pensamientos.
—¿Te gustan mi tanga y mi piercing? —recuperó su atención, con un dulce contoneo de caderas, alejándose de su alcance, fuera del lecho.
Excitado, la miró con la boca seca por el deseo y una sonrisa indómita.
—Sí. Aunque más me gustaría que volvieras aquí de nuevo. Quiero verte más de cerca el… bueno, esa cosa del ombligo y quitarte ese tanga.
Mimosa, y con una sensualidad que lo dejó embobado, se acercó a él, se agarró a uno de los postes de la cama y se subió a ella con agilidad.
—Aquí estoy, Carmichael ¡Quítamelo!
Declan, excitado por aquello, aún sentado sobre el colchón de lana, subió sus manos y apresó entre sus dedos, con cuidado, las dos cadenitas de aquello que hacía llamar «tanga» para tirar de él. De nuevo se quedó perplejo al mirar aquel perfecto y minúsculo triangulo de vello castaño y ver lo que había en el centro de lo que más deseaba.
Montse, consciente de que todo aquello era nuevo y sorprendente para él, sonrió y se sentó sobre sus piernas para besarle en la oreja.
—A lo que has mirado maravillado lo llamamos depilación brasileña.
Declan estaba cada vez más excitado, pero cuando sintió aquellas delicadas manos desanudando los pantalones, perdió toda la paciencia y contención.
Deseoso de que la tortura acabara cuanto antes, ayudó a la joven y levantó las posaderas para facilitar la tarea, dejando que su gloriosa masculinidad saltara libre de la constricción de las prendas, sorprendiendo a Cindy con su tamaño.
Viendo su complacida sonrisa, la tomó entre sus brazos para voltearla sobre la cama y le separó las piernas con la suyas. No podía soportarlo más. Y sin más prolegómenos, introdujo el pene en el interior con un empellón que la hizo gemir.
—A esto yo lo llamo posesión —susurró él a su oído.
Un calor húmedo y salvaje se apoderó de la joven mientras alzaba las caderas para recibirle una y mil veces más. Deseaba sentir aquella posesión. Le volvía loca su boca, su olor varonil y su voz cargada de poder mientras le hacía el amor.
Consumido por el momento, la tomó con abandono. Desde el primer instante quedó claro que no era virgen, lo que intensificó su ardor, mientras ella recibía una y otra vez sus acometidas de pasión. Cuando la sintió temblar bajo su cuerpo y abandonarse en un gemido de placer, él la siguió; dejando caer su exhausto cuerpo sobre el de ella con un gruñido tenso y masculino.
Con la piel ardiendo, Declan se retiró hacia un lado de la cama para no aplastarla. Ella, sudorosa, sonreía satisfecha.
—Si sonríes así, volveré a tomarte de nuevo.
Al escuchar aquello, y con un descaro que le estremeció, Montse le miró y dejó escapar una carcajada, aunque de pronto su cara cambió; se puso tensa y se sentó en la cama.
—Ay, Dios. ¡Ay Dios mío! —gritó, llevándose las manos a la cabeza.
Alarmado por aquella reacción, se incorporó a su lado. Le acarició la espalda y agachó su cabeza para mirarla.
—¿Qué ocurre? ¿Qué pasa?
—Acabamos de practicar sexo no seguro. ¡Sin preservativo! Y aquí no existe aún la píldora del día después. ¡Ay, Dios!
—¿Preservativo? ¿Píldora del día después…?
Retirándose el pelo de la cara, Montse le miró.
—La píldora del día después es una pastilla que, tomada unas horas después de tener relaciones sexuales sin protección, puede evitar un embarazo no deseado. Y el preservativo, es una especie de capucha que los hombres se ponen en el pene para no dejar embarazadas a las mujeres, además de servir de protección contra enfermedades de transmisión sexual.
—¿Una capucha? —repitió sobresaltado—. ¿Pero qué monstruosidad es ésa?
Incapaz de no reír por la cara con que la miraba, Montse se relajó, olvidándose de preservativos y demás. Se tumbó de nuevo en la cama y, haciéndole tumbar, reptó hasta él. Durante un buen rato hablaron de cosas imposibles de creer para Declan y que ella, como siempre, defendía con vehemencia. De madrugada, después de hacer en varias ocasiones el amor, Montse se levantó y comenzó a vestirse.
«Anda… el espejo», pensó al ver su espejo, el que días antes le habían comprado sus amigas en la tienda de antigüedades de Edimburgo.
—¿Adónde vas? —preguntó él, sacándola de sus pensamientos.
—A mi cuarto. Estoy que me muero —respondió con cara de sueño.
—¡¿Qué te mueres?! —Pero al ver que se reía a carcajadas, se tranquilizó.
—He querido decir que me caigo del sueño que tengo.
Sobrecogido por su alegría, Declan se levantó y la interrumpió en su labor de vestirse para besarla.
—Puedes quedarte aquí si quieres. Me encanta compartir mi cama contigo.
—Gracias, pero me muevo mucho y te molestaría —se burló, separándose.
Declan, con una euforia que llevaba tiempo sin sentir, se sentó desnudo sobre la cama.
—Cindy, ¿puedo preguntarte algo?
—Claro.
—… Recuerdo que una vez, mientras discutíamos, mencionaste a tu padre ¿Qué ocurrió con él y tu madre?
—Mi madre murió cuando yo nací y mi padre hace años —respondió escuetamente, pero al ver que él esperaba algo más, suspiró y continuó—. El día que recuerdas que mencioné a mi padre… Me puse como lo hice porque no quería que a Maud le pasase lo mismo que a mí. Mi padre nunca me quiso, nunca me prestó atención y siempre tuve la sensación de que sólo era una carga para él. No quería que Maud sintiera que no era querida y estuviera tan sola como yo. Ella es una niña fantástica y no se lo merece.
—Pero yo adoro a Maud. La quiero muchísimo. Nunca la abandonaría.
—Lo sé Declan, pero ella no lo sabía. Yo sólo he intentado que te dieras cuenta de que ella necesitaba saberlo. Ahora Maud sonríe, no te teme, te besa y se acerca a ti. Incluso te llama papi ¿a que antes nunca lo hacía?
—No —respondió el highlander con sinceridad.
—Pues alégrate, guaperas. He conseguido que tu hija sepa que su padre la quiere —apostilló con una sonrisa que le llegó directa al corazón.
Al ver que él asentía y clavaba una mirada feroz en ella, le regañó.
—¡Quieres dejar de mirarme así!
—¿Por qué?
—Pues porque me pones nerviosa. Es tan arrebatador… —Al comprobar que él se levantaba e iba hacia ella, le paró y dio un salto hacia atrás—. Ni se te ocurra darme un beso más. Se acabaron los besos por hoy.
—¿Se acabaron?
—Sí. Se acabaron.
Pero trastocada por su sensual mirada, se colgó de su cuello y le besó. A empujones le llevó hasta la cama donde le tumbó, y tras devorarle los labios con pasión, se levantó de un salto, corrió hasta la puerta y le abandonó excitado y con la boca abierta.
—Ha sido una experiencia estupenda, Declan Carmichael —dijo antes de salir.
Después se marchó. El duque, anonadado por aquel arranque de pasión, se tumbó sobre su lecho con una sonrisa lobuna en la boca.
—Muy, muy estupenda Cindy Crawford —murmuró para sí mismo, y soltó una carcajada.