No tuvieron tiempo de pensar ni de reflexionar. Un nutrido grupo de gente bajaba corriendo por la calle, entre la que Montse reconoció a varias de las mujeres que habían visto en la plaza. Sin saber por qué, las tres emprendieron la carrera.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Julia, sin aire, entre el gentío.
—No lo sé, pero corre —gritó Montse, tirando de la mano de Juana.
El griterío de la multitud era atronador. Mujeres, hombres y niños corrían de un lado a otro, perseguidos por unos hombres a caballo. De pronto la tranquilidad del lugar se tornó en locura. Las casuchas comenzaron a arder, la gente caía ensangrentada a su alrededor y ellas no sabían hacia donde escapar. Bloqueadas como nunca en la vida, se pararon ante un hombre que blandía una espada y se la clavaba a otro en el pecho. En esos momentos, Montse escuchó el grito de una mujer. Al volverse se encontró que había sido emitido por la chica con la que habían hablado minutos antes; intentaba desasirse de dos hombres que la tenían retenida. Sin pensárselo dos veces, se acercó a aquéllos y dio una patada en el estómago al primero, que lo dejó doblado, y un puñetazo al otro, que lo noqueó.
—¿Pero qué ocurre aquí? —gritó a la muchacha.
La chica, con el horror y el miedo reflejado en el rostro, salió corriendo en dirección al bosque.
—¡Seguidme si queréis vivir! —las recomendó.
Sin dudarlo ni un instante, Montse dio un empujón a sus bloqueadas amigas y las hizo correr tras la muchacha. Las ramas les arañaban la cara y los brazos, pero ellas continuaban avanzando a toda velocidad sin mirar hacia atrás, mientras escuchaban el crepitar del fuego que devoraba las cabañas y los gritos de la gente asustada. No supieron durante cuánto tiempo mantuvieron aquella alocada carrera, pero sus piernas parecían no querer parar. Ya empezaba a amanecer y, por la premura de la joven que les precedía, intuyeron que alguien las perseguía. La mujer se paró, con un aspecto terriblemente desmarañado y la mirada desencajada, para estudiar el paisaje a su alrededor. De pronto dio un salto y retiró unas ramas de una piedra.
—¡Dentro! ¡Rápido! —las apremió.
Juana y Julia, fueron las primeras en entrar, seguidas por Montse y la muchacha que, una vez a cubierto, soltó las ramas. Las telarañas de la pequeña cueva se pegaron rápidamente a sus cabellos y caras y, si no hubiera sido porque Juana tapó la boca a Julia, ésta hubiera gritado como una loca. Odiaba a los bichitos. La joven se puso un dedo sobre los labios para pedirles silencio y, aunque ellas no entendían lo que estaba pasando, obedecieron. Segundos después escucharon el galope de varios caballos y a un hombre que voceaba a gritos sus órdenes.
—Vosotros buscad por aquel camino. Nosotros continuaremos hacia la derecha.
Poco después el ruido de los caballos se alejó y el silencio del bosque inundó el lugar. Julia y Juana, acurrucadas en aquel pequeño espacio, se miraban con los ojos como platos mientras la joven a la que habían seguido respiraba con dificultad. Ninguna habló hasta pasados bastantes minutos. Los primeros rayos de sol entraron a través del ramaje y Montse acaparó la mirada de la muchacha.
—No sé quién eres ni por qué nos perseguían esos hombres, pero quiero que empieces a explicármelo ahora mismo —susurró.
La joven, que ya había recuperado el resuello, asintió y se sentó en el suelo retirándose el enmarañado y sucio pelo rojo de la cara.
—Me llamo Edel Givens y vivo cerca de Perth. Teníamos que haber partido de Edimburgo con mi señora, pero hace unos días mi hermano Colin y yo nos enteramos de la muerte de un familiar y aplazamos nuestro regreso al castillo para expresar nuestras condolencias a sus hijos; entonces unos malhechores nos atacaron. —Con los ojos plagados de lágrimas, continuó—: Creo… Creo que mataron a mi hermano y, a mí, según averigüé por la conversación que escuché entre dos de los asaltantes, John Kilgan pretendía venderme al mejor postor. Luego aparecisteis vosotras con vuestras raras preguntas y, después, unos guerreros atacaron a mis captores, momento que aproveché para escapar. El resto, ya lo conocéis.
Las tres amigas se miraron incrédulas. ¿Guerreros? ¿Malhechores? ¿Pero qué estaba contando aquella chica? La muchacha hizo amago de levantarse ante el silencio que habían provocado sus palabras.
—He de regresar a mi hogar e informar de lo ocurrido. No quiero que nadie se angustie más de lo que deben de estar ya. ¡Oh, Dios, mi señora tenía razón! Deberíamos haber regresado al castillo con ella y esperar a que el tema de la Corona se solucionara.
—¿Qué tema de qué corona? —preguntó Montse.
—Sí. Hasta que los clanes se reúnan y decidan si aprueban o rechazan que los Orange sean nuestros futuros reyes.
—¿Orange? —preguntó Juana desconcertada—. ¿Pero todavía andáis con esas por aquí? Pero, mi niña, ¿de qué Orange hablas?
Al escuchar aquella pregunta, la muchacha las miró extrañada.
