Permanecer en aquel lugar sin tener nada que hacer era, como mínimo, incómodo. Y ésa fue la sensación que tuvo Montse esa mañana. Para su desgracia, después de analizar con sus amigas todos los pros y los contras de trasladarse al hogar de la madre del duque, Juana se volvió a marchar, dispuesta a conquistar a Alaisthar, y Julia, nada más ver a Fiona, se enfrascó con ella en una conversación sobre plantas; su hobby favorito.
Aburrida y curiosa por todo lo que la rodeaba, Montse se dedicó a deambular por el interior del castillo. Sin poder remediarlo, entró en el gran salón y fue directa hasta el cuadro del duque. Los fríos y sensuales ojos de Declan Carmichael parecían tener vida, la observaban. Se metió la mano en el bolsillo de la falda y tocó su iPhone y el colgante. Con dedos temblorosos, sacó la joya y la miró. Era exactamente igual a la del retrato.
—¿Qué quiere decir esto? —susurró, confusa.
Lógicamente, no recibió contestación y, tras observar el retrato durante un breve espacio de tiempo, decidió abandonar el salón y salir al jardín, donde se encontró con Maud.
—Hola, princesa —saludó con afabilidad.
—Hola, Cindy. ¿Juegas conmigo?
—¿A qué?
La niña, con su gracioso porte, levantó el mentón.
—A las muñecas.
Sentándose en el suelo con ella, Montse asintió al ver las toscas muñequitas de madera y unas pequeñas y delicadas tacitas de porcelana sobre una bandeja. Durante un buen rato jugó con la cría, envueltas en una atmósfera de alegría y bienestar. Maud estaba preciosa cuando sonreía y se parecía mucho a su padre, aunque éste fuera un borde. Poco después Juana se unió a ellas.
—¿Puedo jugar yo también?
Las tres disfrutaron de una soleada y fresquita mañana de septiembre hasta que Colin avisó a la pequeña de que su abuela la buscaba. Una vez solas, las jóvenes decidieron acercarse a las cuadras.
—Madre mía, qué bicharracos más bonitos. ¿Has visto a ese caballo blanco? Se le ve elegante y majestuoso. Es una maravilla.
—Sí, mi niña. Pero no sabemos montarlos, aunque tampoco creo que sea tan difícil. Será como todo, cogerle el tranquillo.
Fue escuchar aquello y Montse comenzó a temblar.
—Ni loca me subo yo a un pura sangre de éstos. ¿Tú te has fijado en la altura que tienen?
Después de contemplar durante un buen rato a los jamelgos, se fijaron en unos burros oscuros. Con una pícara sonrisa en los labios, Montse miró a su amiga.
—Éstos son más bajitos. Creo que podría atreverme con ellos. ¿Te animas?
—¡Ni loca!
Montse se acercó a uno para hablarle cerca de la oreja y acariciarle el hocico.
—Si no te mueves y me dejas subir, prometo traerte algo de comer la próxima vez.
El burro la miró y apenas se movió. Dispuesta a conseguir sus intenciones, lo intentó primero por el lado derecho; imposible. Después por el lado izquierdo; peor. Pidió ayuda a su amiga y ésta procuró echarle una mano, pero el impulso que cogió fue tan brusco que saltó por encima del burro y cayó despatarrada por el otro lado. Muertas de risa y en medio de un descomunal escándalo, las encontró Agnes; la criada que Montse había conocido la noche anterior.
—¿Pero qué os pasa?
Con los músculos del abdomen doloridos de tanto reír ante la ridícula situación, Montse se levantó y se quitó las pajillas del pelo.
—Ay, Agnes, qué risa. Intentaba subirme al burro, pues nunca he montado en ninguno, y ha sido imposible. Lógicamente, al caballo ni lo intento. Me mato.
—Esta chica es un pato mareado —se mofó Juana, riendo.
Agnes las miró sorprendida ¿Nunca se había subido a un burro o a un caballo? Pero como tenía prisa, no dijo nada al respecto.
—Necesito que vengáis conmigo para ayudarnos con la comida.
Sacudiendo sus faldas, las dos jóvenes asintieron y, entre risas y bromas, siguieron a la criada.
—¿Qué haremos hoy de comida? —preguntó Montse, una vez en la cocina.
—Pollo en salsa —contestó Edel, que entraba en ese momento con un manojo de hierbas frescas en la mano.
—Um… ¡Qué rico! —se relamió Juana—. Un día os haré una salsita de mi isla que se llama «mojo picón».
—¿Mojo picón? —preguntó Edel, sorprendida.
—Sí. Es una salsa canaria con la que acompañamos muchos platos de la isla, pero sobre todo está muy sabrosona con papas arrugás. En mi tierra es tan popular que hasta tiene su propia canción.
