Los condesitos tenían ya casi cinco años. Nadie, de no saberlo, los hubiera tomado por hermanos. Eran el anverso y el reverso de una misma moneda. Ramón era apuesto, espigado y rubio, de carácter gentil y extrovertido; por el contrario, Berenguer mostraba un físico achaparrado y cetrino, tenía un carácter imprevisible, dado a la holgazanería y a súbitos ataques de ira. Almodis pugnaba por acercarlos y se esforzaba en que compartieran tareas y juegos.
De hecho, aquella mañana los ataques de furia de Berenguer amenazaban la tranquilidad de su madre, ya que no dejaba de pelear con su hermano y de arrebatarle cualquier juguete que el otro tuviera. La voz de Ramón sonó en sus oídos, distraída como estaba leyendo un breve libro de horas, regalo de su confesor Eudald Llobet.
—Señora, ved que Berenguer no me deja jugar en paz.
Almodis, dejando el libro sobre el almohadón de raso que estaba a su lado, se dispuso, como tantas veces, a mediar. Berenguer, al ver la acción de su madre, de un manotazo rompió el juguete que era objeto de la disputa.
—Eso está mal, Berenguer… Los caballeros deben aprender a compartir con sus iguales.
—¡Siempre le dais la razón! —protestó el niño.
Almodis se ablandó.
—Está bien, jugad a otra cosa. Veamos… ¿qué os parece al escondite con Delfín?
A ambos hermanos les encantaba jugar con el enano, pues su ingenio y su inventiva les proporcionaba siempre buenos ratos. La idea de su madre era que no pelearan, por lo que procuraba asociarlos en cualquier aventura y que el contrario fuera su bufón.
Delfín, que pese a los buenos oficios del físico de palacio andaba renqueante a causa de la patada que Pedro Ramón le había propinado, intentó zafarse del mandato. No le apetecía rondar por el palacio buscando un nuevo escondrijo para tener a ambos hermanos entretenidos en un común empeño.
—Señora, dispensadme pero mis pobres huesos no están hoy para contorsiones y mi corcova está tan dolorida que no voy a hallar escondrijo seguro para ella. Además, estos bribonzuelos conocen hasta el último rincón de palacio.
—Delfín, tómalo como una orden.
—Si ése es vuestro gusto, sea; pero dadme un margen, cuando suene la hora del Ángelus, para la que falta poco, soltad a los lebreles. Ignoro dónde voy a meter mis tristes huesos.
—Voy a daros un incentivo a todos. El premio será un mancuso: si no te encuentran, para ti, Delfín, y si lo hacen, para los niños. El tiempo acaba en el momento de empezar a comer, por tanto han de hallaros entre el toque del Ángelus y ese momento.
Los muchachos estaban encelados.
—¡Prepárate, Delfín, eres pieza cobrada!
Bernat Montcusí había citado a su informador en el Palacio Condal al mediodía, ya que por la mañana tenía que acudir a una Curia Comitis convocada por Ramón Berenguer a la que asistirían grandes vasallos, y en aquel momento se haría una pausa para tener tiempo de deliberar.
A la llegada a palacio, Luciano Santángel fue introducido, por orden del consejero económico, en la sala de trofeos y armaduras, situada en el ala oeste del palacio, que por lo general estaba vacía y donde podrían hablar con tranquilidad.
El maestresala que le acompañó, antes de cerrar la puerta, le anunció que el muy honorable Bernat Montcusí acudiría sin tardanza ya que el consejo se había suspendido hacía unos momentos y ahora se iba a servir un refrigerio a todos los convocados. El albino, pese a estar acostumbrado a visitar castillos y palacios por toda la Septimania, tuvo que reconocer que el rango y la categoría del condado de Barcelona superaba en mucho al más encopetado de sus vecinos, tanto de la península Ibérica como de sus vecinos septentrionales. El salón era una pieza alargada ornada con armaduras tanto de combate como de torneo, que habían pertenecido a los ancestros de la casa de los Berenguer. En las paredes colgaban panoplias y cuadros, adargas y alabardas cruzadas de diversas épocas y asimismo distintas clases de lorigas, guanteletes, petos y espaldares. Entraba la luz en la estancia a través de seis ventanales, y entre ellos seis armaduras, simétricamente dispuestas: cuatro de ellas completas y dos montadas a medias en sendos estrados tapizados con ricas telas, con los morriones en forma de pico de pato y las celadas bajadas.
