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Santa María de Besora

El carruaje condal tirado por un tronco de seis caballos y escoltado por doce jinetes, volaba más que avanzaba, entre el polvo de los caminos. El marqués de Fontcuberta, que había llegado la noche anterior a Barcelona portando la noticia, había añadido que de no ponerse en camino de inmediato, Ramón Berenguer no alcanzaría a ver con vida a su abuela. Ermesenda de Carcasona agonizaba en el castillo de Besora, por ella fundado.

En cuanto se supo la mala nueva, el conde envió por delante a tres caballeros que le habrían de facilitar el paso por tierras de condes amigos que le habían rendido convenientia, así como caballos de repuesto, pues en cada etapa destrozaba las caballerías. En La Garriga, en El Figaró, en la falda del Tagamanent, en Vic y en Sant Hipòlit hicieron un alto para reponer fuerzas y llegaron a su destino, tras vadear el Ter que iba crecido, a media tarde del segundo día. Era 1 de octubre del año del Señor de 1058.

El camino había sido largo y los esposos tuvieron mucho tiempo por delante para conversar, cosa inhabitual ya que en palacio, constreñidos por sus respectivas obligaciones, poco tiempo tenían para poder ordenar sus cosas.

—Entonces, esposo mío, estamos ante un terrible inconveniente.

—Así es, Almodis. Pensad que la pérdida de tal cantidad de maravedíes no es cosa baladí.

—¿Y decís que los cambistas y su preboste son los responsables?

El conde desvió la mirada hacia el camino y bajó la voz.

—Tiene que serlo, ya que de no ser así la responsabilidad caería sobre el condado. No hace falta decir que el buen nombre de Barcelona está por encima de todo.

—No os entiendo.

—Es claro, esposa mía —murmuró Ramón—. El moro nos engañó. De ahí su interés por terminar el asunto aquella misma noche. La falsificación era perfecta, al punto de que ni los astutos judíos, acostumbrados a manejar cualquier circulante, notaron nada. Si hubiéramos puesto las monedas en circulación tal como las aceptamos, nadie habría observado la falsedad y, caso de hacerlo, el descrédito hubiera sido para el que las acuñó, ya que la efigie de al-Mutamid de Sevilla iba en su anverso. Pero a Montcusí se le ocurrió que redundaría en el prestigio del condado que los dineros fueran buenos mancusos barceloneses, además con mi imagen acuñada en ellos y el escudo condal en su reverso. Fue al fundirlos para llevar a cabo la nueva acuñación cuando se notó que la calidad del oro era tan baja y tan innoble la aleación, que el asunto ya no tenía remedio.

—¿Y qué vais a hacer para salir de este mal paso?

—La política, Almodis, siempre deja cadáveres en el camino. Como comprenderéis, el conde de Barcelona no puede ser engañado por un infiel.

—¿Entonces?

—Hay que buscar un chivo expiatorio, y el que nos conviene es el judío. Si hay alguna comunidad que pueda reintegrar la deuda y que se avenga sin rechistar a cualquier cosa con tal de poder seguir viviendo en Barcelona, ésos son los verdugos de Cristo. El pueblo, como siempre, lo verá con agrado: le regocija sobremanera apalear judíos, y nosotros salvaguardaremos el honor.

—Entiendo, pero observad que si a ellos se les achaca descuido al recibir los dineros, este mismo fallo lo cometió anteriormente vuestro consejero económico, del que ya sabéis lo que opino.

—No es de eso de lo que se les acusa. Argumentamos que los maravedíes que les entregamos eran buenos y que ellos arteramente los fundieron quedándose el oro y ahora pretenden hacernos creer que eran falsos para justificar el montón de plomo que quieren endosarnos.

—Y ¿no será ganarse un solapado enemigo si cargáis el peso de la culpa a la totalidad del Call, sabiendo como sabéis que nada tendrán que ver la mayoría de sus moradores?

—Siempre he admirado vuestra sutileza. Evidentemente, no puedo culpar a todos. Ni siquiera a todos los que recibieron los dineros: eso sería descabezar a la parte económica del Call y no me conviene que todos los que manejan las finanzas queden como culpables ante sus conciudadanos. Lo que debemos hacer, y Montcusí abunda en ello, es responsabilizar a su cabeza visible, que no es otro que el actual preboste de los cambistas, y que cargue con todo el peso de la ley. He de proporcionar a sus conciudadanos un chivo expiatorio; luego se enfrascarán en discusiones estériles: unos lo apoyarán y otros no. Los dividiremos y haremos que se enfrenten, en su división radicará nuestra fuerza, pero al fin pagarán con intereses la deuda. Ignoro de dónde los sacan, pero los semitas siempre acaban pagando, tanto el dinero como las consecuencias.

—¿Y a quién habéis escogido en esta ocasión para que sea el que pague el convite?

—Creo que su nombre es Baruj Benvenist.

Allí tuvieron que terminar su charla El barullo exterior y la marcha lenta del carruaje indicaron que su trayecto llegaba a su fin. Ramón apartó la cortinilla embreada de la ventanilla y ante sus ojos apareció la pétrea mole del castillo.

En cuanto la avanzada pisó el puente levadizo, la guarnición precedida por el alcaide salió a su encuentro.

