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El salvoconducto

La condesa se avino a expedir el salvoconducto. El canónigo, en calidad de confesor personal, había demandado licencia para intentar, en un último esfuerzo, convertir a la verdadera fe al condenado de manera que pudiera salvar su alma inmortal, y el ciudadano Martí Barbany le asistiría en calidad de acólito, por lo cual libraba el documento.

Los dos hombres, apenas salido el día, se presentaron a las puertas del Palau Menor, en cuyas mazmorras habían confinado a Baruj.

En la entrada, el centinela tomó el documento en sus manos y al ver el sello de la condesa, tras indicarles que aguardaran, se introdujo en el cuerpo de guardia para avisar a su superior. Era éste un viejo soldado ascendido a oficial por méritos que atestiguaban dos pálidas cicatrices que cruzaban su rostro en sendas direcciones y que salió a su encuentro con el pergamino en la mano.

—¿Os conozco?

Se dirigía a Eudald.

—Tal vez: en esta Barcelona de mis pecados nos conocemos todos.

—Pero no os veo como sacerdote.

—No nací siéndolo.

—¿Por dónde arrastró sus huesos vuestra merced, antes de ahora?

—Por diversos caminos y en muchas circunstancias.

El hombre insistía.

—Yo os conocí de otra guisa. ¿No anduvisteis en las algaradas de Mir Geribert?

—Tal vez, pero no de clérigo.

Al hombre se le iluminó la cara.

—Vos combatisteis en los hechos de Vallfermosa.

—Ahí y en otros muchos lugares, y lo hice en compañía del padre de mi amigo.

El hombre observó a Martí con detenimiento.

—Recordadme su patronímico.

—Guillem Barbany de Gorb.

El hombre lo observó como si hubiera visto a un aparecido. Primeramente se dirigió a Llobet y luego trasladó su atención a Martí.

—¡Por las barbas de san Pedro! Ahora caigo: erais uña y carne, siempre andabais juntos… El día en que una azagaya me hizo ésta —dijo, señalándose la pálida cicatriz—, vuestro padre me sacó del lío. Tiempos gloriosos aquellos y no los de ahora, que cualquier paniaguado hace más méritos de lindo aquí en la corte que los que pudimos hacer nosotros en todas las guerras de la frontera.

—Me alegro de haberos encontrado. Siempre es bueno hallar viejos conocidos.

—Aquí me encontraréis, a los tullidos no se nos requiere para otra cosa que no sea vigilar prisioneros inofensivos o hacer rondas. Vos lo acertasteis, mejor me hubiera ido a mí también de clérigo: habría sido la manera de asegurarme la sopa boba en mi vejez, que se me presenta magra y harto desprotegida, teniendo que soportar, además, a una bruja en casa y a tres hijos.

—Tal vez la vocación no os llamó para hombre de Iglesia.

—Aun sin ella me hubiera convenido más que seguir haciendo guardia en cualquier puesto.

Eudald cortó la verborrea del viejo soldado pensando que bueno era tener allá dentro un aliado.

—Me ha complacido el reencuentro, pero venimos a hacer un servicio y no debemos demorarnos.

—Adelante: uno de mis hombres os acompañará hasta la celda y, siempre que esté de guardia Jaume Fornolls, tendréis el paso libre.

—¿Cuáles son vuestros turnos y cuáles vuestros días?

—Estoy todos los días, entre prima y tercia.

—Lo tendremos en cuenta, para no tener que pedir permisos cada vez. Y ahora, si sois tan amable…

El centinela de la entrada los condujo por varios pasillos hasta la celda que ocupaba Baruj. Llegaron ambos con el ánimo encogido ignorando el cuadro que iban a encontrar. A través de la reja de la puerta observaron al cambista. La estancia era una habitación con verja de hierro en la entrada, pero más parecía un aposento de mala posada que una celda al uso. Una mesa y dos sillas destartaladas componían el mobiliario, completado por un banco arrumbado a la pared que servía a la vez de jergón. En él estaba sentado Benvenist, absorto en sus pensamientos, contemplando la luz del naciente sol que entraba por el ventanuco de la pared y en cuyos pálidos rayos bailaban miríadas de pequeñas motas de polvo. El cambista, si eso era posible, parecía todavía más enjuto y disminuido. Baruj, al notar una presencia en la puerta, giró el rostro hacia ellos y sus ojos acuosos expresaron una mezcla de gratitud y alivio. Lentamente se puso en pie y acudió a la puerta con la misma expresión bondadosa y atenta de siempre.

