Los días que estuvieron en Perth fueron maravillosos y disfrutaron de la bonita y mágica ciudad, pero Montse no se relajó. Sólo podía pensar en lo ocurrido y en lo extraño de toda aquella situación. No había vuelto a soñar con el hombre, pero inexplicablemente no podía dejar de pensar en él. Visitaron el castillo de Huntingtower y el Palacio de Scone, pero no volvieron al Castillo de Elcho. Montse se negó. Incomprensiblemente, aquel lugar ahora la asustaba y no entendía el porqué.
Días después regresaron a Edimburgo. Una vez en el cómodo y confortable hotel Nuevo Estilo, Juana preguntó desde la ducha:
—¿A qué hora es la cena medieval?
—El bus nos recoge en la recepción a las cinco y media. La cena comienza a las siete y se celebra en un recinto junto al puerto de Leith.
—Todo ello suponiendo que no nos lleve el aire y no llueva. Creo que va a caer una buena —dijo Montse mirando por la ventana mientras se tocaba el colgante—. ¿Habéis visto el viento que hace hoy?
En ese momento Juana salió del baño.
—Os recuerdo que a Edimburgo se la conoce como la Ciudad de los Vientos —dijo, en plan maestra de escuela—. Venga, poneros vuestras galas medievales y vayamos a pasarlo bien. Con un poco de suerte hoy le subimos la falda a alguno con gaita y vemos si llevan tanguita o no.
Se vistieron con la indumentaria que habían comprado para la ocasión y bajaron a la recepción arrastrando sus faldas largas. Desde allí un autobús las llevó, junto a cientos de transeúntes, hasta el puerto de Leith. Querían divertirse.
La cena fue curiosa. Todo el mundo iba vestido para la ocasión y parecían que estaban en plena época medieval. Degustaron productos típicos de la zona, mientras unos hombres vestidos con armaduras recreaban combates medievales y, tras el espectáculo, aún sobraba tiempo para pasear por el pequeño mercadillo medieval. Un lugar donde, además de poder comprar baratijas, se podía encontrar queso, whisky o jabones artesanales de diferentes olores.
El iPhone que Montse llevaba en el bolsillo de la falda sonó y, como era de esperar, era Jeffrey. Suspiró y descolgó.
—Hola, nena. ¿Cómo va tu viaje?
—Maravilloso —respondió escuetamente—. ¿Qué quieres?
Sintió la duda de su ex novio al otro lado del auricular y se alertó. Le conocía muy bien. Esa actitud no era normal.
—Jeffrey, ¿qué quieres? —Volvió a preguntar.
—Estoy cenando con Martha y Constantino y me acordé de ti. ¿Vuelves mañana? ¿Quieres que vaya a buscarte al tren?
«No, por Dios. Ya volvemos a las andadas…», pensó con desesperación.
—Mira, Jeffrey, no sé cuándo voy a volver y… —mintió, pero él la interrumpió.
—Nena, cuando regreses tenemos que hablar. Hay algo que quiero decirte personalmente. Por favor, por favor, cuando estés en Londres, llámame.
El tono de aquel ruego la inquietó.
—¿Qué ocurre Jeffrey? —no pudo evitar indagar.
—Cuando vuelvas hablamos.
—No —exigió ella—. Dime qué pasa, ahora. Por el timbre de tu voz sé que es importante.
Montse escuchó a su ex resoplar.
—Montse —le explicó él—. Estoy saliendo con alguien y me gusta mucho. Sólo quería decirte que lo nuestro se ha roto definitivamente y…
—¡Pero eso es perfecto! —le interrumpió con alegría al escucharle.
Sin embargo, el corazón le saltó en el pecho al recordar que días atrás, cuando compraba el colgante, la anciana le dijo que podía pedir un deseo; exactamente ésa había sido su petición.
—Nena, yo te he querido mucho, pero Hanna ha aparecido en mi vida y…
—No tienes que darme explicaciones —repitió al sentir su voz cargada, feliz por lo que él había confesado—. Creo que haces muy bien saliendo con otras mujeres y enamorándote de ellas. Lo nuestro se había acabado y tú lo sabes ¿verdad Jeffrey?
