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La justicia divina

El dictamen de los sabios fue concluyente. La mano que había escrito ambas cartas era la misma. Cuando la voz del secretario lo leyó, el silencio de los presentes era total. La certificación había puesto de manifiesto la evidente falta al honor de Montcusí. El conde, desde su trono, lo miraba adusto y ceñudo. Lo que había comenzado como un divertimento, algo así como una prueba para ver la agudeza y astucia de su consejero, tenía trazas de acabar en drama. Se veía a Bernat en su mesa mirando al vacío con una expresión perdida en el semblante. La voz del juez Fortuny devolvió a la realidad a los presentes.

—Diga el demandante, ¿hay algo más que queráis reivindicar antes de cerrar esta litis, y que tenga que ver con el demandado?

—Sí, señorías.

—Proceded pues.

—Reivindico la honorabilidad del preboste de los cambistas Baruj Benvenist, ajusticiado en la plaza pública con muerte, por demás infamante.

La voz de Martí hizo el efecto del rayo que precede al trueno. La tormenta estaba a punto de desencadenarse, ya que la acusación de Martí implicaba indirectamente al conde de Barcelona.

La voz del juez Fortuny sonó neutra, y sin embargo preñada de amenazas.

—¿Sois consciente de que implicáis en este envite a la justicia de nuestro señor?

—Soy consciente de que únicamente el Dios del cielo es infalible.

—Vuestra respuesta es baladí. De no aclarar vuestras palabras tal vez ganéis esta litis, pero os veáis implicado en un proceso mucho más grave.

Barbany se dispuso a entablar su postrera batalla. El consejero, que había visto una fisura en su defensa, estaba presto a aprovechar su coyuntura.

Martí dirigió la mirada hacia los tronos condales y habló como si únicamente a ellos se dirigiera.

—Excelentísimos condes, ilustres jueces. Yo no nací de noble cuna y mi educación no la recibí de nobles tutores ni de sabios profesores de la escuela catedralicia. Nací de humilde condición y me ilustró un modesto cura de pueblo, que sin embargo supo inculcar en mí los principios de la equidad y de la justicia. Sé que la vuestra es legendaria y que no distingue entre nobles, ciudadanos de Barcelona y gente de la plebe. Por eso vuestro pueblo os ama y presume de tener por guía al más preclaro príncipe de la cristiandad. Pero la justicia, señor, se basa en pruebas y testimonios, y cuando éstos, por circunstancias ajenas a vuestra persona, no son fidedignos, más aún, son falseados, puede ocurrir que sea castigado un inocente y eluda la pena algún culpable.

Martí había captado la atención de los presentes y el tenso ambiente se podía cortar con un cuchillo. Después de una pausa, pensada para que sus palabras calaran en el auditorio, prosiguió:

—Hace unos meses condenasteis a la horca al preboste de los cambistas, Baruj Benvenist, y lo hicisteis, no por haber errado al admitir como buenos unos maravedíes de falso metal, sino por haber intentado defraudar al tesoro condal quedándose para su beneficio el oro fundido de los mismos, alegando que se le había entregado moneda falsa; de ese modo intentó engañar al consejero económico del condado, que no es otro que el demandado, Bernat Montcusí. Bien, excelencias: traigo conmigo la prueba irrefutable del desafuero que se cometió con él y que restaurará sin duda la honorabilidad de tan buen servidor y asimismo la de la comunidad hebrea del Call de la ciudad.

Con gesto solemne, Martí extrajo de su atestada escarcela dos saquitos, uno de burdo cordobán y otro de fina gamuza con el escudo condal de las cuatro barras bordado en él y los colocó sobre la mesa. Las gentes seguían sus maniobras con la atención que los niños ponen en la magia de cualquier encantador en la plaza mayor de un pueblo. En esta ocasión Martí se dirigió al público en general que poblaba las tres tribunas.

—Ved, señores, lo que aquí traigo. Mi señora Almodis tuvo a bien nombrarme ciudadano de Barcelona, como premio por haber iluminado la ciudad antes de la llegada del embajador de Sevilla, recompensándome además con una faltriquera de monedas de oro, a fin de que las distribuyera entre los servidores de mi casa, conmemorando así tan feliz efeméride. Pero hete aquí que no quise malbaratar tan hermoso recuerdo y recompensé a mi gente con mancusos de curso legal, guardando en lo más profundo del cofre de mis recuerdos el saquito con el escudo condal, que os presento y que contiene todavía los maravedíes con los que fui premiado. Hace dos noches alguien lo halló entre mis objetos de valor y decidió tomar una porción de ellos y llevarlos a la fragua que poseo en la ribera del mar, para hacerlos fundir y de esta manera comprobar la calidad de la aleación. ¡Señores, la amalgama era falsa! Y estas monedas no habían tenido contacto con Benvenist ni con los cambistas del Call. Aquí está la prueba.