La espera no se hizo larga. La puerta se abrió de súbito y entró en la estancia como un tornado, el consejero real, extenuado por la caminata, enjugándose con un pañuelo los goterones de sudor que descendían desde su frente. Cerró la puerta a su espalda mientras se excusaba con el albino.
—Perdonadme, querido amigo, y achacad a la larga perorata del conde mi retraso. Nada ha habido esta mañana en el consejo que me interesara más que vuestras noticias, pero las obligaciones inherentes a mi cargo me han demorado.
—Soy vuestro servidor y el tiempo que os dedico está bien remunerado. Huelgan vuestras explicaciones, excelencia.
Montcusí había llegado a la altura del otro y sin pérdida de tiempo lo arrastraba hacia uno de los bancos del fondo junto a una de las medias armaduras.
Después de tomar asiento, Luciano abrió el diálogo.
—Hermoso lugar. Lástima que el pueblo llano no pueda admirar estas maravillas.
—Entre estas cuatro paredes yace la historia viva de este condado, pero no lamentéis que no esté al alcance del populacho, tampoco le interesa. A las gentes habladles del yantar o del fornicio, es lo único que les cabe en la cabeza. Pero dejémonos de vanos subterfugios e id al grano que no dispongo de mucho tiempo.
Santángel tomó el cartapacio que descansaba a su lado y de él extrajo unas notas.
—Veamos qué tenemos por aquí… Procedamos con orden. En primer lugar, quise comprobar yo mismo la importancia de la posesión que conserva nuestro hombre cerca de Gerona y que regenta su madre. Podemos decir que es una muy cuidada tierra de una extensión de doce o trece feixas y varias mundinas, cultivadas por unos diez o doce aparceros con sus familias. Todo se observa perfectamente labrado, y los productos que allí se recolectan se llevan a las ferias y mercados de los pueblos vecinos. Hay cuadras, establos, corrales y apriscos, con toda clase de animales. El sujeto acostumbra a ir allí a menudo a ver a su madre, que por lo que he indagado se niega a bajar a Barcelona. Bien, pasemos a sus negocios. Ahí debo confesar que me ha sorprendido. Posee una flota de más de veinte bajeles y tiene cinco en construcción en los astilleros de Barcelona, Iluro, Blanes y Sant Feliu. Tres capitanes se encargan de todo lo referido a la flota: dos amigos de su niñez, cuyos nombres son Jofre Ermengol y Rafael Munt, al que llaman Felet, y un griego, Basilis Manipoulos, que ya no se hace a la mar y es el encargado de sus atarazanas. De alguna manera que aún ignoro está asociado con los judíos del Call e importa muchos más productos además del que tanto os interesa, entre otros mirra de Pelendri que envía directamente a Córdoba y a Granada, pues los musulmanes son mucho más proclives a los baños y a los perfumes que los cristianos y la mirra es la base de muchos de los mismos. Nada de todo ello atraviesa las murallas de la ciudad aparte del aceite negro, pero tiene buen cuidado de no mercar con nadie que no sea el veguer, para no devengar impuestos que dependan de vuestro officium.
Montcusí rebulló inquieto en su asiento.
—Proseguid.
