18

Una semana más tarde, los labios de Montse volvieron a su ser. Y en todos aquellos días, apenas consiguió librarse de ver al duque. Parecían tener un imán para chocarse continuamente, algo que sin duda molestaba a ambos. Por las mañanas, él la observaba desde la ventana cuando salía por la puerta de las cocinas y comenzaba a hacer unos extraños ejercicios con las manos y los pies. Incluso en una ocasión, le dejó boquiabierto al ver cómo manejaba un palo. Los movimientos eran parecidos a los de su entrenamiento con la espada. Aquello le gustó. La joven parecía saber defenderse.

Una de aquellas mañanas Montse decidió salir a correr. Necesitaba hacer algo más que dar puñetazos y patadas al aire para despejarse y eliminar el estrés. Salió con cuidado de la habitación, para no despertar a sus amigas, y cuando llegó al exterior del castillo suspiró. Aquel amanecer tostado era el más bonito que había visto en su vida. Caminó hasta llegar a un sendero, pero al ver el bosque frondoso que se cernía ante ella, no lo pensó y se internó en él.

Comenzó a correr y enseguida se dio cuenta de lo incómodo que era hacerlo con aquella vestimenta. Pero la tela no iba a disuadirla, así que se arremangó la falda en la cintura hasta dejarla por las rodillas y con una feliz sonrisa continuó con la carrera.

El sudor comenzó a empaparle la cara y el pelo, pero no le importó. Su mente se había bloqueado y sólo pensaba en correr, correr y correr. Mantuvo el paso durante más de una hora, hasta que el ruido de los cascos de un caballo que se acercaba hacia ella la obligó a detenerse. Cansada y con la lengua hasta los pies, se sorprendió al encontrarse con la cara de preocupación del duque que, al verla actuar de aquella manera, se imaginó que le pasaba algo.

—¿Qué os ocurre? ¿Quién os persigue? —preguntó bajándose del caballo con la espada en la mano.

Sin resuello, Montse levantó la mano para pedir un segundo y tomar aire.

—No me ocurre nada. ¿Por qué?

—Corríais, y uno sólo corre cuando huye de algo.

Acalorada y sudando como una posesa, se retiró el pelo pegado de la cara y sonrió.

—Pues siento decepcionaros, pero sólo corría por placer.

Aquel día, Declan Carmichael iba vestido con unos pantalones de cuero marrones, botas altas y una camisa beige oscuro abierta hasta el pecho. Se le veía guapo y relajado. El pelo suelto y enredado por el viento le daba un aire sexy y varonil.

«Por Dios, Montse, ¿en qué estás pensado?», se regañó así misma.

—¿Placer?

—Sí. Correr me despeja y relaja. Suelo hacerlo a menudo, por lo tanto no os preocupéis si volvéis a verme correr.

Perplejo por aquella contestación, Declan introdujo su espada en el cinto, se acercó a su caballo, cogió una especie de botella y se la ofreció.

—¿Queréis un poco de agua?

—Uf… La verdad es que me vendría de vicio.

—¡¿Os vendría de vicio?! ¿Qué quiere decir eso?

Montse sonrió. Se pasaba el día aclarando a todo el que hablaba con ella qué querían decir exactamente sus expresiones.

—Es como decir que me vendría muy bien. ¿Lo entendéis? —respondió mientras cogía la botella.

El hombre asintió y ella dio un pequeño trago, después otro y, por último, uno más largo. Él no podía apartar la vista de sus piernas ¿Por qué llevaba subida la falda? Pero cuando ella tapó la botella y se la tendió, se dio cuenta de adonde miraba.

—Suelo hacer footing con…

—¡¿Footing!?

Se llevó una mano a la boca para no reír ante el gesto del duque.

—El footing es un ejercicio que se basa en correr o trotar. Suelo hacerlo con pantalones, pero como aquí no tengo, y puesto que nadie podía verme, decidí subirme la falda para no tropezar y caer. Pero no os preocupéis señor, ya me la bajo.

—Nunca había escuchado nada igual —sonrió, boquiabierto.

—Señor, me alegra enterarme de que sabéis sonreír —dijo, al sentir que se relajaba.

