El ambiente había alcanzado un estado de exaltación extremo. Si cada uno de los días anteriores, el lleno había sido absoluto, en esta ocasión, teniendo en cuenta que en aquella jornada se dirimía todo, se podía decir que hasta los soldados habían negociado sus guardias para hacerse un lugar en el inmenso salón. Todos querían poder decir a vecinos, amigos y parientes llegados de otros condados: «Yo estuve allí aquel día». De cualquier manera, un espectador ajeno a todo que hubiera tenido que emitir un juicio de valor dejándose llevar por los signos externos, se hubiera decantado con seguridad a favor del consejero condal. Los saludos, los parabienes y los agasajos indirectos hacia su persona por parte de clientes y deudos que, intuyéndolo vencedor, buscaban aproximarse, eran muy superiores a los que recibía un Martí pálido, que en la mesa y apenas repuesto de su último acceso de fiebre, aguardaba extrañamente sereno a que el acto diera comienzo.
Ya todos estaban en su lugar: las tres tribunas totalmente atestadas, los jueces en su mesa, los contendientes frente a frente, cuando los añafiles de plata, regalo del rey moro de Tortosa, y las trompetas anunciaron la llegada de los condes de Barcelona, en esta ocasión acompañados del hijo mayor de Ramón Berenguer, Pedro Ramón, que iba a ocupar un trono situado un escalón más bajo que el de su padre y su madrastra.
Cuando el juez Vidiella anunció que la litis quedaba abierta por último día y que de allí saldría el veredicto del conde, una tensa calma se estableció entre los presentes y las miradas se dirigieron alternativamente de uno a otro contendiente.
—Don Martí Barbany de Montgrí tiene la vez. Exponed aquí y ahora cualquier argumento final, ya que no habrá otra ocasión.
Martí rebuscó en una bolsa de cuero que tenía frente a él, y extrajo una misiva, que puso a la vista de todos.
—Demando permiso a sus señorías para acercarme a la mesa para aportar nuevas pruebas que corroborarán cuanto he dicho hasta ahora.
—Proceda, pero diga antes cuál es su pretensión —intervino Frederic Fortuny.
—Pedir a mi oponente que autentifique un escrito.
—Adelante.
Salió Martí de su lugar pausadamente. Los cuidados del físico Halevi iban causando su efecto, pero lo que más temía en aquella ocasión era que le acometiera uno de los temidos y súbitos accesos de fiebre que le dejara paralizado e incapaz del menor esfuerzo. Finalmente llegó a la mesa de jueces y al entregar el documento aclaró:
—Es ésta una misiva que recibí ha mucho y desearía que el ilustre consejero dijera si la conoce y reconoce en ella la caligrafía de su ahijada.
La carta pasó de mano en mano por los tres jueces, quienes tras ordenar a Martí que regresara a su lugar, llamaron a la mesa a Bernat Montcusí.
Se acercó éste pomposo y lento como correspondía a su dignidad y a su tamaño.
El juez Bonfill le alargó el escrito. El otro, calándose un monóculo, lo observo con atención.
—Desde luego que sí, y por cierto ya hablé de ello. Ignoro adónde quiere llegar mi oponente, pero esta misiva corrobora mi aserto: es la letra de mi hija y el escrito fue dictado por mí cuando pretendí cortar de una vez aquellos malditos amores que desencadenaron la tragedia que todos conocéis.
El juez Fortuny apostilló:
—¿Queda satisfecha la curiosidad del demandante?
—Sí, señoría. Mi único interés es que quedara patente que la letra es la de Laia Betancourt.
—Ha quedado manifiesto; retírese su excelencia y prosiga el demandante.
—Señorías, tengo aquí otro escrito que quisiera mostrar y que evidentemente procede de la misma mano que el anterior.
—Acercaos.
En esta ocasión la expresión del rostro del consejero mostraba un aura de curiosidad mezclada con desconfianza.
Martí se llegó de nuevo a la mesa y entregó la misiva. Al verla pasar de mano en mano entre los tres jueces y detectar los reservados comentarios que éstos hacían en voz baja, la muchedumbre intuyó que había llegado el momento crucial del proceso. Hasta los condes se mostraron intrigados por la demora de los magistrados y los componentes de la Curia Comitis se miraron inquietos.
Eusebi Vidiella, en calidad de secretario, se puso en pie.
—Dada la gravedad de la prueba, llamamos de nuevo a don Bernat Montcusí.
En esta ocasión la actitud del consejero difirió en grado sumo. Retiró violentamente su sitial y a grandes zancadas se acercó a la mesa. Se colocó nuevamente el monóculo y al leer el escrito su rostro fue adquiriendo un tinte cerúleo.
—¡Ignominia, burdas mentiras! ¡Exijo que esta falsa prueba sea reprobada de inmediato!
Tras una breve consulta se alzó el secretario.
—Vamos a considerar en privado este testimonio y posteriormente…
La voz del conde interrumpió el discurso.
—Léase en voz alta el escrito. Se ha convocado esta litis en pública concurrencia pues no queremos privar a los ciudadanos de Barcelona de su derecho a conocer todas las circunstancias.
El juez Bonfill se puso en pie y ante un silencio sepulcral dio lectura en voz alta a la carta de Laia, con la grave acusación contra su padrastro que se desprendía de esas amargas líneas.
Al finalizar la lectura, Montcusí se puso en pie y comenzó a gritar como un energúmeno.
—¡Mentiras, absurdos embustes y calumnias! ¡Exijo a Martí Barbany que confiese la falsedad de esta maledicencia con la que intenta desacreditarme!
—Excelencia, os recuerdo que no estáis en posesión de la palabra —recordó Bonfill, y añadió—: Ciudadano Martí Barbany de Montgrí, estáis a tiempo de rectificar. Tenéis la palabra.
Martí se puso en pie lentamente; por vez primera era consciente de que llevaba la iniciativa en el proceso.
—No retiro del mismo ni una tilde ni una coma. Ni el ciudadano Montcusí ni yo estamos capacitados para afirmar que este escrito lo escribió Laia Betancourt. Pero dado que mi oponente ha certificado que la otra carta era de su puño y letra, propongo a la sala que encargue a los distinguidos sabios de la Escola scriptorum de la seo la certificación de su autenticidad.
Los tres jueces estaban deliberando cuando la recia voz de Ramón Berenguer dominó el murmullo de la sala.
—¡Sea, hágase de esta manera! Y como excepción y ante esta demora impensada, aplazaremos esta vista hasta que los reverendos sacerdotes anuncien su dictamen. Señor secretario, levantad la sesión.
Cuando el mazo del juez subió y bajó tres veces, cerrando la causa y mientras Martí cruzaba la mirada con Llobet, que salía de la sala para abrazar alborozado a Jofre, Omar y Manipoulos, el pateo de los presentes había alcanzado un nivel que recordó al viejo marino el fragor de una tormenta.