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Los problemas de Baruj

La reunión se celebraba en casa de Benvenist, que aquel año había sido nombrado preboste de los cambistas, cargo que iba a conciliar con el de dayan del Call; había convocado a Martí y a Eudald para comunicarles algo de suma importancia.

En tanto aguardaban en el gabinete la llegada de su anfitrión, ambos conversaban sobre los temas que andaban en boca de las gentes y que de alguna manera les concernían.

—Y, como os decía, durante el camino la condesa Almodis me preguntó por vos y me ha encargado que os comunique que os quiere ver en palacio el viernes a mediodía —dijo Eudald, en un tono que no conseguía ocultar el orgullo que le inspiraba su protegido.

—Me asombra tal honor. No creo merecerlo. Además, nada tengo ahora entre manos que le concierna.

—En el tono que me lo dijo intuyo que es algo que os favorece. De cualquier manera, que la condesa llame a alguien en esa tesitura siempre es positivo. ¡Cuántos quisieran…!

—¿Me acompañaréis?

—Sin duda, allí estaré con vos.

Después de una pausa en la que Martí meditó unos instantes las ventajas de tener tan poderosa aliada, cambió de asunto.

—La ciudadanía está revuelta, Eudald. Las familias intuyen que está a punto de ocurrir algo que va a crear prosperidad en Barcelona. Mucha gente estuvo en las murallas y a nadie escapó que el moro se acercó bajo bandera blanca y asimismo que se retiró al día siguiente. Es vox pópuli que vino a rescatar a nuestro ilustre huésped y que el intercambio, que se produjo por la noche, no debió salirle de balde.

—Estáis en lo cierto. Ignoro la cantidad, pero es innegable que el sábado nuestro conde celebró el festivo acontecimiento anunciando que la expedición a Murcia había rendido pingües beneficios.

—De lo cual se deduce que…

—Para vos algo negativo: el consejero de finanzas ha aumentado sus cotas de poder. La otra noche el conde alzó su copa en su honor. El único que no acompañó el brindis es éste que os habla.

—¿Conocéis el motivo? —preguntó Martí.

—Parece ser, o por lo menos esto se murmura, que fue Montcusí quien llevó el peso de las negociaciones con Abenamar y que por lo tanto se ha cobrado la pieza.

Martí volvió a meditar unos instantes y su mente transitó por complicados vericuetos hasta llegar a la conclusión de que todo aquel que le ayudara se granjearía la inquina del consejero, y temió por su amigo.

—Me dijisteis que nadie acusó los días de vuestra ausencia cuando me acompañasteis a rescatar a Aixa.

—En las casas de los canónigos, que al fin y al cabo es lo que es la Pia Almoina, la alta política también se cultiva y se respeta la veteranía.

—Aclaradme los términos, por favor.

—Bien, todos conocen la dignidad que ocupo cerca de la condesa. Sus llamadas pueden ser a deshora. El obispo me exime hasta de los rezos nocturnos y no me pregunta si he de asistir a una recepción o si Almodis ha requerido confesión a altas horas de la noche, cosa que por otra parte ha ocurrido en alguna ocasión. A nuestro regreso, tras cambiar en vuestra casa mi hábito de guerrero por el de religioso, retorné a mi alojamiento y aún llegué a tiempo para el rezo de laudes de la tercera noche.

—Me alegro de que así fuera. No quisiera que asociaran el hecho del rescate de Aixa con vuestra persona. Bastantes sospechas despierta la amistad con la que me honráis.

—Sin embargo, ahora más que nunca temo por vos: el conde ha ensalzado a Montcusí públicamente, y si antes gozaba de una posición de preeminencia en la corte, ahora todavía ha ascendido más alto en la consideración del viejo. No os descuidéis, Martí: su ambición no tiene límites y ha demostrado ser un malvado, goza de gran predicamento y os puede dañar. Amén de que su prestigio de componendas de las finanzas se ha acrecentado entre la plebe que sospecha que la lluvia de maravedíes que va a caer sobre la ciudad, se debe en parte a él. Todos adecentan sus establecimientos intuyendo que algo de toda esta riqueza irá a parar a sus arcas. No olvidéis que en la reunión del sábado iban y venían los criados de palacio atendiendo a los invitados, y muchos de ellos tienen parienta y la que apoya la cabeza en la almohada de un hombre goza de gran influencia. Contad con que la noticia correrá de boca en boca entre las comadres e irá ganado en ponderaciones, y lo que ayer era cien hoy es mil y mañana diez mil. Tened cuidado, os repito.

—Mejor que se preocupe él. Yo no necesito más dinero, y en estos momentos ni siquiera me preocupa la amistad del conde, máxime teniendo la de la condesa.

—La juventud es osada, pero no debéis ignorar que un enfrentamiento con los poderosos siempre es muy aventurado y que un decreto o una nueva ley puede limitar vuestra actividad y reducirla a la nada. Procurad no saltaros el menor de los reglamentos; si os puede atrapar en algo, lo hará y si me permitís un consejo, no olvidéis que quien planea una venganza deberá preparar dos tumbas.

