La horca se había levantado frente al portal de Regomir, pues era éste uno de los más alejados del Call, y si bien era de esperar que, guardando el sabbat, ningún judío saliera de su casa, mejor era prevenir cualquier inconveniente que tener que remediarlo después. La sentencia dictada por el conde a instancias de su consejero, Bernat Montcusí, al que había premiado por hallar tan brillante solución al ingrato asunto de los falsos maravedíes, se iba a cumplir inexorablemente. El consejero de abastos y mercados había aprovechado el acontecimiento para sacar provecho a la fiesta. Desde la madrugada se estaban acondicionando los espacios que había alquilado previamente a los comerciantes que iban a ocupar los puestos de venta de arropes de miel, pequeños muñecos pendientes de horcas diminutas, juglares venidos de lejanas tierras, saltimbanquis y hasta un teatrillo ambulante, donde se iba a representar la detención de un actor caracterizado de judío al que la guardia sorprendía hurtando los dineros del conde, en tanto un vocero iba pregonando la hazaña y unas mujeres vestidas pobremente vendían a la concurrencia una mezcla de frutas y verduras podridas que la plebe podría arrojar al actor que representaba en la tragicomedia el papel del hebreo. Todo ello para mayor regocijo y entretenimiento del populacho mientras aguardaba el principal atractivo de la fiesta. En el centro mismo del patíbulo se alzaba el tétrico artilugio del que pendía la cuerda de cáñamo con la fatal lazada en un extremo. En medio del entarimado, unos carpinteros estaban dando los últimos toques a la escalerilla por la que tendría que ascender el reo, mientras otros artesanos cuidaban de rodear con un largo faldón negro el borde de la plataforma a fin de ocultar a las miradas curiosas el armazón. En la pared de la casa que daba a la fachada del portal y bajo un baldaquín, se había levantado un palco engalanado con colgaduras y alfombrado con tapices, desde donde los condes y sus invitados iban a presenciar la ejecución. Al otro lado, frente por frente, la tribuna de los magistrados, que debía alojar a los cinco jueces y al obispo de Barcelona. La algarabía iba creciendo. Una sección de la host, armada con lanza y adarga y luciendo en la sobrevesta, que cubría su cota de malla, los colores rojo y amarillo de la casa de Barcelona, fue ocupando todo el espacio del descampado para apoyar a los alguaciles que rondaban, chuzo en mano, poniendo orden entre la multitud apretujada tras los soldados. Los artesanos se habían ido retirando y únicamente un hombre encapuchado permanecía en lo alto del patíbulo.
Un clamor creciente como la marea de plenilunio anunció la llegada del carromato, una plataforma de tosca madera sobre cuatro ruedas, en la que descansaba una jaula a través de la cual, atadas a la espalda las manos y calzados sus pies con alpargatas negras, encogido como un pajarillo asustado, se veía al reo vestido con un saco de esparto al que se le habían hecho tres agujeros por los que asomaba la rala cabeza y unos brazos secos como sarmientos. Venía el artilugio tirado por cuatro mulas, precedido por guardias a caballo, y rodeado por hombres de a pie que se iban abriendo paso entre la turba encrespada. El grupo, al llegar a la altura del cadalso, se detuvo y los sayones ayudaron a descender al cambista entre las risotadas del pueblo y un clamor de voces exaltadas.
A Martí, que había acudido al lugar embozado en una capa, creyendo cumplir con una obligación, le pareció ver en lontananza, rondando cerca del cadalso, la imponente figura de Eudald Llobet. Baruj lo observó a la vez. Una mueca descarnada, que quiso ser una sonrisa, apareció en sus labios. Eudald ya estaba a su lado, subiendo entre los guardias los cinco escalones que llevarían a la muerte a Benvenist.
—¿Qué hacéis aquí? Os estáis poniendo en evidencia y os puede costar caro.
—Me importa un bledo, y me río de las conveniencias: mi conciencia no me dejaría en paz de por vida si en trance tan amargo no acompañara al amigo. Esto lo dice vuestra religión y la mía.
—Hacedme la caridad de retiraros: no queráis aumentar mi pena con vuestra desgracia.
—No insistáis.
En la tribuna ya se había instalado la pareja condal rodeada de su corte.
—¿No es aquél vuestro confesor? —inquirió Ramón Berenguer a su mujer.
—Sí.
—Y ¿qué hace allí?
—Imagino que intentar rescatar un alma del infierno.
El oficial que mandaba la escolta, reconociendo a Llobet, le espetó:
—¿Es éste vuestro lugar?
—Yo voy donde me manda la condesa. Si lo dudáis, allá la tenéis: id a preguntárselo.
El cielo se cerró y una lluvia fina comenzó a emborronar el paisaje.
El verdugo colocó el lazo en el cuello del cambista, que se estremeció al notarlo. El oficial ordenó despejar el patíbulo.
Eudald acercó sus labios al oído de Baruj.
—Que Metatrón[29] acompañe a vuestra neshamá[30] para que se encuentre hoy con Elohim.
—Gracias, Eudald, por reconfortarme en la religión de mis mayores.
—Todas llevan al mismo Dios, si nuestros actos han sido buenos.
El oficial tomó a Eudald por el codo indicándole que bajara.
—Adiós, amigo mío, hasta pronto.
Un mensajero trajo al oficial un pergamino desde la mesa de los jueces, éste dirigió la mirada al juez principal. El magistrado inclinó la cabeza. El oficial entregó el manuscrito a un pregonero que desde lo alto del cadalso dio lectura al fallo. Al finalizar, un sonoro redoble de tambores solemnizó el momento. Luego se hizo el silencio. El juez principal se puso en pie y con voz atronadora, mirando al verdugo, emitió la terrible orden.
—¡Cúmplase la sentencia!
El verdugo retiró de una patada el apoyo sobre el que descansaba el reo. Baruj quedó balanceándose en el extremo de la cuerda como un muñeco roto. En aquel instante se abrieron los cielos y la lluvia arreció.
Un hombre justo había muerto.