El encargado abrió la reja y los tres hombres se fundieron en un abrazo.

—Me han ordenado que os deje a solas. Cuando queráis salir, golpead la reja y acudiré a abriros.

Tras estas palabras, el hombre se alejó pasillo adelante.

Ya solos, se sentaron en las sillas Martí y Eudald, en tanto Baruj lo hizo en el camastro.

El canónigo rompió el pesado silencio que, sin quererlo, se había establecido entre los tres.

—Baruj, amigo mío, qué gran desgracia.

—Y qué gran injusticia se está cometiendo en vuestra persona —añadió Martí.

—Los designios de Yahvé son indescifrables e incomprensibles para los humanos. Cuando nacemos tenemos asignados el número de latidos que deberá dar nuestro corazón.

—Pero toda muerte que no venga por caminos naturales y haya sido forzada inicuamente por los hombres es una muerte ruin y sin sentido.

—Perdonad, Eudald, cuando una muerte evita daños mayores, bendita sea. Sirva la mía para aplacar la ira de los poderosos y salvar a mi comunidad de mayores desgracias.

—Imagino que sabéis el cuándo y el cómo.

—Han cumplido el protocolo escrupulosamente. El juez en persona acompañado por dos testigos se ha presentado en esta celda y me ha leído la sentencia. Han sido muy atentos conmigo y a la vez muy hábiles: me colgarán de manera que nadie de los míos acudirá a despedirme, y me alegraré de que así sea. Nadie debe profanar el sabbat por algo tan nimio como una muerte, suceso que, por otra parte, acontece todos los días.

Al ver la resignación y la templanza de su amigo, Martí explotó.

—¡No comprendo cómo podéis tomaros con esta calma tamaña injusticia!

—Y ¿a qué conduciría? Todo está escrito y nadie puede cambiarlo: la muerte nos ha de llegar a todos. La mía sólo se ha adelantado un poco.

—Este fatalismo ha condenado desde hace siglos a vuestra raza: cada Pascua en el séder[28] os felicitáis diciendo «el año próximo en Jerusalén», pero con esta actitud de paciencia resignada ante cualquier contrariedad os auguro que jamás retornaréis.

—Martí —reconvino Eudald—, hemos venido a consolar a nuestro amigo, no a desmoronarlo.

—Perdonad, Baruj, pero es la impotencia mezclada con ira la que me inspira tales palabras. La verdad es que hemos venido a reconfortaros y a hablar de otras cosas.

—Pues dejad a un lado vuestra ira y atendedme primero a mí, que tengo que daros mis postreras voluntades y no hay mucho tiempo.

Eudald y Martí se dispusieron a seguir puntualmente las instrucciones de Benvenist.

—Dentro de nada ya no estaré en este mundo, pero los que más quiero sí estarán. Mis bienes han sido incautados y mi familia, dentro de treinta días, ya no tendrá, en esta Barcelona que tanto amé, hogar donde acogerse y ni siquiera techo donde resguardarse. El destino de mi esposa Rivká y de Ruth me preocupa en grado sumo, no así el de mis otras dos hijas, que ya pertenecen a las familias de sus esposos. Ahora viene, Martí, lo que os concierne. Mi hija pequeña me consta, pues la conozco, que se negará a seguir a su madre por no apartarse de vos…