—Vayamos ahora al tema de los judíos. Tras ponerme al día de los últimos sucesos acaecidos en Barcelona y sabiendo de la ejecución llevada a cabo el último sábado, me interesé por cuándo sería el entierro del dayan. Cuando la supe, alquilé caballos para mí y para tres de mis hombres y me dediqué a fisgar todo aquello que llamó mi atención. Como es de lógica, lo primero fue repartir los cometidos de manera que cubriéramos el acto en su totalidad. El camino de Montjuïc está muy transitado, pues en su ruta confluyen muchos ocios y oficios. Entre los primeros están aquellos que a todas horas acuden a las mancebías que se hallan al otro lado de la rambla del Cagalell, y en las rabizas descargan sus malos y buenos humores, y entre los segundos todos los que trabajan en las canteras, los que acuden a los hornos de fundición, todo el personal de los cementerios cristiano y judío, y lo que a mí más me interesaba: las carretas tiradas por mulas que transportan el aceite negro de los barcos a las grutas de la montaña, que hacen de almacén, y desde éstas a la ciudad, cuando el veguer lo requiere. El cortejo fúnebre, seguido por deudos y amigos, salió por el portal de Castellnou; al rato se le unió una caravana de carros atiborrados de balas de paja y clavadas en ella las ánforas puntiagudas que tan bien conocéis, que había partido desde la puerta de Regomir. Lo que llamó mi atención fue que una de ellas tenía echada la lona ocultando el interior. Llegados al camposanto comenzaron la serie de interminables ritos con los que los hebreos despiden a sus difuntos. Yo me armé de paciencia y, valiéndome de un subterfugio, aguardé acontecimientos. Súbitamente observé que la carreta, que como os he dicho traía la lona echada, se había separado del grupo y aguardaba detenida junto a una pequeña arboleda. Entonces entendí que había entrado en el cementerio por una puerta menos transitada. Después de enterrar al ajusticiado y tras finalizar las oraciones, antes de partir, observé que la viuda del difunto fue requerida y acompañada al carro cubierto por nuestro hombre, que la ayudó a subir a su interior y allí pasó largo rato. En el duelo figuraban las dos hijas del ahorcado con sus maridos pero no la otra hermana, cosa que llamó mi atención. Cuál no sería mi sorpresa al observar que al finalizar la ceremonia y tras descender la mujer, una mano salía del interior de la carreta y entregaba a nuestro hombre un cestillo de rosas que éste esparció sobre la reciente tumba. Luego pude comprobar que el carromato, en vez de seguir la ruta habitual, se dirigía a la ciudad y entraba en el patio de la residencia de Barbany y que tras él se cerraban las puertas. Ahí estaba yo al día siguiente sobornando a uno de los vecinos que tiene un palomar, y encaramado entre el guano y el zureo, rodeado de amables palomas, me fue dado observar sin duda alguna cómo una mujer, que parecía judía por sus vestiduras, paseaba entre los frutales del jardín posterior de la casa en compañía de una mujer muda y sin duda ciega.
El intendente palideció sensiblemente.
—Si lo que me contáis es cierto, tengo a este insensato en mis garras. Ha osado desobedecer las órdenes del conde.
—No vayáis tan deprisa, señor. Hasta dentro de dos sábados no vence el plazo que marca la sentencia y en tanto la judía no sea hallada en la calle a horas prohibidas, por el momento, no cometerá falta contra la ley, ya que si pernocta o no en el Call es cosa que atañe a la honra de los suyos y que deberá juzgar su gente. Otra cosa sería si fuere varón, que para ellos sí reza la orden de estar en el Call al caer la noche. Pero cuando pase el tiempo que marca la sentencia, y si Barbany no insta a la muchacha a abandonar la ciudad, entonces considerad que estará en vuestras manos como cómplice y como encubridor.
Bernat Montcusí esbozó una aviesa sonrisa.
—Sabré esperar mi momento como el águila aguarda en lo alto de un picacho a que el cordero se aleje del rebaño. Si consigo atraparlo, doblaré la gratificación que os he prometido.
—Soy vuestro humilde servidor.
—Y ahora, con gran disgusto, debo abandonar tan interesante conversación pues mis deberes me reclaman.
Tras estas palabras el consejero, seguido de su interlocutor, se puso en pie y se dirigió a la entrada. Llegando a ella y antes de abrir la puerta, comentó:
—Creo que vuestra siguiente tarea va a ser abonar los campos de Barbany, allá en el Empordà. ¿No dicen que el bosque quemado fertiliza la tierra?
—Eso dicen.
—Entonces no dudéis que la próxima cosecha será espléndida. Pasad mañana por mi casa, al anochecer, y mi mayordomo os proporcionará los medios para que vuestro trabajo sea más sencillo. Bien, querido amigo, aquí nos separaremos. No es bueno que nos vean juntos, aguardad unos instantes y salid luego.
Apenas hubieron salido, un demudado Delfín asomaba tras la celada de una de las medias armaduras que ornaban el salón; acuclillado en el borde, saltó de la tarima y aguardó a que la circulación de la sangre recomenzara a correr de nuevo por sus venas, pues el temblor incontrolado de sus pequeñas piernas, tanto rato encorvadas, le impedía caminar derecho.