—Sí, lo sé. Pero quería ser sincero contigo y contártelo en persona.
Tras mantener con él una interesante charla, Montse cerró el iPhone con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Qué ocurre? —preguntó Juana.
—Chicas, ¡Jeffrey se ha enamorado! Me ha llamado para decirme que ha conocido a una tal Hanna y que, ¡pasa de mí!
Sus amigas al escuchar aquello, la miraron sorprendidas y aplaudieron divertidas.
—Pues listo. Un capítulo más de tu vida, cerrado —murmuró Julia.
—Ay, mi niña, cómo me alegro —susurró la canaria con dulzura a su amiga, que estaba feliz por aquella noticia.
Montse miró hacia el cielo. No se vislumbraba ni una estrella y, por lo rápido que corrían las nubes ante la resplandeciente luna llena, supuso que iba a llover.
—Creo que deberíamos volver al hotel, o nos empaparemos hasta los huesos.
Pero Julia ya había visto algo que le encantaba y gritó emocionada.
—Anda… Allí hay una gitana que lee el tarot. Vamos.
Sin esperar respuesta, corrió hacia la pequeña tienda amarilla. Sus amigas la siguieron y, antes de entrar en ella, comenzó a llover. La gitana les hizo sentar mientras miraba a Montse con curiosidad. Primero leyó la mano a Julia y después a Juana. Cuando le tocó el turno a Montse, ésta negó con la cabeza.
—No, gracias señora. Yo no quiero saber nada de esto.
La mujer sonrió ¡Era ella! Le tomó la mano aun a pesar de sus protestas.
—¿Aún sigues sin creer en estas cosas, princesa?
Montse, al escuchar aquello, miró a la gitana a la cara por primera vez. Aunque su rostro estaba envejecido y ajado y el pelo se había vuelto canoso, aquellos penetrantes ojos violetas le hicieron recordar su nombre.
—¡Erika, La Escocesa! —gritó.
—Sí, cielo… Soy yo.
Conmovida por el gesto de felicidad que vio en la joven, la gitana se levantó y la acercó a su pecho. Ambas se fundieron en un abrazo lleno de calidez y amor. Un amor que, durante años, la gitana había ofrecido desinteresadamente, a espaldas del padre de la pequeña, cada vez que era su cumpleaños, llegaban las Navidades o se le caía un diente.
—¿Os conocéis? —preguntó Julia, sorprendida.
Las dos asintieron y Montse murmuró emocionada.
—Erika fue mi ángel de la guarda durante mi infancia, ella fue quien me enseñó que cantando, a veces se olvidan las penas y los problemas.
La gitana se emocionó al escucharla, pero quitó importancia a sus palabras y rió, mientras no perdía detalle y se fijaba en su colgante.
—No hagáis caso a mi princesa. Ella es una mujer valiente y especial. Yo solo estuve a su lado para besuquearla.
Feliz por aquel reencuentro, Montse miró a la mujer y respondió aún incrédula.
—Pero… ¿tú qué haces por estas tierras?
—Ya ves… Regresé a mi hogar, Escocia. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí? Lo último que supe de ti fue que vivías en Londres —repuso sentándose en una silla.
—Y allí vivo. Trabajo en una tienda de ropa de nuevos diseñadores, EBC. Aquí sólo estoy de vacaciones con mis amigas.
La gitana parecía encantada con lo que le contaba.
—Veo que te has convertido en una mujer tan preciosa como las que salen en las revistas. —Montse sonrió al entenderla—. ¿También te gusta tu trabajo?
—Sí, pero aún no he conseguido vivir en un castillo —se burló de sí misma, al reconocer que las preguntas de Erika obedecían a los deseos que pidió en su día.
—Bueno, cielo, dos de tres no es un mal porcentaje de aciertos, ¿verdad? Y, quién sabe, el tercero aún se puede cumplir.
Divertida por aquello, Montse abrazó a la gitana.
—Venid conmigo. Vamos a mi caravana —las invitó.
Durante más de una hora, permanecieron dentro charlando y recordando los buenos tiempos. Montse y Erika estaban poniéndose al día sobre sus respectivas vidas, cuando el sonido del viento llamó la atención de todas.
