La juppá[25] se había montado junto al pozo y la gran mesa del convite estaba instalada bajo el inmenso castaño donde otrora Baruj, durante las noches de estío, entablara con Eudald Llobet interminables controversias sobre temas de filosofía o religiones comparadas y diera consejos a Martí sobre la mejor forma de llevar sus negocios.
Los invitados a la ceremonia iban llegando a la casa. La hija mayor, Esther, que estaba en estado de buena esperanza de cinco meses, y el marido de ésta, Binyamin Haim, que habían venido expresamente desde Besalú, los iban recibiendo mientras Rivká, la madre, se dedicaba, junto a las criadas, a vestir y a peinar a su hija mediana para el rito. El cambista y el canónigo se habían reunido en el despacho a requerimiento del primero, que aguardaba aquel día con una mezcla extraña de felicidad y de tristeza. El casar a Batsheva con un buen muchacho al que conocía desde su Bar Mitzav le colmaba de satisfacción, pero la ausencia de su pequeña Ruth le ocasionaba un gran desasosiego. También contribuía al mismo el silencio del conde sobre el tema de los maravedíes. Aunque justo era admitir que cuantos más días pasaban más seguro se sentía, pues era evidente que nada tuvieron que ver los suyos en el desgraciado suceso y la ley era la ley para todo ciudadano de Barcelona, fuera cual fuese su condición. De cualquier manera, de ello estaba hablando con Eudald Llobet, al que tenía en gran consideración, aguardando el aviso de que todo estaba listo para comenzar la ceremonia.
—Pues ved, querido amigo, que la felicidad nunca es completa. Acompaño a Batsheva en el día más feliz de su vida y como contrapartida tengo a mi hija pequeña desterrada y lejos de mí.
—Terminad la frase: «Por un estúpido incidente».
—Así son nuestras leyes. De haberla recibido en mi casa, esta boda que hoy vamos a celebrar no se llevaría a cabo.
—Entiendo vuestra postura y aquí, al resguardo de vuestro gabinete, os reconoceré que los cristianos también tenemos leyes que mi parvo intelecto se niega a entender. Pero dispensad si os digo que la palabra «desterrada» no describe correctamente la situación de Ruth.
—¿No es cierto que las circunstancias la han obligado a residir fuera de su hogar?
—Evidentemente, pero permitidme que os diga, sin que ello represente una falta de consideración hacia vos, que si la dejarais elegir creo que optaría morar donde lo hace en estos momentos.
—Doy gracias a Elohim por haberme otorgado la gracia de tener un amigo de la calidad de Martí Barbany.
—Jamás hubierais encontrado para vuestra hija mejor refugio que ése.
—Mi miedo no es por él, querido amigo. Me constan su respetabilidad y su rectitud, pero ella es joven y está enamorada. He decidido que en cuanto case a Batsheva, y pese a quien pese, la reintegraré en mi hogar. Luego ya justificaré con quien convenga mi decisión.
Benvenist, tras hacer una pausa, cambió de tema.
—¿Qué pensáis, Eudald, del infausto asunto de los maravedíes?
Llobet a su vez preguntó:
—¿Habéis tenido noticias?
—Ha transcurrido una semana y nada han dicho desde palacio.
—Por un lado, parece buen augurio el hecho de que no tengáis respuesta. Ya sabéis lo que dice el proverbio: «Falta de noticias, buenas noticias». Sin embargo, dado que conozco bien al consejero de abastos, me cuesta creer que no intente sacar ventaja de la situación.
—¿Qué ventaja queréis que obtenga de todo el embrollo? —preguntó un asombrado Baruj.
—No sé, se me escapa… Tal vez pretenda multaros por no haber detectado a tiempo que los maravedíes eran falsos.
—Eso sería tomar el rábano por las hojas. A la delegación que trató el rescate correspondía comprobar la moneda a fin de que no fueran engañados. Yo fui simple depositario de los tres arcones. Cuando se trató de acuñar nuevas monedas fue cuando pudimos detectar el fraude. En todo caso, el delito es de aquel que intenta pasar moneda falsa; nosotros fuimos meros receptores.
En aquel instante unos ligeros golpes en la puerta avisaron al cambista que los componentes del miñan habían llegado.
—Querido amigo, voy a firmar la ketuvá[26] de mi hija a fin de que podamos iniciar la ceremonia.