—¿Por qué decís eso?

—Porque es la primera vez que os veo hacerlo.

Declan no respondió, simplemente se dio la vuelta y dejó la botella dentro de su bolsa.

—Eh… bueno, debo regresar —dijo Montse—. Estoy segura de que me espera un apasionante día limpiando los ventanales, el suelo o algo así.

Aquel comentario le volvió a hacer sonreír.

—¿Queréis regresar conmigo a Elcho? —preguntó Declan con tono sosegado.

Sorprendida por su amabilidad y el ofrecimiento, le miró y, en vez de responderle, preguntó:

—¿En vuestro caballo?

—¿Cómo sino?

Montse levantó la vista y miró al enorme pura sangre que ante ella se erguía nervioso y desafiante.

—Eh… no. Será mejor que no.

—¿Por qué?

—Pues… porque no es buena idea.

—¿Por qué no queréis que os lleve? —insistió con sorpresa—. Desde aquí a Elcho hay un buen trecho caminando, y por vuestro aspecto sé que estáis cansada.

La verdad es que estaba muerta, pero subirse al caballo con él no era buena idea. Se obligó a ser sincera.

—Aunque no lo creáis y me avergüence decir esto —dijo mirándole a los ojos—, me dan miedo los caballos. No sé montar.

Aquello provocó la risa de Declan. ¿Cómo una mujer como aquélla, con semejante carácter y empuje, podía temer a un caballo? Y, en especial, ¡no saber montar! Sin decir nada más, se dio la vuelta y se subió a lomos de su oscuro corcel con un ágil salto.

—Dadme la mano y subid.

—No.

Aquella negativa tan directa le hizo fruncir el ceño.

—No seáis niña y dadme la mano —repitió.

—No os ofendáis, pero prefiero ir caminando.

—¿Huís de mí o de mi caballo? —se burló él, de pronto.

Ella se giró para mirarle con ojos desafiantes y cara de enfado.

—No, señor. Yo no huyo. Sólo os estoy diciendo que no quiero subir. ¡Y punto!

Pero antes de que ella pudiera dar un paso más, él se agachó desde la grupa y, como si se tratara de una pluma, la izo y la sentó delante de él.

—Ay, Dios mío —gritó al sentirse allí arriba—. ¡Me voy a caer!

—Tranquila. No os vais a caer porque yo no lo voy a permitir.

—¿Pero cómo podéis saberlo? Los accidentes ocurren y…

—Tranquilizaos —le susurró cerca del oído.

—Noooooo puedooooo —chilló agarrándose a él con desesperación.

—¡Ay! —se quejó—. Me estáis destrozando la pierna.

El hombre tenía razón. Agarrotada, había clavado las manos en la pierna derecha de él y, aferrándole con fuerza, se la retorcía. Horrorizada por ello le soltó.

—Lo siento… ha sido sin querer —se disculpó al ver que relajaba el gesto de dolor.

Él se limitó a sujetarla entre sus brazos con fuerza y, con un movimiento del pie, hizo avanzar al caballo.

—Se mueve… Se mueve… Esto se mueveeeeeeeee.

—Claro, le he ordenado que camine —sonrió.

—Pero… pero… ¿Dónde me agarro?

—Yo os sujeto.

—¡Por vuestra madre, no me soltéis! —chilló histérica, haciéndole sonreír de nuevo.

Divertido, la observó gesticular durante unas millas. Al final, para intentar entretenerla y que se olvidara de donde estaba, inició una conversación.

—¿Vuestro nombre era…?

—Cindy. Cindy Crawford, señor —susurró al punto del infarto.

—¿Qué es eso que hacéis a veces en las mañanas?

—¿A qué os referís? —preguntó con voz nerviosa mientras el caballo trotaba.

—Algunas mañanas os veo hacer unos extraños movimientos con las manos y los pies, como si os pelearais con alguien.

—Eso es karate.

—¡¿Karate?!

—El karate es un arte marcial.

Sin entender nada de lo que decía, pero al comprobar que dejaba de temblar, el highlander continuó hablando.

