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En cuanto los litigantes hubieron vuelto a sus lugares respectivos, el juez Frederic Fortuny inició el acto.
—Tenga la vez y la palabra el querellante y ponga a esta mesa en antecedentes de todo aquello que quiera demostrar.
Martí se puso en pie con esfuerzo notable, de modo que de nuevo el juez mayor intervino.
—Dado vuestro estado, si preferís hacer vuestra exposición sentado, tenéis la venia.
—Prefiero hacerlo de pie, señoría.
—Comenzad entonces.
—Yo, Martí Barbany de Montgrí, ciudadano libre de Barcelona, acuso al consejero económico Bernat Montcusí de los siguientes cargos: en primer lugar, de haber cegado y cortado la lengua a una liberta de mi casa, sobre la que no tenía derecho alguno; en segundo, de la quema de un predio de mi propiedad, a causa de lo cual fallecieron mi madre, Emma de Montgrí, y un siervo de la casa, Mateu Cafarell; en tercer lugar, de la muerte de su hijastra, Laia Betancourt, que si bien se suicidó como es sabido, cometió ese terrible acto por culpa de su padrastro.
El silencio era total. El ruido de un pergamino que cayó al suelo resonó en toda la sala.
El juez presidente Ponç Bonfill intervino.
—Proceded por partes. Empezad por el primer cargo.
—Está bien. Conocí a Laia Betancourt en el mercado de esclavos recién llegado a Barcelona. Subastaban una esclava en la Boquería, cuyo nombre es Aixa, y ella y yo mismo fuimos los últimos optantes de la puja. La hijastra del consejero me pareció tan bella criatura que hice por conocerla e irresistiblemente me enamoré de ella. Teniendo que partir a un largo viaje de indefinida duración y siendo mi esclava Aixa una excelente cantante y tañedora de instrumentos, la manumití y le rogué que en mi ausencia dedicara su arte a mi amada Laia, para lo cual demandé el correspondiente beneplácito a su padrastro, al que también solicité venia para cortejarla. Me respondió a lo segundo que era tarea vana si no llegaba a ser ciudadano de Barcelona, cosa harto difícil, pero sin embargo autorizó el obsequio. A mi regreso se me comunicó que Aixa había muerto de peste. Tras la muerte de Laia, de la que hablaré con detalle más adelante, una confidencia me reveló que vivía prisionera en Terrassa. Con el documento pertinente de su manumisión me dirigí a rescatarla y cuando la hallé, la encontré presa en una mazmorra repugnante, en estado deplorable. Había sido cegada y le habían cortado la lengua.
La tensión crecía por momentos entre las gentes y cada cual miraba receloso a su vecino por ver si admitía las acusaciones o bien las rechazaba.
La voz del juez principal rasgó el silencio.
—Ilustrísimo consejero. ¿Qué tenéis que alegar ante dicha acusación?
Martí se retiró a su lugar en tanto que Bernat Montcusí, con el temple que le caracterizaba, se puso en pie y trasladó su voluminosa humanidad desde su mesa hasta el atril, con paso medido y lento. Una vez allí inclinó la cabeza ante los condes y mirando al público comenzó con voz solemne su alegato.
—Excelentísimos condes de Barcelona, colegas de la Comes, nobles señores, clero en general y sobre todo queridos conciudadanos. ¡Cuán largo es el camino que se debe recorrer para construir una reputación y con cuánta facilidad se puede destruir! Hete aquí a un advenedizo que creyó que con sus dineros podía conculcar la verdad y destrozar la honra de un súbdito que ha dedicado su vida al servicio de la comunidad, y para ello se atreve a sembrar la incertidumbre entre gentes, sin duda bienintencionadas, aunque fácilmente influenciables. Nada hay peor que una media verdad, pues un aserto semejante tiene visos de que si no es, bien pudo ser. Ved cómo en un momento puedo echar por tierra sus falacias y muestro la otra cara de la moneda. El señor Barbany acudió a mí solicitando un sinfín de favores para realizar negocios en Barcelona. Viendo que beneficiaban a la economía de sus habitantes y que no contravenían las leyes establecidas, los autoricé sin reservas. No hace falta que indique de qué negocios se trataba, pues sus señorías los conocen perfectamente. También es verdad que, en mi inocencia, le ofrecí mi amistad incondicional, creyendo que sabría apreciar en su justa medida lo que ello representaba. Incluso llegué a abrirle las puertas de mi casa en varias ocasiones y le prodigué mi hospitalidad. Cierto que conoció a mi querida hija en el mercado de esclavos y cierto que se atrevió a pedir permiso para cortejarla. Podía haber rechazado de plano su demanda pero, vive Dios que siempre admiré la osadía de la juventud y su empuje, de modo que condicioné mi respuesta a que obtuviera la ciudadanía de Barcelona. Él partía entonces para un largo viaje y admito que no supe ver el alcance y lo astuto de su demanda. Solicitó mi venia para ofrecer a una esclava que tenía grandes dotes para el canto a fin de que alegrara las veladas de mi Laia. Imagino que sus señorías han captado perfectamente lo artero de su intención. Lo que hacía el señor Barbany era meter en mi casa el huevo del escorpión a fin de ganarse la voluntad de mi querida hija. Pasó un tiempo y, entregado a mis trabajos en beneficio de la ciudad, soy consciente de que tal vez descuidé mi labor de padre. No supe ver que la serpiente que había deslizado cerca de mi Laia iba metiendo en su cabeza la simiente de un mal amor. La tal Aixa, avezada alcahueta, encubrió y facilitó las entrevistas de mi hija con Martí Barbany, antes de su partida, en casa de su antigua aya que colaboró a propiciar los encuentros, aunque tal circunstancia no la supe hasta mucho más tarde. Transcurrieron varios meses y el antedicho partió hacia un largo periplo. Fue entonces, y a raíz de un incidente casual, cuando me enteré de todo el asunto.