Gracias a los cuidados de Ruth, a la alimentación y a su fortaleza, Aixa se recuperaba poco a poco de todas las vicisitudes y privaciones que su mutilado cuerpo había soportado. Las heridas del alma cicatrizaban mucho más lentamente y algo que le ayudaba a ello era sin duda volver a tañer su oud, cosa que hacía casi todos los días en el pequeño saloncito del primer piso donde Martí había decidido instalar una cámara dedicada a la música, debido a que el ángulo que formaban dos paredes de piedra rematadas por una pequeña bóveda contribuía a que la sonoridad fuera excelente. Después de cenar, el joven tenía por costumbre reunirse allí con Ruth y escuchar las melodías que las hábiles manos de su antigua esclava iban desgranando y que le traían lejanos recuerdos de su periplo mediterráneo. A Ruth, aquella hora mágica la embrujaba y a veces, acompañada por Aixa, entonaba dulces melodías aprendidas de sus mayores que habían llegado hasta ella a través de la tradición que se había mantenido de una a otra generación por las gentes de su pueblo. A Martí le divertía sobremanera una vieja canción judía que relataba las siete maneras de cocinar un guiso de berenjenas, y siempre la pedía. Sin embargo, aquella noche no lo hizo porque percibió que el humor de la muchacha no estaba para letras festivas. La música sonaba quedamente y la pareja conversaba acomodada en escabeles de cuero moruno, una de las últimas adquisiciones de Martí.
—¿Qué es lo que os acongoja, Ruth?
—Nada, son cosas mías.
—Os conozco bien, ya hace mucho que somos amigos. ¿No me queréis explicar lo que os ocurre?
Ruth calló unos instantes.
—Después de todo lo que habéis hecho por mí no tengo derecho a agobiaros con mis naderías.
—A veces, cuando se expone en voz alta lo que nos parece un problema, éste toma una dimensión mucho más ligera. Hay ocasiones en que incluso se deshace como una bola de nieve.
—No me hagáis caso, a veces me dejo llevar por los sentimientos.
—Eso me consta —dijo Martí con una sonrisa—, pero decidme lo que os acongoja y veréis cómo de aquí a un momento me cantáis lo de las berenjenas y nos reímos los dos.
Ruth lanzó un hondo suspiro.
—El caso es que a pesar de haberme pasado la vida entera discutiendo con Batsheva, siento no poder acudir a la ceremonia de su boda. En la de Esther, era una niña según mi madre y me enviaron a comer a las cocinas con los hijos de nuestros parientes, y ahora que soy una mujer y que podría hacer el papel que corresponde a la hermana de la novia, las circunstancias me impiden hacerlo. ¿Por qué son tan complicadas nuestras leyes?
—Comprendo vuestra pesadumbre y lamento que no esté en mi mano resolver el tema, pero dad por seguro que os explicaré con pelos y señales todo lo que ocurra durante la ceremonia y os prometo que pondré los medios para que podáis ver a vuestra hermana vestida de novia.
Los ojos de la muchacha se iluminaron adquiriendo un brillo especial.
—¿Haréis eso por mí?
—Si vuestro padre lo autoriza, antes de que los novios salgan, los meteré en un carruaje cerrado y os los traeré hasta aquí a fin de que os podáis despedir.
—Si hacéis eso por mí, estaré en deuda con vos de por vida.
Y al decir esto la muchacha ganó el pequeño espacio que mediaba entre ambos y rodeándole el cuello con sus brazos, comenzó a cubrirlo de besos.
La música del arpa de Aixa sonaba lejana, y la ciega, con ese sexto sentido que adorna a los invidentes y tal vez recordando a su perdido y lejano amor de juventud, al darse cuenta de que el murmullo de la conversación había cesado, cambió el registro y comenzó a tocar una dulcísima melodía oriunda de su lejana tierra.
La sangre de Martí comenzó a hervirle en las venas. La muchacha se ceñía a él y al pasar, inconscientemente, el brazo por su espalda, sintió el junco de su cintura. Un montón de pensamientos se agolparon en su mente: el cuerpo que tenía entre sus brazos no era el de una niña y en aquel instante mágico se dio cuenta del peligro que representaba su presencia si pretendía mantener el juramento que había hecho a su padre. Sus labios susurraron:
—Ruth, por lo que más queráis…
La joven se apartó un instante y musitó:
—Lo que más quiero sois vos.
—Es que he jurado…
—Yo no.
Los latidos de su corazón se aceleraron y casi sin darse cuenta comenzó a corresponder a las caricias de la muchacha. La nube oscura que no le había abandonado desde la muerte de Laia comenzó a desvanecerse. Todos sus sentidos caminaban en la negada dirección que marcaba su reprimida juventud. Había tomado el óvalo del rostro de la bella mujer entre sus manos.