Entonces, tan despacio como pudo, volcó en la mesa de los jueces el contenido del segundo saquillo, y unas irregulares piezas de un oscuro metal rodaron sobre la superficie.

El conde palideció notablemente mientras que la gente, puesta en pie, aplaudía, vociferaba, discutía. El salón se había convertido en un pandemonio de gritos y denuestos entre la tribuna de los nobles y la de los ciudadanos de a pie; la del clero guardaba una actitud neutral aguardando el devenir de los acontecimientos.

Cuando ya se restableció el orden, el juez principal ordenó proseguir.

—Por lo tanto, excelentísimos condes, es ésta la prueba de que todos los maravedíes que entregó el embajador Abenamar, de ingrata memoria, para rescatar a ar-Rashid, hijo de al-Mutamid, rey de Sevilla, eran falsos y por tanto la pena que pagó por ello el malhadado Baruj Benvenist fue injusta. Por lo cual y desde aquí y ahora, reivindico la honorabilidad de su nombre y la restitución de todos sus bienes a sus descendientes, ya que por él nada ya se puede hacer.

—Pero quiero ir más allá en mi alegato. El consejero tiene ante sí dos opciones: confesar su ineptitud y su terrible descuido al admitir como buena moneda falsa perjudicando seriamente al condado, o lo que es peor, habiéndose dado cuenta del engaño, pretender cobrar réditos de su irresponsabilidad acusando de fraude a los cambistas judíos y cargando la responsabilidad sobre sus espaldas, culpándolos de haber pretendido robar al conde, para quedarse el oro alegando que lo que habían recibido era plomo.

Esta vez, al finalizar su ardiente defensa, la influyente tribuna del clero se arrancó en aplausos y tras ellos siguieron los más irreductibles partidarios del consejero. La prueba era irrefutable.

Cuando se calmaron los ánimos, el juez Frederic Fortuny, dio la palabra a Montcusí.

—Señor consejero, tenéis la palabra para defenderos de la postrera acusación.

Bernat Montcusí se dispuso a morir matando. Se llegó al estrado, y desplegando su oronda humanidad frente al atril, buscando complicidades entre las gentes, comenzó a fabricar su escapatoria.

—Excelencias, señorías, nobles señores, clero de Barcelona, ciudadanos en general. Siempre fui un exacto cumplidor de la ley y conozco mis derechos y mis limitaciones y sé que en una litis honoris, el demandado tiene que ceñirse a los términos y asuntos que el demandante ponga sobre el tapete sin sacar a colación otros debates. Pero bien sabe Dios que el tema de los cambistas, él lo ha sacado y de él voy a hablar.

Entonces, empleando la voz tonante de un predicador, comenzó su diatriba.

—¿Cómo se atreve este insensato a acusarme de nada cuando él ha acogido en su casa a alguien que está desobedeciendo flagrantemente una sentencia firme dictada por el conde de Barcelona? ¿Cómo se puede dar crédito a tanta felonía cuando el señor Barbany es cómplice de ultrajar la ley, la cual cosa le invalida para acusar a nadie?

Entonces con el grueso índice de su diestra señaló a Martí.

—Señor Barbany, ¿no os enseñó ese maestro al que habéis aludido que el que encubre a un reo de desobediencia ultraja a los jueces y se convierte a su vez en cómplice del delito? Yo os acuso de encubrir y ocultar en vuestra casa a la hija menor del condenado Baruj Benvenist, que debería haber partido junto a su familia, a la que la magnanimidad de nuestro señor Ramón Berenguer sentenció al destierro. Judía, por tanto, convicta, y por más escarnio y deshonra de los de su raza, ya que ha estado viviendo lejos del Call.

—No sois quién para acusarme de nada: la acción que habéis cometido os invalida para incoar una litis contra un ciudadano honrado y fiel cumplidor de la ley. Por tanto, todas vuestras acusaciones carecen de validez por defecto de procedimiento.