—Descuidad, Eudald, no temáis por mí. Ya no soy tan joven y sabré defenderme.

—Sois hijo de vuestro padre —dijo el padre Llobet con un suspiro—. Entrando en combate decía las mismas cosas.

En aquel instante se abrió la puerta del gabinete y Baruj Benvenist, tras cerrarla con sumo cuidado, se adelantó hacia sus amigos. Eudald y Martí se alzaron de sus respectivos asientos y tras los saludos de rigor se dispusieron cómodamente para lo que iba a ser una larga tarde.

El anciano cambista parecía haber envejecido diez años desde la marcha de Ruth.

—¿Cómo está mi hija, Martí?

—Ya os lo he dicho en mil ocasiones: nada debéis temer.

—No es por mí, Martí, a mí me sostienen mis creencias judías… Pero mi esposa Rivká, aunque es una auténtica Eshet Jáil[21], sufre en silencio, todos los días, la ausencia de su pequeña.

—Comprendo la angustia de ambos al no gozar de su compañía, pero tened la certeza de que es feliz y de que a mi lado estará siempre segura. Veréis cómo llegará el día en que todas estas tradiciones se atenúen. Esta mañana la ha recogido su hermana y se han ido a la micvá de Sant Adrià, ya que a la del Call no puede asistir y en la Barcelona de los gentiles no se encuentran tales instalaciones.

—Son nuestras costumbres. La mujer debe purificarse después de estos días. Pero mejor hablemos de lo que nos concierne, ya que debo consultaros a ambos algo que ha ocurrido y que me preocupa.

—Somos todo oídos —apuntó Eudald.

El cambista se retiró la kippá y extrayendo del bolsillo de su túnica un pañuelo se lo pasó por la húmeda calva.

—Veréis, hermanos míos, debo ser prudente, ya que las decisiones que tome como preboste de los cambistas, cargo que ostento durante este año, pueden tener fuertes repercusiones en toda la comunidad.

Ambos interlocutores se dispusieron a escuchar atentamente las alegaciones de Baruj.

—Ayer tarde se presentó en mi casa el intendente de abastos acompañado de dos secretarios. Acudió en nombre del conde. Expresó algo que era más una orden que una petición.

Las miradas de ambos hombres indicaban la atención que ponían en el relato.

—El caso es que hemos de dejar mi sótano expedito al servicio de la casa de los Berenguer. En esta semana pondrán a nuestra disposición una cantidad inmensa de maravedíes, que son sin duda el beneficio del trato con el moro.

—¿No os decía que las noticias corren muy deprisa? —comentó el canónigo.

—¿Y en qué nos afecta el pacto al padre Llobet y a mí?

—Al padre Llobet en nada. Sí a vos, que habréis de retirar el cofre de vuestros depósitos, ya que el conde exige la total exclusividad del espacio.

—Y los otros que tienen allí sus caudales, ¿también deberán retirarlos?

—Por supuesto, pero además he convocado esta noche una reunión del muccademín para determinar cuál ha de ser el interés que deberemos ofrecer al conde por disponer durante un año sus dineros.

—No os preocupéis por mí. Mañana mismo acudiré con hombres de mi casa y me llevaré mis caudales.

—Aún hay más —prosiguió Baruj—. Sabéis que los judíos son los únicos autorizados para acuñar moneda. Pues bien, el conde quiere conmemorar la efeméride y nos ordena fundir los maravedíes y fabricar mancusos que lleven estampado en un lado el perfil de su rostro y en el otro, el escudo condal.

—Hay que reconocer que es buena medida para prestigiar su casa y el nombre de Barcelona —apostilló Eudald.

—Bien, es como decís, pero eso nos va a dar un trabajo extremadamente complejo: aparte de fundir las monedas y convertirlas en lingotes, habrá que hacer troqueles nuevos según el tamaño de la moneda. Habrá que hacer también matrices nuevas, y eso lleva tiempo.

—Que es lo que desea el conde para excusar sus pagos. Nadie se negará a algo que prestigie la ciudad, y como nosotros deberemos avalar sus pagarés ante los condes acreedores, todo redundará en su beneficio.

—Sin embargo, algo no me encaja. Sabéis el encono que siente el consejero por los de mi raza. La idea sin duda ha sido suya y nada puede venir de este hombre que sea bueno para mi pueblo.

—Si por ganar los favores de la casa de los Berenguer debe favoreceros, mal que le pese, así lo hará. Como comprenderéis, él no puede acuñar moneda: os necesita.

La tarde fue transcurriendo lentamente y el judío invitó a su mesa a sus amigos. Rivká se reunió con ellos. Baruj presidía la mesa y después de rezar el Ha Motz ordenó que se distribuyeran las viandas; Martí y Eudald degustaron aquella cena kosher con verdadera fruición y sin reparo alguno.