Y, ni cortas ni perezosas, Montse y Juana comenzaron a cantar mientras se movían al ritmo de la música. Las criadas las miraban como si estuvieran locas.
Mojo Picón, Mojo Picón…
La rica salsa canaria se llama Mojo picón…
Diez minutos después, después de hacer bailar a las dos mujeres, que se morían de la risa ante semejante locura, Agnes volvió al tema de la comida del día.
—Entonces, ¿os gusta el pollo?
—¡Nos encanta! —confirmó Montse—. Venga, en qué podemos ayudar.
—Seguidme.
Con la sonrisa en los rostros, las cuatro muchachas se dirigieron al corral llevando con ellas un cesto. Pero cuando Agnes abrió la puerta del gallinero, las dejó sin palabras.
—Matad seis pollos y, cuando los tengáis desplumados, los lleváis a la cocina.
—¡¿Cómo?! —gritaron las dos al unísono.
—Que cojáis seis pollos y cuando los tengáis preparados, los llevéis a la cocina para guisarlos.
Las muchachas se miraron. ¿Cómo iban ellas a matar a los pobres pollos?
—Ni de coña me cargo yo a un pollo —susurró Montse en español a su amiga.
—Ay, mi niña, yo tampoco soy capaz —respondió Juana observando a los animales.
Al verlas paralizadas en mitad del gallinero, Agnes y Edel cruzaron una significativa mirada.
—¿Qué ocurre?
Montse fue la primera en responder, con la cara totalmente descompuesta.
—Yo… Yo no puedo matar a un pollo. ¡Pobrecillo! Nunca he matado uno y no me siento con la suficiente capacidad mental ni moral como para hacerlo. Es más, creo que si lo hiciera, no podría dormir el resto de mi vida.
—Animalitos… ¿No os da pena? —murmuró la canaria, a punto de llorar.
Con la guasa en la boca, Agnes agarró a un pollo con tanta celeridad que dejó atónitas a las dos españolas y, sin darles tiempo a reaccionar, le dio un certero golpe en el cuello y lo dejó seco. El chillido de terror que soltaron impresionó a las criadas.
—Ay, Dios mío… Que se lo ha cargado —gritó Montse—. No puedo… ¡No quiero mirar! —exclamó Juana horrorizada.
—Creo… Creo que me estoy mareando —susurró Montse, apoyándose contra la pared del gallinero.
Ver al pobre bicho, que segundos antes corría feliz por allí colgando ahora de las manos de la joven, les revolvió el estómago. Las escocesas no podían creer lo que oían, así que Agnes se limitó a meter al pollo en el cesto.
—Pero Cindy ¿no decías que te gustaba el pollo? —preguntó anonadada.
—Sí, me gusta. Pero yo…
—No os entiendo. No habéis montado a caballo ni en burro y tampoco matáis pollos; ¿pero de donde decís que sois? —preguntó Agnes.
—De España.
—¿Y en España no hay pollos?
—Sí, pero yo nunca los había cogido directamente del corral —susurró Montse.
—¿Y de donde los coges? —pregunto Edel, recordando la extraña conversación que había mantenido con ellas el día que las conoció.
—Del supermercado —respondió Juana.
—¡¿Supermercado?! —repitieron las jóvenes.
—Sí… Bueno, del mercado —aclaró Montse—. Allí compramos todo, como vosotras.
Al ver a las chicas tan confusas y darse cuenta que seguían sin comprender nada, Juana aclaró el tema como pudo.
—Sé que suena raro, pero yo el pollo lo cocino cuando ya lo han matado y desplumado otros. Como mucho lo troceo.
Edel y Agnes entendían cada vez menos ¿De dónde habían salido aquellas mujeres?
—Ay, Dios —se quejó Montse acercándose a ellas—. Sé que no nos entendéis, pero la verdad es que nosotras nunca hemos matado a un pollo ni a ningún otro animal. Entiendo que os resulte extraño, pero es la verdad.
—Entonces… ¿Sois de la realeza? —expuso Agnes, sorprendida.
—¡No! —susurró Montse, consciente de lo difícil que era explicar su situación sin que todo el mundo pensara que estaban locas.
—No, no, para nada… —negó la canaria—. Somos clase obrera, como vosotras, pero los pollos o cualquier otro animal llegan a nuestras manos muertos. Vamos, que hay personas que los matan y luego nos lo pasan ¿lo entendéis ahora?
—Todavía seguís con la locura de que venís del año 2010 —se burló Edel.
Montse y la canaria se miraron ¿Qué decirles? Pero antes de que pudieran responder algo, las dos criadas se encogieron de hombros.
—Nosotras limpiamos muy bien. Donde vivimos somos las encargadas de la limpieza. Si queréis, vosotras cocináis y nosotras limpiamos, ¿os parece? —cambió de tema Montse.