Las gentes dirigían sus miradas alternativamente del uno al otro y de éste al trono de los condes.

—Si tenéis respuesta a tanta indignidad y tanta perfidia, os cedo la palabra para que intentéis justificar lo injustificable. Señores jueces, exijo la invalidación de todo el proceso ya que quien lo ha incoado no tenía derecho a hacerlo.

Y recogiéndose la túnica y dando una ostentosa vuelta, se dirigió a su asiento.

Martí, a quien sin duda la tensión del lance había proporcionado un acceso de la temida fiebre, se dispuso a dirigirse a su atril y al hacerlo un mareo incontenible le retuvo en su asiento.

Fue entonces cuando el padre Llobet, alzado en la tribuna, tomó la palabra, y dirigiéndose a la condesa, solicitó su permiso para intervenir. En tanto descendía y se dirigía al estrado, la expectación era absoluta.

—No he venido aquí a hablar del consejero, pero sí a rebatir ciertos hechos que me consta que son falsos. Cierto es que Ruth Benvenist, hija menor del preboste de los cambistas, ha vivido bajo el techo del señor Barbany hasta cierto tiempo atrás al cuidado de una aya. Pero ahora Ruth Benvenist es conversa: fue bautizada antes de que venciera el plazo de la sentencia de destierro. Yo mismo oficié su bautismo y la alojé en un convento hasta que toda esta situación se aclarase. Me consta además que pronto se convertirá en la esposa de Martí Barbany… —añadió, lanzando una sonrisa hacia su protegido—. Y entiendo que los cargos contra el preboste Baruj y su familia van a quedar sin efecto según las pruebas aquí presentadas.

Bernat Montcusí se derrumbó en su asiento.

La sesión se levantó y las gentes salieron a la calle excitadas, comentando los avatares de tan apasionante jornada y haciendo cábalas sobre cuál iba a ser la decisión del conde. Mientras tanto, Ramón Berenguer abandonaba el salón con el entrecejo fruncido, preocupado por el difícil problema que se le venía encima. Sin embargo, sobre todas las cosas algo era primordial: ni su honra ni las finanzas de sus condados deberían resentirse.

Aquella noche el diálogo entre los esposos era tenso.

—No entiendo vuestra ligereza, Almodis. ¿Cómo comenzasteis a repartir sin consultarme los dineros que mi generosidad os entregó con el consiguiente perjuicio que habéis proporcionado a Barcelona?

Almodis saltó como un áspid: la mejor defensa había sido, desde siempre, un buen ataque.

—¿Insinuáis que debo pedir vuestra venia para asistir a mis gentes? ¿Pretendéis que mis desheredados dejen de percibir la sopa de los pobres porque no conviene a vuestro intendente? ¿No os dije acaso el destino que pensaba dar a los maravedíes que me entregasteis? Además, nadie podía imaginar el mal paso en que os iba a meter la incuria y la incapacidad de vuestro consejero, que por cierto jamás fue santo de mi devoción.

—Pero ¿cómo queréis que justifique mi flaqueza?

—Sois el conde de Barcelona, a nadie debéis rendir cuentas de vuestros actos. Sin la sinrazón que cometió el intendente jamás os podían haber responsabilizado de nada. Los maravedíes hubieran corrido de mano en mano, siguiendo su camino, porque el dinero no tiene padre ni madre, y caso de achacar a alguien el origen de la falsedad, el desprestigio hubiera caído sobre el rey hispalense, ya que era su efigie y no la vuestra la que figuraba en el anverso de la moneda. Comenzad a meditar vuestro veredicto y esta vez hilad fino, pues debéis inculpar al responsable de tanta malevolencia. Barcelona debe permanecer incólume por encima de todo, caiga quien caiga, y que cada cual asuma su tanto en culpa. Mejor os diré, vuestra honra quedará más limpia si el pueblo llano percibe en el arbitraje de su señor que éste no tiene en cuenta al poderoso en detrimento de cualquier súbdito, máxime que don Martí Barbany no es cualquier súbdito: os ha rendido, y puede rendiros en el futuro, copiosos beneficios.

