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El entierro

La lúgubre caravana había salido del Call por el portal de Castellnou y desde allí, y atravesando la riera del Cagalell, se dirigía a Montjuïc. La comitiva no era en exceso numerosa, ya que muchas familias judías habían optado por mantenerse apartadas de los Benvenist. Las campanas habían anunciado la hora nona, por lo que el camino y la ceremonia no podían durar más de cuatro horas pues todos los judíos deberían estar de regreso al Call antes de completas. Llegados a la falda de la montaña descendieron de las carretas para hacer el resto de trayecto a pie. Caminaban delante la viuda y las dos hijas casadas del difunto, junto al rabino que iba a dirigir los salmos; tras ellos iban los maridos de Esther y Batsheva, delante de Eleazar Bensahadon y Asher Ben Barcala, Eudald Llobet y Martí Barbany. A cierta distancia avanzaban las familias políticas, seguidas inmediatamente por las diez plañideras: desgreñadas, rasgándose las vestiduras y arañándose el rostro, en tanto entonaban su desgarrado y monocorde llanto. Por último, cerrando el grupo, unos cuantos hombres que en vida habían sido auténticos amigos de Baruj. El cortejo avanzaba lentamente pues era aquélla una vía muy transitada. Los carros que se dirigían a las canteras, los hombres que a pie y a caballo acudían o regresaban de las mancebías, los grupos de mendigos que entorpecían el paso a todos los itinerantes, los carros que se alejaban con los sobrantes del mercado instalado en los aledaños de la muralla… Todo este trajín contribuía a que el avance fuera lento y el tránsito comprometido.

Poco contribuyó una columna de carretas, casi todas descubiertas, que llegaba a dar la vuelta a las atarazanas y que tiradas por reatas de mulas de paso cansino, cargadas de ánforas clavadas en balas de paja, se juntaron a la comitiva provenientes de la ribera para dirigirse a las grutas de la montaña donde se guardaba el aceite negro que iluminaba la ciudad. Finalmente, el grupo, al llegar a las puertas del camposanto judío, se introdujo en el recinto.

De haber habido un espectador curioso hubiera observado que una carreta cubierta que iba en la fila se apartaba de ella y se colaba en el cementerio por una puerta lateral, deteniéndose a una distancia prudente de la tumba donde se iban a inhumar los restos del cambista. La ceremonia se desarrolló sin demora, pues el tiempo urgía y las gentes intuían que aquél no era un entierro convencional, sino una trágica despedida de la que la mayor parte de asistentes quería retirarse lo antes posible. Aparte de ellos, se veía a un hombre que, amarrado su caballo a un ciprés, con un gorro calado hasta las orejas y de medio escorzo, parecía leer un libro de salmos frente a una tumba vecina.

Al finalizar la ceremonia, Martí se acercó al banco donde descansaba la viuda de Baruj acompañada de sus hijas.

—Señora, si me acompañáis, veréis a alguien que aliviará vuestra pena.

Rivká alzó su mirada interrogante hasta él.

—Id, madre —aconsejó Batsheva.

La mujer se levantó y siguió a Martí hasta el apartado carruaje. Cuando llegaron, él la ayudó a subir por la parte posterior.

Cuando Rivká adivinó más que vio la imagen de su hija pequeña, se abalanzó en sus brazos en un mudo intercambio de amor sin reproches. Luego ambas se sentaron, una frente a la otra, en los bancos laterales del carruaje.

—Hija mía, dentro de la inmensa desgracia que se ha abatido sobre nuestra casa, Yahvé en su misericordia me ha otorgado la gracia de volver a verte antes de mi partida.

—También a mí me ha sido concedida, además de la de acompañar a mi amado padre en su último viaje.

—¿Qué va a ser de ti, hija mía?

—No paséis pena, madre, mi deber es cumplir con lo que me ha tocado vivir.

—Eres aún muy joven, y nada me placería más que tenerte a mi lado, pero sabes que una viuda es menos que nada y que estoy en manos de los que ahora deciden por mí.

—Os lo ruego, madre, no os preocupéis. Sé que un día todo esto pasará y nos volveremos a reunir.

Un leve rasgueo en la lona les indicó que Martí avisaba desde fuera.

Su cabeza apareció por una hendidura de la cubierta.

—Rivká, debéis regresar junto a vuestras hijas. No sufráis por Ruth: cuidaré de ella como lo haríais vos misma. Vuestro esposo me la confió y no defraudaré su confianza. De vez en cuando, os haré llegar noticias.

Las dos mujeres se abrazaron de nuevo. Luego, a la vez que Rivká descendía del carro, se dirigió a Martí.

—Gracias en nombre de Baruj. Siempre os tuvo como amigo predilecto, y debo decir que habéis superado con creces la buena opinión que de vos tenía.

Cuando ya la mujer se hubo alejado, la voz de Jofre resonó desde el pescante.

—¿Regreso ya, Martí?

—Hazlo, pero ten la precaución de no ir a las cuadras. Que baje dentro del patio de casa y que antes cierren las puertas; después, que un criado conduzca la carreta hasta las atarazanas y la deje en nuestro astillero.

—Descuida, que así se hará.

Antes de partir, la voz de Ruth se escuchó a través de la lona.

—Martí, ya que no me permitís hacerlo a mí, cuando haya partido esparcid mi recuerdo sobre la tumba de mi padre.

Y diciendo esto asomó por la hendidura posterior su blanca mano y ofreció a Martí un cestillo lleno de pétalos de rosa.