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El prendimiento de Baruj

Para el que no conociera la mansión de Martí Barbany, la impresión era grande. La inmensa casona, los artesonados techos, el lujo de sus estancias y la suntuosidad que rezumaba todo el conjunto sólo podían hallarse en el Palacio Condal o bien en las diversas casas que la nobleza del condado tenía entre los muros de la ciudad. Martí Barbany, armador y propietario ya de diecisiete barcos, almacenes y atarazanas, podía permitirse cualquier lujo, aun a costa de despertar la envidia de una apolillada nobleza cuyos rancios escudos estaban, en aquella pujante Barcelona, mucho menos cotizados que los monetarios de aquel esforzado ciudadano. Ishaí Melamed y Batsheva supieron apreciar todos los detalles en la visita que llevaron a cabo para despedirse de Ruth. A Martí, la sola visión del arrebolado rostro de la muchacha al darse cuenta de que él había cumplido su promesa y la gratitud de su mirada, le compensaron con creces. El encuentro fue en el salón mudéjar del primer piso, al que Omar llamaba el «del aceite negro», ya que su mobiliario se adquirió justamente a la arribada del primer barco que llegó a Barcelona trayendo en su bodega las ánforas en las que se envasaba tan cotizado producto. Sin tener en cuenta la presencia de los demás, ambas hermanas se abrazaron, se tomaron de las manos y comenzaron a girar velozmente, como habían hecho durante los hermosos y no tan lejanos días de su niñez, riendo como si todavía fueran dos chiquillas. Luego se detuvieron y Ruth besó en la mejilla a su ya cuñado.

—Cuidádmela mucho, Ishaí. Si no lo hacéis, acudiré donde estéis y os pediré explicaciones.

—No os preocupéis —repuso el nervioso recién casado—. Vuestra hermana estará cuidada como una flor y ya que estáis ambos presentes quiero agradeceros a vos y a don Martí el inmenso favor que me habéis hecho guardando las formas ante la comunidad. De haber vuelto en aquellos días a vuestra casa y conociendo bien a mi padre, pienso que nuestra boda hubiera sufrido grandes retrasos.

Martí intervino:

—Quizá ahora eso no sea tan grave. Además, me consta que muchas de las gentes del Call conocen la situación.

—Lo sé, don Martí. Pero las formas son las formas y los estudiosos de la ley todavía no se ponen de acuerdo al respecto de ciertas cosas y el hecho de que una muchacha judía que ha pasado una noche fuera de su casa, aunque sea por accidente, regrese a ella, aún no es aceptado y la situación hubiera generado grandes tensiones en la sinagoga.

—Bueno, olvidemos esta cuestión, el gran beneficiado de la alegría de Ruth he sido yo. Por cierto, Ruth, vuestro padre me ha dado un mensaje para vos… Pero ahora no perdamos tiempo, vuestros invitados os esperan y he prometido a Baruj que no nos entretendríamos mucho. Regresemos.

En estas disquisiciones andaban cuando un apresurado Omar acudió; por la expresión de su rostro, Martí advirtió que algo ocurría.

—Amo, el padre Llobet os aguarda en vuestro gabinete.

Tras decir a los jóvenes que regresaba enseguida a buscarlos, salió al encuentro de su amigo. En cuanto entró en el despacho, Llobet le espetó al rostro la noticia.

—Martí, ha ocurrido una catástrofe. Cuando apenas habíais partido, ha venido la guardia y se ha llevado a Baruj.

—¿Qué me estáis diciendo?

—Lo que oís.

—¿Qué motivo han alegado?

—Todavía ninguno, pero intuyo que detrás de todo esto está el tema de los maravedíes… y la larga mano de Montcusí.

—¿Creéis que esa víbora habrá osado responsabilizar a Baruj del asunto?

—Y a todo el Call si es preciso.

—¡Hay que hacer algo!

—En primer lugar, hablar con él y si es necesario recurrir a la condesa.