—Señora, agradezco vuestro consejo, pero olvidáis que cuando os conocí era ya conde de Barcelona. Sé que un gobernante se debe a su pueblo y que lo que es bueno para la mayoría es lo que procede. Soy consciente de que hay momentos y circunstancias en que la prudencia aconseja cosas que obligan a poner aparte los afectos y las lealtades y no dudéis que si he de escoger entre el corazón y la cabeza, será esta última la que dictará la última palabra. Si para que flote el barco hay que lanzar al mar la mercancía, se hará. De modo que cuando alguien se convierte en lastre, por amargo que resulte hay que deshacerse de él. Pero sabed que es por mi voluntad, no por vuestro consejo, voy a obrar de esta manera. Os recuerdo, además, que fuisteis vos quien me convencisteis para autorizar esta litis… De no haber sido por vos, nada de esto hubiera sucedido.

Almodis se quedó inmóvil. Estaba segura de que esta discusión pronto sería sabida en todo el palacio. Con la mirada puesta en el conde avanzó hacia él y le tomó de la mano. Sus labios esbozaban la sonrisa seductora que tantas veces había logrado ablandar los malos humores de su esposo.

Pero esta vez no fue así. Éste retiró la mano y repuso:

—Ahora, si me permitís, me gustaría estar solo para mejor meditar mi decisión.

Y, tras una inclinación de cabeza, el conde salió de la estancia.

Almodis permaneció en pie unos instantes. Luego se llegó hasta el canterano y de una frasca se sirvió una generosa ración de hipocrás. Con la copa en la mano, se instaló en una silla, junto a la pequeña ventana que daba al huerto y, tras beber un buen sorbo, se dijo que era la primera vez que el conde la rechazaba. Se palpó el rostro, notó las arrugas, y una lágrima rebelde asomó a sus ojos.

Había sido en Barcelona donde había culminado su vida. Ella, repudiada dos veces, había conseguido llegar a la cumbre y ello no era cuestión baladí. Sabía que las gentes atribuirían el hecho a su ansia de poder, pero sus íntimos, que tan bien la conocían, sabían que la lucha entablada no había sido en su beneficio sino para preservar el porvenir de sus hijos. Recordaba todavía la jornada en que conoció a su bufón y el efecto que le causó su oráculo acerca de que ella iba a ser el origen de una dinastía allende los Pirineos. Siempre supo que al destino había que ayudarlo, y ella no había reparado en esfuerzos.

Muchos habían sido los obstáculos. A su mente acudió el espectro de Ermesenda, y no pudo evitar una sonrisa. No cabía duda de que la terrible anciana había sido una rival de su talla y que, siendo sincera, su desaparición le había restado estímulos. La batalla que la mujer emprendió para conseguir la excomunión de la pareja condal, pese a que fuera en su contra, despertaba en su interior un punto de admiración, pues indicaba un arrojo formidable. Tuvo que reconocer que hasta su muerte fue una temible enemiga a la que tuvo que enfrentarse con determinación no exenta de diplomacia, ya que el conde, en el fondo de su corazón, la quería y respetaba, reconociendo que su empeño y tesón por restablecer su autoridad en los condados había sido en su beneficio.

Luego vinieron a su encuentro los denodados esfuerzos que había hecho para ser madre, cuando ya nadie lo esperaba. Había deseado, sobre todas las cosas, darle un heredero a su marido pensando que su nacimiento soldaría para siempre su matrimonio. Aunque aún no sabía si para bien o para mal, habían nacido dos y desde aquel momento se había jurado a sí misma que jamás volvería a ser repudiada.

Un solo obstáculo se alzaba ahora en su camino y debería ser cauta si pretendía eliminarlo sin sufrir daño. Pedro Ramón, el primogénito del conde, se hallaba entre ella y su destino. Lo que a su llegada tomó como desplantes propios de un jovencito celoso de sus atribuciones y de sus derechos, se había convertido con los años en un enfrentamiento en toda regla. Estaba segura de que esta noche se hallaría satisfecho, al haber presenciado cómo su madrastra quedaba en evidencia ante su esposo.

Dio otro trago y suspiró. Ya se ocuparía de Pedro Ramón… Una sonrisa de orgullo se dibujó en sus labios al pensar en sus hijos. Ramón Berenguer, el rubio de sus gemelos, tenía las hechuras de un príncipe. Debía ser, y sería, el siguiente conde de Barcelona, pesara a quien pesase. Levantó la copa en el aire y la vació de un trago.

—Por ti, Ermesenda, mi querida enemiga. Tu ejemplo me iluminará de ahora en adelante… Si no puedo usar ya mis armas de mujer, usaré las de una reina.