—Baruj, yo haré lo que…

—Dejadme terminar, Martí, he tenido tiempo de meditar profundamente, tal que si tuviera que entablar con vos, Eudald, una de las controversias que inspiraban nuestras noches de estío. —El anciano se tomó un respiro—. Martí, yo sé que Ruth os ama desde que era una niña. Un padre sabe leer en el corazón de una hija por más que no me haya dicho nada. Primeramente pensé que eran cosas de niña, pero me equivoqué, Ruth es ya una mujer. Tuvisteis la amabilidad de acogerla en vuestra casa salvándome en aquel momento de una situación que hubiera deshonrado a mi casa y obstaculizado, si no impedido, la boda de Batsheva, pero creo que no debí aceptar vuestra oferta, que de no mediar vuestro juramento, jamás hubiera admitido, pero soy consciente de que mi venia ha agravado las cosas. Ahora las circunstancias son tales que no admiten componendas; deberéis obligar a Ruth a seguir a su madre, sin excusa ni subterfugio alguno, a fin de que pueda yo marchar de este mundo con el ánimo tranquilo. Sois la única persona a la que tal vez haga caso.

Eudald y Martí intercambiaron una mirada cómplice que no pasó inadvertida al astuto cambista.

—¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué se me oculta?

Martí, con voz queda y apesadumbrada, habló de nuevo.

—Lo que pedís es imposible.

—¿Por qué?

—Lo que voy a revelaros es muy duro: ni vuestro consuegro ni el marido de Esther quieren a Ruth en Besalú. Dice que peligrarían todos y, entre ellos, vuestra mujer.

Baruj Benvenist se envolvió la cabeza con la arrugada túnica y de esta guisa permaneció en silencio unos instantes.

—No os desmoronéis. Yo no os dejaré en este trance colmando vuestro cáliz con esta angustia.

—¿Qué se os ocurre? —indagó el canónigo al tiempo que el cambista retiraba la prenda de su cabeza.

—Ruth quedará a mi cargo tan segura como si estuviera en vuestra casa en tiempos más felices.

—Todo ello comporta un riesgo que no puedo aceptar.

—Mi buen amigo, tristemente no estáis en condiciones de decidir.

—Estaréis en peligro, Martí —apuntó Llobet.

—Lo he estado otras veces por motivos mucho más fútiles y por personas a quienes apenas conocía.

Dijo esto sin pensar, recordando a Hasan al-Malik braceando en las aguas del puerto de Famagusta.

El buen clérigo insistió.

—Tened en cuenta que estará incumpliendo, no una ley judía sino una orden de destierro firmada por el conde, y que vos seréis cómplice. Alguien la puede ver y entonces nada ni nadie os podrá auxiliar.

—Dentro de mi casa no hay peligro alguno: dispondré el último piso para ella sola y el jardín del torreón será el suyo, haré que Omar, que como sabéis es un experto en la traída de aguas, habilite en el jardín unos baños. No necesitará pisar la calle ni nadie estará autorizado para pasar a donde se halle, y todo ello hasta que cambien las cosas. ¿No decís que es la Providencia la que gobierna el mundo y no los hombres? Pues pienso que vuestro Yahvé o Nuestro Señor Jesús proveerán.

—No me queda otra. Martí, os bendigo y que vuestro Dios os ayude. Marcharé de este mundo con el ánimo tranquilo.

—Queda tiempo todavía; decidme, ya que no es posible intentar que veáis a todos los vuestros, a quién queréis que intente traeros.

—Mi esposa, Eudald, moriría al verme aquí, mis dos hijas mayores tienen ya sus maridos. Si podéis, traedme a Ruth…

—Descuidad, que si está en mi mano, así lo haré.

Martí, transido por una agitación incontrolable, habló con una voz preñada de ternura y de afecto.

—Baruj, me habéis confiado vuestro mayor tesoro. No os defraudaré, va en ello mi honor.

Al abandonar el siniestro lugar, Martí sintió por enésima vez una oleada de odio hacia aquel mal hombre que hacía daño a cuantos le rodeaban. Ignoraba cómo, pero la iniquidad de Montcusí pedía a gritos justicia… y tarde o temprano encontraría el medio de calmar su sed de venganza.