—Y cuándo movéis el palo entre las manos, ¿también es karate?

—¿Habláis del bo?

—¡¿Bo?! —repitió él.

Bo se llama al palo que se utiliza para practicar… —pero al notar el trote del caballo, volvió a susurrar—: Ay, Dios mío, ¡me voy a caer!

Él sonrió y la asió con fuerza.

—¿Qué tal si dejáis de mirar al suelo y disfrutáis del paisaje? Todo lo que nos rodea es hermoso ¿no lo veis?

—No. No veo nada… No veo nada…

El nerviosismo, su voz de desconcierto y la gracia con que gesticulaba, divirtió a Declan; que intentó modular su voz en un tono suave.

—Claro que podéis. Sólo tenéis que relajaros y confiar en mí. Os aseguro que mi caballo y yo somos dos caballeros, aunque de distintas razas.

Aquello atrajo la atención de Montse. ¿Aquel hombre sonreía y sabía bromear? Agarrándose a las crines, se volvió para decir algo; pero su ímpetu y el trote del caballo, provocó que propinara un cabezazo al hombre que tenía a su espalda quien, en un acto reflejo, separó una mano de su cintura para tocarse la nariz.

—Ah… ¡Que me caigo! —gritó ella, y rápidamente él la agarró de nuevo. Una vez se sintió segura, se volvió con cuidado hacia él—. Ay, Dios mío de mi alma y de mi existir, ¡qué leñazo que os he dado! ¿Os he hecho daño?

—No os preocupéis, ha sido un golpe sin importancia.

Pero Montse, convencida de que tenía que dolerle más de lo que decía, levantó sus manos y las posó sobre su rostro para obligarle a mirarla.

—Espera, digo… esperad un momento, por favor. Dejadme veros un instante.

Sin moverse, Declan dejó que aquella extraña con la que no tenía nada en común, le tocase la cara. Llevaba años sin tener aquel tipo de cercanía con nadie, a excepción de las prostitutas con las que de vez en cuando se desahogaba. Aunque aquéllas no se parecían en nada a esa mujer que, con gesto de preocupación, le revisaba el rostro y le tocaba con unas manos suaves. Muy, muy suaves.

—Vale. No os he hecho nada en la tocha —suspiró aliviada.

—¡¿Tocha?! —preguntó divertido y complacido por aquella cercanía.

—La nariz, señor, la nariz.

Estuvieron callados unos segundos, hasta que ella rompió el silencio.

—¿Cómo se llama vuestro caballo?

Kross.

—¿Cuántos años tiene?

—En primavera hará cinco.

Durante el resto del camino Declan le habló de sus caballos y, aunque Montse no se enteraba de nada de lo que decía, disfrutó de la conversación y de su cercanía. Parecía mentira que aquél que ahora reía y bromeaba con ella, fuera el mismo hombre que luego en su castillo la mirara con continua desaprobación. Por ello, cuando el castillo de Elcho apareció ante ellos, sintió el mordisco de la desilusión. Sabía que aquel fortuito encuentro había sido algo excepcional y que, difícilmente, se volvería a repetir.

Una vez en los establos, Declan desmontó con cuidado. Después le tendió los brazos para bajarla.

—Tranquila, señorita Crawford, seguid confiando en mí.

Y una vez en el suelo, feliz por no haberse dejado los dientes en el camino, palmeó el lomo del caballo.

—Debería aprender a cabalgar.

—¡¿Yo!? No, no. No lo necesito.

—¿No lo necesitáis? —preguntó sorprendido.

—No.

—Yo os podría enseñar si queréis.

—Os lo agradezco, señor, pero no. Estoy segura de que cuando me marche de aquí, el caballo volverá a ser algo prescindible para mí —dijo al pensar en las comodidades que le proporcionaría el siglo XXI. Pero al ver cómo la miraba, ahondó en la explicación—. De verdad, señor Carmichael, os lo agradezco; pero no. De todas formas muchas gracias por el paseo. Ha sido muy agradable cabalgar con vos.

Él no respondió. Sólo se limitó a asentir con la cabeza y seguirla con la mirada mientras ella se marchaba.