—Reprendí a mi hija y la conminé a dejar aquella locura, para lo cual la obligué a escribir una carta en la que reconocía su yerro y daba la relación por concluida. Como comprenderéis, aparté a aquella mala pécora de su lado y habiéndola tomado por una esclava, pues ése y no otro fue el sentido del obsequio, la mandé encerrar y en mi derecho la cegué y enmudecí como castigo que la ley admite aplicar al esclavo infiel. Habiendo fallecido Laia, que en su bondad siempre intercedía en su favor, no tenía sentido hacerla volver y la dejé encerrada a fin de que purgara su pena.
—¡Cuál no sería mi sorpresa cuando un día me llega la nueva de que un grupo capitaneado por Barbany ha hollado la casa donde la tenía recluida, y se ha atrevido a liberarla, con nocturnidad y avasallando a su administrador, don Fabià de Claramunt! Y, permítanme que les haga una pregunta: si alguien presume de tener la razón de su parte, ¿por qué se presenta de noche como un ladrón y asalta una propiedad privada con alevosía, en lugar de venir a reclamar su derecho de día y en la forma correspondiente? Traslado a sus señorías la pregunta y les invito a recapacitar sobre el hecho.
—Por el momento ésta es mi respuesta, sin embargo me reservo el final de esta historia que relataré a tenor de las acusaciones que contra mí se hagan.
Había transcurrido un largo rato y la tensión se podía cortar con un cuchillo.
Fortuny intervino:
—Aténgase a la respuesta el litigante y cíñase al tema antes de pasar al segundo aspecto.
Martí desde su lugar observó los rostros del público e intuyó que la hábil respuesta de Montcusí había calado hondo entre los presentes. La fiebre le asaltaba de nuevo y tuvo un mal presagio. Se alzó de su asiento y lentamente se llegó al atril portando en la mano el documento de la manumisión de Aixa.
—Voy a intentar ser breve y aclarar algún punto que hábilmente mi oponente ha dejado en el aire: en ningún momento hablé de regalar una esclava. Caso de haberlo hecho, ¿no es cierto que siguiendo los usos y costumbres, debería haber acompañando la entrega con el documento que certifica la correspondiente compra por si su nuevo amo deseara venderla? ¿No es menos cierto que de haber acudido por la vía normal a reclamar a la mujer corría peligro de que ésta desapareciera o lo que es peor, que a fin de impedir situaciones comprometidas, se le quitara la vida? Ésta y no otra es la razón por la que acudí de noche al lugar donde se hallaba recluida y sin causar perjuicio alguno en los bienes ni en las personas y portando el documento correspondiente, que ahora muestro, reclamara al administrador del lugar, don Fabià de Claramunt, que me la entregara.
Una pausa y Fortuny intervino de nuevo.
—Ujier, portad hasta la mesa el documento que muestra el declarante y citen para mañana a don Fabià de Claramunt, que antes de comenzar la sesión se personará en mi despacho. La vista se da por suspendida hasta mañana.
Todo el mundo puesto en pie aguardó a que los condes y sus consejeros abandonaran el salón. Las gentes, tras aquella intensa jornada, salieron comentando los lances del apasionante debate. Oculta en la puerta, Ruth, que no había conseguido entrar en la sala, escuchaba conversaciones a medias. Enterarse de que Martí estaba herido le encogió el corazón y se prometió a sí misma introducirse en el juicio al día siguiente sólo para verlo.
El consejero se ausentó rodeado de su clientela, repartiendo sonrisas y apretones de mano a diestro y siniestro, en tanto que un Martí enfebrecido se unía al torrente que caminaba hacia el vestíbulo, donde el padre Llobet le aguardaba alarmado por su mal aspecto. Una mujer los observaba con atención desde la puerta del palacio y cuando pisaron la calle fue tras ellos a prudente distancia hasta que ambos se introdujeron en el patio de la residencia de Martí. Entonces, cuando estuvo cierta de que aquél era el lugar, dio media vuelta y se perdió entre la multitud.