Entre los silbidos del auriga, el tascar de frenos y un piafar de caballos, la comitiva se detuvo y la pareja condal se dispuso a descender del carruaje. El alcaide, seguido de parte de sus hombres; se adelantó y saludó a los condes respetuosamente, pero con aire de gran dignidad.

—Excelencias, nuestro capellán está rezando por la condesa, y el físico que la asiste no se ha separado de su lado ni un instante, pero temo que no lleguéis a tiempo.

—Entonces, señor, no nos demoremos.

Y diciendo estas palabras, Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, Gerona y Osona, se precipitó hacia el interior precedido por un paje que hacía sonar una campanilla, seguido por Almodis y el capitán de su escolta.

La estancia donde se hallaba Ermesenda estaba en un ala del edificio opuesta a las dependencias de la guarnición.

Al verlos llegar, el hombre que vigilaba la puerta se hizo rápidamente a un lado. La gran estancia estaba en penumbra y al conde le costó hacerse a la oscuridad. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado divisó el mínimo bulto que yacía en aquella inmensa cama con dosel y cuyo rostro parecía esculpido en alabastro. A un costado, un personaje que, a juzgar por su hopalanda y por la gruesa amatista que adornaba el dedo anular de su diestra, debía de ser el físico, que en aquel instante, tomando la muñeca de la moribunda entre el pulgar y el índice de la misma mano, comprobaba la frecuencia de sus pulsaciones. Al otro lado estaba un sacerdote, que rezaba y aún sostenía en la mano el frasco con los santos óleos.

En aquel instante el físico dejó suavemente la mano de la agonizante reposando sobre el lecho y, girando el rostro hacia la concurrencia, negó con la cabeza.

Ermesenda se moría, pero en el inapreciable lapso que medió entre el último latido del corazón y la salida de su espíritu del cuerpo, su intensa vida pasó como un relámpago por su memoria.

Los rostros de sus padres Roger I y Adelaida de Gavaldà se le aparecieron para acompañarla en tan duro trance; la imagen de su querida Carcasona, adornada su memoria por el perfume de su niñez. La presencia etérea de su esposo, Ramón Borrell, a quien acompañó tanto en sus tareas civiles, presidiendo tribunales y asambleas, como en sus campañas militares, que los llevaron hasta al-Andalus. Sus dos regencias: en primer lugar la de su hijo Berenguer Ramón el Jorobado, y después la de su nieto Ramón Berenguer I, que tantos disgustos le había reportado. Sus otros hijos, Borrell y Estefanía, cuya boda le sirvió para pactar con aquel normando Roger de Toëny, al que cabía reconocer, a pesar de los disgustos que le había causado, el hecho de acabar con la piratería en el Mediterráneo, sobre todo la que protegía y alentaba al-Muwafaq, el reyezuelo de Denia. El rostro de su vecino Hugo de Ampurias, con el que tantos pleitos mantuvo por los terrenos de Ullastret. Las presencias de tantos fieles colaboradores, unos ya fallecidos y otros sirviendo ahora a su nieto, su hermano Pere Roger al que había hecho obispo de Gerona, el abad Oliba, obispo de Vic y abad de Ripoll, su senescal Elderich d'Oris, su mortal enemigo Mir Geribert, sus queridas fundaciones, la masculina de Sant Feliu de Guíxols y la femenina de Sant Daniel de Gerona. Pero la figura que en aquel postrer instante adquiría el relieve más odioso era la de Almodis de la Marca, a la que se había visto obligada a defender delante del Papa para el buen gobierno de los condados. ¡Cuántos hermosos sueños rotos y cuánto esfuerzo desperdiciado! Desde el fondo de su corazón sabía que en aquel momento supremo en el que iba a morir a una vida para nacer a otra, debía perdonarla: el necio orgullo que ya no servía para nada no le iba a impedir postrarse incólume en presencia del Altísimo. Con un inmenso esfuerzo, desde el interior de su alma, trazó la señal del perdón: no estaba dispuesta a que aquella barragana se saliera con la suya y le impidiera alcanzar la gloria eterna.

Ramón Berenguer había despedido a todo el personal. Almodis era la única que se había quedado a su lado. No quería que nadie fuera testigo del momento y viera su rostro transido por la pena y adivinara la más ligera sombra de remordimiento. Era consciente de que debía sus condados al sueño de grandeza de su familia que había alimentado aquella mujer, pequeña de cuerpo pero inmensa de espíritu, y a los denodados esfuerzos que había llevado a cabo durante su niñez con una pasión y entrega sin límites, y que él tan mal había correspondido. Aquella reducida figura, que apenas si se dibujaba debajo del adornado cobertor, ocultaba una fuerza, un tesón y una voluntad que para sí quisieran los más conspicuos y esforzados hombres de sus tierras. Ramón Berenguer tomó un crucifijo y lo colocó entre sus manos. Luego, tras un profundo suspiro, habló con voz entrecortada y ronca.

—Ermesenda de Carcasona, abuela querida, descansad en paz.

La voz de Almodis sonó a su espalda.

—Descansad en paz y dejadnos descansar en paz a los que aquí quedamos. Que el Señor en su misericordia os acoja en su seno, pero que se guarde de vos: no vaya a ser que pretendáis gobernar el cielo como quisisteis gobernar vuestros condados. —Luego, en un tono casi inaudible, susurró—: Ahora todo es mío, señora.