—Yo también os… —De repente, la sensatez se apoderó de él—. No puede ser, Ruth… Estoy atado por el juramento que hice a vuestro padre. No pongáis las cosas más difíciles.
Tras decir estas palabras, se puso en pie y abandonó la estancia notando en su rostro la quemazón intensa de los labios de la muchacha, todavía sorprendido por las palabras que había estado a punto de pronunciar, sorprendido por sus propios sentimientos. Jamás pensó que sería capaz de volver a amar.
Mientras, la melodía del arpa de la ciega sonó como un canto de gloria en los oídos de Ruth.
Todos los invitados estaban alrededor de la juppá. Los seis músicos y el coro entonaban el canto de la Hatán Torá El rabino con el manto colocado y con las filacterias en la frente y enrolladas en su brazo izquierdo, en perfecto orden, aguardaba paciente la llegada de la novia del brazo de su padrino, mientras el novio permanecía a un lado del templete junto a su madre. Eudald Llobet y Martí ocupaban un discreto lugar sabiendo que era una excepción que dos cristianos asistieran a la celebración de una boda judía. Desde el fondo el murmullo les hizo estirar el cuello para tratar de ver. Llobet, que sobrepasaba una cabeza a todos los presentes, aclaró:
—Ya vienen.
El cortejo de la novia, con una Batsheva bellísima del brazo de Baruj, seguida de sus damas y del niño que portaba las arras, avanzaba con paso lento y el rostro cubierto hacia el lugar donde la aguardaba el novio.
La música cesó y comenzó la ceremonia. Todos los trámites se fueron cumpliendo. El novio retiró el velo transparente que cubría el bello rostro de Batsheva, ésta entregó el tallit a fin de que el celebrante lo colocara sobre los hombros de ambos contrayentes; luego dieron siete vueltas a la juppá y se leyó la ketubá, y por fin se entregaron los anillos. El novio rompió con el pie derecho la copa de cristal, augurio de buena suerte, en tanto los asistentes gritaban Mazel tov!.[27]
Todo el mundo se repartió entre el jardín y los dos salones de la hermosa casa. Eudald y Martí departían con todos los invitados que conocían las peculiares relaciones de amistad y negocios que unían a Baruj con los dos hombres. Los criados acudían prestos a servir bebida y comida a los diversos grupos que se fueron formando por edades y afinidades. Los novios se habían retirado a una habitación preparada al efecto para recogerse un rato, en un simbolismo que quería significar que los esponsales se habían consumado.
Martí aprovechó un instante en que el viejo cambista se había apartado para dar instrucciones a uno de los mayordomos.
—Baruj, atendedme un instante.
—Claro, querido amigo.
—No sé si es posible, pero si así fuera me gustaría que aprobarais algo que ha de hacer muy feliz a Ruth.
—¿De qué se trata, Martí?
—Veréis, ayer por la noche intuí que estaba afligida y después de sonsacarla me confesó que la entristecía sobremanera el hecho de no poder presenciar la boda de su hermana. De modo que me comprometí, si es que lo autorizabais, a llevarle a los novios a mi casa para que pudiera verlos y despedirse de ellos antes de que partieran de viaje.
Baruj meditó durante un instante, y por fin decidió:
—Creo que hoy puede hacerse una excepción. En cuanto bajen, que ya mi mujer ha ido a buscarlos, y antes de que se incorporen a la fiesta, los haré salir por la puerta de las cocinas y si sois tan amable de acercar el carruaje al patio, podrán partir con vos a ver a su hermana y cuñada.
—Gracias. Mil gracias en nombre de vuestra hija. Os aguardaré junto a la salida.
—Decidle que me hace muy feliz el complacerla y que mañana acudiré con su madre a vuestra casa por la tarde para verla. Hora es ya de que el pájaro vuelva a su nido.
Un alegre Martí llamó a su cochero y éste colocó el carruaje junto a la cancela para evitar curiosas miradas. Al cabo de poco comparecieron Batsheva e Ishaí felices y radiantes.
El joven consorte exclamó orgulloso:
—¡Qué gran idea! Gracias, señor. Mi esposa y yo estábamos pesarosos al no poder despedirnos de nuestra hermana.
El postillón abrió la portezuela del carromato y cuando los tres se hubieron instalado en su interior, se encaramó en la parte posterior de un ágil brinco. El tiro de caballos impecablemente lustrado y con los arreos brillantes y el escudo de la naviera grabado en sus gualdrapas partió hacia la casa de Martí con un trote ligero animado por los silbos del auriga y el restallar del látigo.
