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Un año y medio después

Barcelona presumía del Jardín de Laia. El resultado había sorprendido al propio Martí, que jamás hubiera imaginado que el trabajo de Omar alcanzara tanta belleza. Lo que había sido la residencia de Bernat Montcusí se había convertido en un lugar único. Se habían trasplantado árboles y arbustos ya crecidos, tapices de hierba; un regato, como un pequeño riachuelo, lo recorría de punta a punta. Estaba todo él cercado por una reja de hierro fabricada en las forjas de las atarazanas, regalo de sus operarios. Apenas hacía un mes lo había inaugurado la condesa Almodis acompañada de las altas jerarquías de la ciudad a cuyo frente estaba su veguer, Olderich de Pellicer.

Aquella mañana, una espléndida Ruth, a la que la maternidad había embellecido, caminaba llevando un rebujo, dentro del que iba una hermosa niña. Acompañaba a Martí, que no entendía el interés de su esposa, pues ya había visitado el jardín en varias ocasiones. «Hoy es un día especial», había dicho Ruth.

—Ya tienes que dar de comer a Marta y aquí no puedes —protestaba un Martí, padre reciente, enamorado de su hijita.

—No te preocupes de esta pedigüeña, que ya exige más que la condesa.

—Pero ¿adónde me llevas?

—Ya lo verás.

Recorrieron un sendero que serpenteaba entre los sicómoros y llegaron a la altura del crucero de mármol gris y basalto, levantado justamente donde años antes se había consumado la tragedia.

Martí se acercó curioso, porque en su base divisó algo que en su anterior visita no estaba. La lápida la había encargado Ruth al mejor cantero de Montjuïc. En letras de bronce encastadas, pudo leer:

Desde aquí voló al cielo Laia,

que siempre vivirá en el recuerdo

de quienes la conocieron.

Los ángeles deben estar con los ángeles.

Una lágrima asomó en los ojos de Martí. Él, que tantas vicisitudes y peligros había corrido, no podía dejar de emocionarse ante la muestra de generosidad de Ruth.

—¿Qué puedo hacer por ti para corresponder a tanto amor y a tanta grandeza de espíritu?

Ruth lo miró enamorada y luego dirigió su mirada a la pequeña que, ignorante de la situación, pataleaba alegremente.

—Dame una tierra, amor mío, en la que cualquier hombre pueda vivir libre, practicando su religión, y en la que no haya ni amos ni siervos. Una tierra en la que todos los ciudadanos sean iguales ante la ley y donde nadie pueda esclavizar a nadie, para que en ella puedan crecer libres y felices los hijos que el Dios que rige nuestros destinos quiera enviarnos.

—No lo dudes, esposa mía. Te daré esa tierra.