—De lo primero me encargo yo. Ahora lo urgente es regresar junto a Rivká y ver qué consecuencia tiene todo esto.

—Pues no perdáis tiempo.

—Recojo a los novios y parto con vos. No digáis nada por el momento, no alarmemos innecesariamente a las dos hermanas.

Tras las consabidas despedidas, regresaron sin dilación a la casa de Baruj. Apenas llegados al patio de caballerías se hicieron cargo de lo anómalo de la situación: los carruajes partían precipitadamente y casi sin saludarse unos a otros, como quien huye de un incendio. Ishaí y Batsheva quisieron saber lo que ocurría y no hubo otro remedio que ponerlos al corriente. Una vez hubieron descendido del carruaje se dirigieron al interior. Casi no quedaba nadie: la noticia se había esparcido como por ensalmo. La esposa del rabino Melamed y Esther consolaban a Rivká, que en señal de gran infortunio se había rasgado el vestido y lloraba amargamente. El rabino, al ver a su hijo y a su ya nuera, salió a su encuentro.

—¡Hijos, qué desgracia tan grande! ¡Y ha tenido que ser en día tan señalado! ¡Maldita la hora y la circunstancia que obligó al pueblo de Israel a vivir entre cristianos! Lo que tenía que ser una jornada venturosa se ha convertido en un día trágico.

Las preguntas se sucedían sin pausa ni respiro. Batsheva, que estaba junto a su madre, intentaba, entre sus lamentos, entender a su hermana mayor que pretendía ponerla al corriente del infausto suceso.

—Pero ¿por qué? ¿Qué motivo han alegado para tamaño desafuero?

Un silencioso Martí se había acercado al corro y ayudó a incorporarse a la recién casada, que estaba de rodillas a los pies de Rivká.

La profunda voz de Eudald se abrió paso lentamente dominando los lamentos y las conversaciones del grupo:

—De momento nada hay que hacer sino intentar descansar para lo que vendrá mañana y en los días sucesivos. Se ha cometido sin duda una terrible equivocación, pero nada ganaremos agotándonos con llantos. Hemos de ser fuertes para afrontar lo que venga. Y para ello lo mejor es descansar. He avisado al físico Halevi, para que recete a quien convenga algo para calmar los ánimos.

Las sabias palabras del canónigo tuvieron un efecto persuasivo y finalmente, apoyada en sus dos hijas, Rivká se alzó y, tras agradecer a todos su ayuda, se retiró a su alcoba, en tanto arribaba el físico. Mientras tanto los hombres se reunieron en el despacho del dayan del Call.

Eran el rabino Shemuel Melamed, su hijo Ishaí, el padre Llobet, Martí, Eleazar Bensahadon, que hasta aquel año había sido preboste de los cambistas, y Asher Ben Barcala, el tesorero.

Una vez sentados, Eudald Llobet tomó la palabra.

—Señores, hemos de ser prudentes. Se ha cometido un gran desafuero pero conocemos las servidumbres que comporta la relación con los poderosos.

Shemuel Melamed, que estaba completamente desorientado acerca del motivo que podía haber originado la detención de su consuegro, indagó sobre el asunto.

Asher Ben Barcala, que no advirtió la seña que le enviaba el arcediano, explicó, con pelos y señales, la desgraciada historia de los maravedíes.

—Y hete aquí que sin culpa alguna los cambistas judíos nos hemos visto implicados en un feo asunto del que sin duda nos exigirán responsabilidades.

—¡Elohim nos asista! Temo que las consecuencias de este desgraciado despropósito salpiquen a toda la comunidad —exclamó Melamed.

—Esperemos que no sea así. Mañana por la mañana, Eudald, deberéis entrevistaros con la condesa Almodis. A más tardar al medio día, podremos informaros.

—La audiencia que proponéis con la condesa tendrá que esperar. Si no me han informado mal, ha partido esta mañana hacia Santa María de Besora con cierta premura.