La fiesta seguía animada. Caía la noche: el jardín olía a limón y a verbena, las antorchas clavadas en el césped alumbraban a los jóvenes que bailaban en el entarimado, haciendo una gran rueda y cogidos por los hombros, al son de una orquesta que iba desgranando una música que se iba acelerando progresivamente.
Los mayores se habían ido colocando por grupos en el interior de la gran casa. Eudald se entretenía junto al padre del novio, el rabino Melamed, curioseando entre los documentos de Baruj.
De soslayo y sin pretenderlo observó cómo, discretamente, uno de los criados se acercaba donde estaban Baruj y Rivká y al oído del dayan del Call desgranaba un corto recado.
Benvenist cruzó una angustiada mirada con su esposa y tras decirle unas palabras, siguió al criado hacia el recibidor.
A la vez que el cambista cruzaba la puerta que separaba el gran salón del pasillo, Rivká se levantaba presurosa y acudía atosigada junto a él. Eudald, excusándose con su acompañante e intuyendo que algo grave pasaba, cruzó el espacio que le separaba de la esposa de su amigo y fue a su encuentro.
—¿Qué ocurre, Rivká?
—Nada os puedo decir, salvo que Baruj me ha encomendado que os buscara y os pidiera que acudierais al vestíbulo sin dilación.
El canónigo dejó la copa que llevaba en la mano y se precipitó hacia el pasillo.
Las voces se escuchaban contenidas, como guardando el respeto que requería la ocasión. La de su amigo sonaba angustiada y temerosa, la otra más fuerte y sobre todo autoritaria.
—Pero ¿cuál es el motivo?
—Lo ignoro. Me limito a cumplir órdenes.
—¿No puedo acudir mañana cuando se me indique? —preguntó el anciano Benvenist—. Hoy es la boda de mi hija. Tengo la casa llena de amigos que extrañarán mi ausencia.
—Lo siento. Yo soy un simple oficial de la host de Barcelona, y las órdenes que tengo son que debéis acompañarme ahora mismo.
—Pero ¿adónde?
—Ni me incumbe, ni os incumbe. Lo sabréis enseguida.
La voz atronadora de Llobet sonó al fondo del corredor.
—¡A mí sí me incumbe!
En un instante cubrió la distancia que mediaba entre el salón y el recibidor y su imponente presencia llenó la estancia.
—Y vos, señor, ¿quién sois y quién os da vela en este entierro?
—La vela me la tomo yo, y la condesa Almodis, de la que soy confesor, os pondrá mañana al corriente de quién soy.
El otro, que a la luz de los candelabros de la entrada reconoció al personaje, rebajó el tono.
—Excusadme, en la penumbra del pasillo no os había reconocido. Sé bien quién sois.
—Entonces aclaradme qué urgencia es ésta que dispone de un padre el día de la boda de su hija.
—Os aseguro que ignoro cualquier otra cosa que no sea la de requerir al dayan del Call, don Baruj Benvenist, a que me acompañe hasta el Palacio Condal. Aquí acaban mis obligaciones.
—Está bien —dijo el padre Llobet, y añadió, dirigiéndose a Baruj—: Os acompaño.
El oficial interrumpió.
—No procede, señor. El carro es una galera de presos. En el interior sólo pueden ir el detenido y los retenes encargados de su custodia.
La tez del rostro del cambista había adquirido la palidez del alabastro.
—¿Me queréis decir que don Baruj está detenido? —indagó Eudald.
—Ésas son mis órdenes.
—Pero esto es una infamia…
—Repito que únicamente cumplo órdenes.
La mirada del viejo Benvenist era enternecedora.
—Eudald, decidle a Rivká que no sufra y avisad a Avimelej, mi cochero, que acuda con mi carruaje al Palacio Condal a recogerme.
—Algo me dice que no vais a necesitar vuestro carruaje en algún tiempo —añadió el oficial.
—Pues algo me dice a mí que alguien pagará muy caro este absurdo despropósito —replicó Llobet.
Afuera, en la calle, aguardaba una galera con la puerta posterior abierta; dos hombres, chuzo en mano, aguardaban a que el preso subiera la escalerilla.
Un relámpago de ira estalló en el pecho del canónigo y a la vez un mal pálpito acudió a su mente: alguien quería cobrarse la estafa del moro a cuenta, como siempre, de los judíos.