El corazón de Montse latía a mil por hora cuando llegaron al castillo de Elcho. Estar en aquel lugar y poder tocar con mimo sus piedras, hizo que el corazón se le encogiera de emoción. Ante ella estaba la gran fortaleza del siglo XVI con la que soñaba desde niña. Apenas podía hablar. Sólo era capaz de admirar el entorno.
Sus amigas sonrieron al verla en aquel estado. Montse les había hablado muchas veces de aquel extraño sueño recurrente y entendieron su emoción.
—Bueno… ¿Qué te parece verlo en vivo y en directo? —preguntó Julia.
—Alucinante.
—¿Es como esperabas? —dijo Juana.
—Es aún mejor —balbuceó Montse, saliendo del coche.
Allí estaba el castillo, el bosque de flores multicolores y el paisaje. Los árboles entre los que, en su sueño, aparecía aquel hombre a lomos de su corcel negro.
Tardaron un buen rato en encontrar a los guardeses de la residencia para poder pagar la visita. Eran dos ancianos que, tras ofrecerles agua fresca, incomprensiblemente no les dejaron abonar la entrada. Como excusa esgrimieron que, al ser la única visita de ese día, estaban invitadas a ver con tranquilidad la fortaleza, los jardines y sus alrededores. Aquella actitud tan rara les resultó extraña, pero aceptaron encantas.
Recorrieron todas las dependencias sin prisa, aunque les fue imposible acceder a las habitaciones del piso superior, ya que el techo se había caído y estaba pendiente de su reconstrucción. En la planta baja visitaron la cocina, sonriendo al ver lo grande y espaciosa que era; husmearon en las habitaciones del servicio y bromearon cuando Juana, con una de sus payasadas, se tiró encima de uno de los camastros. Una de las estancias que más llamó su atención fue la salita, por lo soleada que era; unos grandes y rectangulares ventanales facilitaban la entrada de luz, que bañaba el interior de un color suave y especial.
Guía en mano, pasaron finalmente a otra pieza que enseguida identificaron como el salón principal. Allí había muebles de épocas pasadas, una gran chimenea y, sobre ella, varios retratos. Pero el que a Montse dejó estupefacta, fue el que estaba justo encima del enorme hogar. En él se veía a un hombre de pelo largo y oscuro, con desafiantes ojos castaños cuya mirada parecía traspasarla, junto a un impresionante caballo negro. Aquello le aceleró el corazón y le erizó el vello del cuerpo. No, no podía ser… ¿O sí?
Pero tras tragar con dificultad el nudo de emociones que colapso en su garganta, lo supo. Era él. Aquél era el hombre de sus sueños. El que cabalgaba hacia ella en el corcel oscuro y la miraba con pasión.
—¿Qué te pasa, mi niña? —preguntó Juana al verla respirar con dificultad.
Era la primera vez que Montse se quedaba sin palabras. No podía apartar los ojos de aquel retrato mientras a su alrededor un extraño silencio la hacía escuchar lenta y pausadamente el latir de su propio corazón.
—Es él —consiguió balbucear—. Es el hombre que aparece en mis sueños.
Sus amigas la entendieron de inmediato.
—Montse, hermosa, ¡si es que hasta en sueños te los buscas cañón! —respondió Julia en tono de guasa.
—Y que lo digas, mi niña —asintió la canaria mirando el retrato.
—Lo tuyo no tiene nombre jamía —continuó Julia—. ¿De verdad me estás diciendo que éste pedazo de tío, con más morbo que el mismísimo George Clooney, es el que irrumpe en tus sueños desde niña? —Montse, aún en estado de shock, asintió haciendo que Julia, sorprendida, murmurara para sí misma—. Si vuelvo a nacer, definitivamente quiero ser tú.
Montse no respondió, pero dio un paso hacia adelante para admirar el cuadro más de cerca. Por fin podía verle con claridad. Un extrañó júbilo la embargó, hasta que se fijó en que, del cuello de él, pendía un colgante muy parecido al que ella misma lucía.
—¡Ay, Dios! —gritó, asustando a sus amigas.