—Ufff, ¡qué viento se está levantado! —dijo Juana, al ver cómo se movía la caravana.
—No te preocupes —rió la gitana—. Es lo normal por estas tierras.
La luz hizo amago de irse, pero regresó. Sólo hubiera faltado que se quedaran a oscuras.
—¡Ay, Dios! Erika —gritó Montse de pronto—. No me digas que la esfera que tienes allí es la misma de cuando yo era niña.
La gitana asintió. Montse se levantó y se acercó. Allí estaba aquella bola de cristal transparente que, durante años, había venerado con autentico amor. Sin poder evitarlo posó sus manos sobre ella y sonrió. Mientras Juana y Julia cotorreaban, sentadas en un pequeño sillón, la gitana se aproximó por detrás y le preguntó:
—¿Quieres pedir tres deseos? La otra vez te gustó hacerlo.
Montse sonrió y la mujer cogió la bola y la llevó hasta la mesita para que todas la vieran. Las cuatro se sentaron a su alrededor y la gitana volvió a insistir.
—¿Quieres pedir tres deseos, cielo? Piensa que se han cumplido dos de los tres que pediste en su día y, mi niña, sigo pensado que tu felicidad te espera en el pasado. Por favor, no te lo niegues.
—¿Eso querrá decir que tengo que darle otra oportunidad a Jeffrey? —bromeó Montse al escucharla.
—¡Ni loca, mi niña! —respondió Juana.
Montse puso sus manos sobre la bola y aceptó el desafío con ganas de diversión.
—Ya sabes, Erika, que yo no creo en estas cosas —se defendió, a pesar de todo.
—Lo sé, princesa. Pero estás en Escocia, tierra de leyendas, y aquí lo imposible puede hacerse realidad —susurró la mujer, al tiempo que fijaba la vista en el colgante.
—Venga mujer, no seas sosa —recriminó Julia—. Pide una buena aventura para las tres. Algo impensable.
—Con hombres impresionantes, mucha lujuria y desentreno —apostilló Juana.
—¿Aventura impensable, con hombres, lujuria y desenfreno? —repitió Montse, sarcástica, y aquellas asintieron.
—¿Puedo pedir un deseo colectivo? —preguntó la joven, dejándose llevar por las tonterías que decían sus amigas.
—Sí —sonrió aquélla—. Nunca se sabe lo que se puede cumplir.
Un trueno hizo retumbar el suelo y Montse se sorprendió a sí misma cerrando los ojos y diciendo.
—Deseo conocer al hombre que aparece en mis sueños.
—Mmmmm ¡Qué romántico! ¿Puedes pedir otro hombre para mí? —sonrió Juana divertida.
—¡Vale! Incluyo un hombre para Juana en el lote. —Se rió al decir aquello.
—¿Tu segundo deseo? —preguntó la gitana de ojos brillantes, mientras la lluvia golpeaba el exterior de la caravana.
—Que esa aventura dure tres meses y esté acompañada por mis dos amigas.
—Oh, sí, ¡qué maravilla! —jaleó Julia la propuesta.
—¿Y tu tercer deseo? —volvió a preguntar la gitana.
Pero cuando Montse fue a responder, se escuchó un ruido infernal y la luz se apagó. Asustadas, salieron de la caravana. Un rayo había caído cerca y había partido un enorme roble en dos, además de ocasionar un apagón general en Edimburgo. Al ver la situación, Montse miró a la gitana.
—Creo que es mejor que nos vayamos, Erika ¿Estarás por aquí mañana? —dijo, agobiada por la situación.
—No te preocupes, cielo, me encontrarás.
—¡Perfecto! Mañana, antes de salir hacia el aeropuerto, pasaré a darte un beso.
Montse abrazó a la mujer y, junto a sus amigas, se encaminaron hacia donde les esperaba el autobús que las devolvería al hotel. Muertas de risa, y sumergidas en la oscuridad, se recogieron las complicadas faldas largas y corrieron por la orilla del embarcadero. De pronto, Montse tropezó contra alguien y, para no perder el pie, se agarró a sus amigas. Las tres cayeron a las oscuras aguas del puerto de Leith, debido al impulso.