—¡De quiénes va a ser! De los que quieren destronar a Jacobo II. María, su hija y Guillermo son…
—Pero ¿qué dices? —interrumpió Julia—. Yo no soy ninguna lumbreras de la historia, pero sí sé que la reina es Isabel II; ya sabéis, la ex suegra de lady Di y Sarah Ferguson.
Ahora la sorprendida era la muchacha, que respondió en un susurro con un gesto indescifrable.
—¿Quién son Isabel II, lady Di y Sarah Ferguson? —las tres amigas se miraron y la joven continuó—. María y Guillermo de Orange quieren alzarse con la soberanía de Escocia, y anexionarla a su reino, junto con Inglaterra e Irlanda. ¿De qué habláis vosotras?
La cara de estupor de la canaria era todo un poema. Montse fue a contestar, pero Julia se le adelantó.
—Ay, Dios mío ¿Pero en qué mundo vive esta chica?
Edel, convencida de que aquellas muchachas estaban todavía más descentradas que ella, se recogió el pelo en una trenza antes de continuar con su perorata.
—No sé de lo que estáis hablando vosotras, pero lo que sí sé es que María II es hija de Jacobo II, de la dinastía de los Estuardo, y Guillermo procede de la rama de los Orange. Se desposaron hace unos años y…
—Edel —interrumpió Montse—. ¿En qué año estamos?
—En 1689.
—Ay, Dios, que me da un tabardillo —murmuró Montse dándose aire con la mano.
Al escuchar aquello, Juana se arrodilló como una flecha y gritó enloquecida.
—¡¿Cómo?! Pero… ¿Qué dice esta flipada? Cómo vamos a estar en 1689 si estamos en 2010.
—¡¿2010?! —murmuró Edel, boquiabierta, mientras la canaria continuaba.
—Pero bueno, que España acaba de ganar el mundial de fútbol, que se clonan ovejas, que Obama es presidente de los Estados Unidos y que Hugh Grant cumple cincuenta años ¿Cómo vamos a estar tropecientos años atrás? —sacándose algo del bolsillo miró a la muchacha y gritó—. ¡Mira!, esto es una Blackberry de última generación y, que yo sepa, en la época que tú dices que estamos no existían estos chismes. ¿O me equivoco?
—¡Ay, mi Pepe! ¿Dónde está mi Pepe? —exclamó Julia al pensar en su marido.
La joven miró con curiosidad lo que Juana le enseñaba en la mano. Nunca había visto nada igual. Sorprendida se sentó y las escuchó hablar.
—La gitana. Esto es culpa de tu jodía gitana —siseó Julia, mirando a su amiga—. Pero ¿qué narices has deseado?
—¿Yo? —susurró Montse, blanca como la nieve.
—Sí, tú. Y ahora no me pongas cara de tonta, que tú pediste los deseos —gritó Julia. Montse, perdió los nervios ante una situación tan surrealista.
—Os recuerdo, ¡guapas!, que tú, querías una aventura impensable y tú, hombres, lujuria y desenfreno —dijo señalando con el dedo, primero a Julia y después a Juana.
—¡Madre del amor hermoso! —susurró la canaria al escucharla—. Cómo encontremos todo eso, ¡apañadas vamos!
—Pero… yo estoy casada ¡Ay mi Pepe! Pensará que le he abandonado —gimió Julia.
Montse, consciente de que aquello era peor que una película de serie B, miró a sus amigas y, como siempre que se bloqueaba, comenzó a tararear una canción. Eso la tranquilizaba, pero al ver la mirada asesina de Julia, calló.
—Pediste conocer al hombre que aparecía en tus sueños y que esto durara tres meses. ¡Hasta Navidad! —ironizó la canaria—. Ay, mi niña, dame un guantazo a ver si me despierto. Me he debido de dar un mal golpe y estoy soñando algo que no es.
—No me tientes… —bufó Montse descolocada.
—¡Vamos a morir! —gimió la canaria teatralmente.
—Pedí dos deseos ¡me queda uno! —chilló Montse al percatarse de aquello—. ¡Erika, La Escocesa, escúchame! Tengo un deseo pendiente por pedir y mi deseo es que regresemos a nuestra época ¡ya! ¿Me has escuchado? Maldita sea…
Durante unos segundos las muchachas esperaron, a ver qué ocurría.
—Me parece que no te ha escuchado —dijo por fin la canaria al ver que todo seguía igual.
—¡Gitana! —gritó Julia—. ¡Manifiéstate! ¡Da la cara!
Montse era consciente por primera vez de que aquello estaba ocurriendo de verdad.
—Erika dijo que esto era Escocia, tierra de leyendas, y que lo imposible podía hacerse realidad, y…
—¿Y cómo vamos a apañarnos aquí todo ese tiempo? —gritó descompuesta Julia—. ¿Cómo vamos a sobrevivir? Y sobre todo, ¿qué le explico yo a mi Pepe cuando regrese?
—Por Dios, ¿quieres dejar de mencionar a tu Pepe? —gruñó Montse.
—¡No, no quiero! —gritó Julia.
—¡Ni de coña estoy yo tres meses aquí! —se quejó Juana.
Edel, hasta el momento había permanecido callada escuchando aquella jerga incomprensible mientras aquellas movían las manos y hacían gestos extraños.
—¿Qué os ocurre? ¿A qué se debe esta algarabía? —dijo, por fin.
Las mujeres al escucharla la miraron y, con el rictus desencajado, intentaron durante horas hacer entender a la muchacha lo que ellas mismas no podían comprender.