—¡Qué buena idea! —aplaudió Juana.
Pero aquella buena idea, después de más de dos horas de rodillas limpiando el suelo con un paño y jabón de sosa, comenzó a dejar de serlo.
—¡No siento las rodillas! —se quejó Montse sentándose en el suelo—. Y encima he perdido tres uñas postizas.
—«Nosotras limpiamos bien…». «Nosotras limpiamos bien…» —protestó la canaria a su lado—. ¿Cómo se te ocurre decir eso? ¡Odio limpiar!
—¿Prefieres matar pollos?
—No.
—Pues entonces no te quejes y sigue fregando.
En ese momento se abrió la puerta de una habitación y de ella salió Declan Carmichael.
—¿Limpiáis o chismorreáis? —preguntó al verlas tiradas en el suelo.
—Si éramos pocos, parió la burra —protestó Montse en español al verle. Pero dándose la vuelta se mordió la lengua. Si le contestaba, estaba segura de que no sería nada bueno.
Pero Declan había escuchado algo y, consciente de su superioridad, se puso junto a la descarada de pelo castaño.
—Os he oído relatar. ¿Qué habéis dicho?
Juana la miró de reojo y le indicó que se callara.
—Dije que quería veros fuera de mis tierras, no en mi casa chismorreando y perdiendo el tiempo. ¿Acaso no os acordáis?
Semejante tono de voz, tan desagradable, fue lo que hizo colmar el vaso de la paciencia de Montse que, levantándose del suelo como un resorte, se encaró con él.
—Por supuesto que lo recuerdo, señor. ¿Cómo podría olvidarlo?
—¿Seguís con vuestro comportamiento altivo? —preguntó mientras observaba las huellas de su rostro, producidas por la caída de la noche anterior.
—No, señor. Sólo os estoy respondiendo.
Durante unos segundos, Declan y Montse se fulminaron mutuamente lanzando rayos por los ojos. A ella casi se le paró el corazón. Aquel hombre no era el más guapo que había conocido en su vida, pero era tan atractivo y desprendía tanta personalidad, que la noqueó.
Declan, al sentir la presión de su mirada, la observó confundido. Aquella mujer de ropas viejas y modales lamentables tenía algo que le atraía. La fuerza de sus pupilas lo desconcertaba. Retuvo la vista en su boca y reparó en la herida.
—¿Os duele? —preguntó en un tono de voz más suave.
Montse, acalorada, y no solo por la discusión, se llevó la mano a los labios y negó con la cabeza.
—Tened más cuidado de ahora en adelante.
—Lo tendré —susurró Montse, confundida por aquella aterciopelada voz.
—Ahora volved a vuestros quehaceres —indicó, regresando a su tono áspero—. Y ya que estáis aquí y os doy cobijo y sustento, hacedlo bien.
Como despertando de un sueño, corto pero intenso, Montse levantó la mirada y gruñó.
—Lo hago lo mejor que sé ¿No lo veis?
Él miró el suelo y se encogió de hombros.
—Si os emplearais más, podríais hacerlo mejor.
—¡Pero este tío es tonto ¿o qué?! Mira que le mando a freír espárragos y me importa un pimiento lo que pase —bufó Montse en español.
—¿Qué habéis dicho? —preguntó Declan, molesto por no entenderla.
La canaria, consciente de la que se podía liar si no paraba a su amiga, se levantó.
—Disculpad, señor, Cindy ha dicho que nos emplearemos más en ello.
Declan no la creyó. Sólo había que ver la cara de enfado de la descarada para saber que había dicho cualquier cosa menos aquello.
—Tened cuidado con lo que decís o vuestro comportamiento no quedará impune ¿Me habéis oído? —masculló en tono glacial.
—Sí, señor —respondió ella, restregando el suelo con fervor.
—Señor, en cuanto a lo de marcharnos —prosiguió la canaria—, no os preocupéis. Lo haremos en breve; en cuanto vuestra madre regrese a su hogar.
—¿Mi madre? ¿Qué tiene que ver ella en esto?
—Nos ha ofrecido trabajo en su residencia —siseó Montse, conteniendo el impulso de restregarle el paño sucio en la cara.
Declan asintió y pasó por encima de lo que estaba mojado para desaparecer de allí con grandes zancadas, sin decir nada más.
—Es que… Es que… ¡Le daba cuatro bofetadas y que me quedaba como Dios! —protestó Montse levantándose.
Juana se agachó de nuevo y suspiró. Metió de nuevo el paño en el cubo con agua y, tras escurrirlo, miró a su amiga que aún continuaba de pie en acritud guerrera.
—¿Qué te parece si cantamos un poquito el mojo picón?
Montse sonrió.