—¿Pero qué te ocurre ahora?
—Mirad su cuello.
—Vale no se depila —dijo Juana, bromeando—. Se le ven los pelillos por la abertura de la camisa pero, Montse de mi alma, en esa época no había metrosexuales. Se llevaban los hombres de pelo en pecho.
Julia al escucharla, sonrió.
—Es un machoman de los de antes. Vamos, un hombre… hombre, de los que a mí me gustan.
La cháchara de sus amigas les hizo sonreír.
—No me refiero a eso. Mirad el colgante que lleva al cuello ¿A que es muy parecido al que vosotras me habéis regalado?
Las tres muchachas, a pocos centímetros del retrato, examinaron con curiosidad el lienzo.
—Pues sí, linda. Si no es el mismo, es muy parecido —afirmó la canaria.
Cada vez más confusa, se alejó unos pasos del cuadro para estudiarlo desde la distancia. Pero seguía sin entender nada. Aún no sabía por qué soñaba con aquel hombre tan varonil y enigmático. Durante un rato hizo oídos sordos a los frívolos comentarios de sus amigas.
—Su mirada es impactante —murmuró finalmente—. ¡Me encanta!
—¿A quién no le va a encantar este tío? —respondió la canaria—. Pero por Dios, mi niña, ¿tú has visto como está el highlander? Está cuadrado el jodío, a pesar de esa cara de mala leche que se gasta.
Las tres mujeres, paradas frente a aquel retrato, continuaron hablando durante un buen rato hasta que Julia la agarró por la cintura.
—Montse, es la primera vez que estoy de acuerdo con tu gusto en cuanto a hombres —convino—. Éste es atractivo e interesante. Un auténtico highlander como los que salen en las novelas que leemos. ¡Ay Dios!, tiene toda la pinta de ser un macho de los de verdad; de los que a mí me gustan. Pero, cariño, siento decirte que el guerrero de ojos impresionantes y cara de bruto, escocés güenorro y resultón para más señas, creo que la diñó hace unos cuantos siglos. Me parece que no tienes nada que hacer.
Aquel comentario la hizo reaccionar y sonreír. ¿Qué locuras estaba pensando?, pero en ese momento, Juana interrumpió sus pensamientos.
—Según pone en este cartelito, el ojazos macizorro se llamaba Declan Carmichael, duque de Wemyss.
A Montse la sangre se le paralizó en las venas al escuchar aquel título nobiliario.
—¡¿Duque de Wemyss?! —preguntó en un hilo de voz, sintiendo que el corazón iba a saltar de su pecho al recordar a la anciana de la tienda de antigüedades.
—Eso pone aquí.
Con el susto reflejado en la mirada, les contó a sus amigas lo que la vendedora le había comentado respecto al espejo, al colgante y al duque de Wemyss. Eso les volvió a dejar boquiabiertas y de sus labios salieron mil especulaciones. Después de divagar frente al retrato, Julia se fijó en una especie de urna situada en un lateral del salón. Dentro había un papel amarillento con una enigmática leyenda.
—¡La madre del cordero! Mirad lo que pone en este pergamino. —Con rapidez, las chicas fueron hasta allí mientras ella leía—: «Cuando me mires a los ojos y escuches el latido de tu corazón, sabrás que soy yo». Firmado, Declan Carmichael, duque de Wemyss.
Las tres se miraron confundidas. Justo en ese momento, un trueno rasgó el silencio.
—Vámonos de aquí. ¡Rápido! ¡Ya! —susurró Montse sobresaltada.
Sin mirar atrás, las muchachas salieron del castillo. Los guardeses se despidieron y ellas desaparecieron en el coche que habían alquilado.
Montse miró hacia el cielo, que se había oscurecido, y del que empezaban a caer unas gotas enormes. Inconscientemente dirigió la vista hacia la derecha. Allí estaba el bosque de sus sueños, junto al lago Tay. Durante una fracción de segundo deseó ver aparecer al caballero en su corcel negro. Pero no. Eso no podía ser, ¿verdad?