La noche del siguiente sábado las luces del primer piso del Palacio Condal estaban encendidas. Tras los lobulados ventanales, se veía trajinar a los sirvientes portando bandejas de manjares selectos y copas llenas de excelentes mostos del priorato. El conde Ramón Berenguer había convocado una Curia Comitis[20] para resolver consultas y al finalizar celebraba, acompañado de sus más íntimos colaboradores, el triunfo que representaba, para su esquilmada hacienda, aquella riada de maravedíes venidos a las arcas condales. En aquella señalada ocasión los tronos de ambos cónyuges estaban separados y cada uno recibía a sus respectivos deudos en un extremo del salón. Al fondo estaba el conde rodeado de los suyos: el veguer, Olderich de Pellicer; el senescal, Gualbert Amat; el obispo de Barcelona, Odó de Montcada; el notario mayor, Guillem de Valderribes; los jueces, Frederic Fortuny i Carratalà, el honorable Ponç Bonfill i March y el ilustradísimo Eusebi Vidiella i Montclús, que mediaban en las litis honoris, o pleitos que versaban sobre el honor y los derechos de los ciudadanos notables; por supuesto, también estaba su consejero Bernat Montcusí, además de los Cabrera, Perelló, Muntanyola y un largo etcétera de nobles familias del condado.
Junto al gran balcón, se hallaba Almodis rodeada de su pequeña corte. Su confesor Eudald Llobet, el capitán de su guardia personal.
Gilbert d'Estruc, la primera dama doña Lionor, doña Brígida, doña Bárbara, Delfín, y vestidos como dos hombrecitos los jóvenes príncipes, Ramón y Berenguer. Finalmente, a sus pies y vigiladas por la que fuera su vieja aya doña Hilda, gateaban las pequeñas.
El ruido de las conversaciones iba in crescendo cuando una campanilla manejada por el conde hizo enmudecer al personal. El silencio avanzó como una ola y la voz de Ramón Berenguer I, conde de Barcelona, llegó hasta los últimos rincones del gran salón.
—¡Albricias, amigos míos! Demos gracias a Dios. Lo que amenazó con ser un profundo fiasco ha devenido en gran victoria y, como suele decirse, «bien está lo que bien acaba». Aun suponiendo que el botín de Murcia hubiera sido excelente, jamás hubiera llegado a alcanzar la suma que ha representado el rescate del rehén que ha sido nuestro real huésped durante este año. Os doy las gracias a todos por vuestra fe y vuestra paciencia. Ahora, una vez contabilizado el montante, llegará el momento de saldar deudas y de dar a cada uno lo suyo. La Iglesia, que nos apoyó con sus oraciones en los momentos de zozobra y tribulación, recibirá un generoso óbolo. —Al oírlo, el obispo inclinó levemente la cabeza—. La ciudad, y en su nombre su veguer, gozará también de nuestra generosidad. —Ahora el que alzó su copa fue Olderich de Pellicer—. Y, cómo no, también los condes amigos que pusieron a sus huestes bajo mis pendones serán debidamente recompensados.
La voz de Ermengol d'Urgell resonó al fondo.
—¡Larga vida al conde de Barcelona!
—¡Larga vida! —respondieron todos a una.
—Únicamente os ruego un poco de paciencia. Hacer el arqueo de esta aventura no es tema baladí, y hasta que mis contables no den la cifra exacta del beneficio no podré comenzar a pagar mis deudas. Pero tened por seguro que ello repercutirá en favor de todos.
Y entonces, alzando su copa, anunció:
—Por futuras y rentables conquistas, y por grandes pactos que redunden en provecho del condado, y esta dedicatoria va por vos, mi dilecto consejero Bernat Montcusí, que con tanta sagacidad como clarividencia habéis velado por el compromiso.
El consejero, hinchado como un sapo, aceptó los parabienes de los presentes que secundaron el brindis de su señor, si no por convencimiento sí al menos por pleitesía. Únicamente dos personas no alzaron sus copas. La primera fue Eudald Llobet, confesor de la condesa, que, con el rostro sereno, mantuvo el gesto digno. La segunda fue Marçal de Sant Jaume, que había sufrido los sinsabores de la condición de rehén y que en aquella ocasión se sentía mal pagado, postergado y humillado.
Las gentes, finalizada la velada y con exceso de licor en sus estómagos, fueron abandonando el palacio.
Ya en la intimidad del tálamo, la pareja condal conversaba tranquilamente. La condesa, sentada ante un espejo, cepillando su roja cabellera con un peine de coral y púas de marfil, se dirigió a su esposo, que ya acostado la aguardaba en el lecho a fin de celebrar el final de un día perfecto.
—Ramón, esposo mío, aplaudo vuestro gesto y celebro que todo aquel cúmulo de desventuras que padecimos haya acabado de modo tan brillante y provechoso para el condado.
—Os lo agradezco. Daos cuenta de que nos corresponde un tercio del total: diez mil maravedíes. Con ellos pagaré lo que nos queda de la adquisición de Carcasona y Razè y con el resto ajustaré las cuentas con la tropa y los aliados, que verán que el conde de Barcelona siempre paga sus deudas. —El conde se incorporó en el lecho y contempló el reflejo de su amada esposa en el espejo—. Almodis, me consta que siempre puedo contar con vuestra ayuda. Os portasteis como un soldado; sois mucho más que el reposo de un guerrero.
—Si así me consideráis y teniendo en cuenta que queréis saldar vuestra deuda con todo el mundo, ¿cómo es que no habéis pensado en entregarme una recompensa?
—¿Qué puedo ofreceros? Todo lo mío os pertenece.
—Eso me consta —dijo Almodis con una sonrisa—, pero yo también tengo compromisos.
—Y ¿cuáles son esos grandes compromisos?
—Débitos contraídos con mi gente, a los que debo atender: la sopa de los pobres que cada día se reparte en la seo representa un costoso dispendio para mi pequeña economía, las monjitas de los conventos de los que soy protectora, y finalmente, aunque nada os diga, también me agradan las veleidades que tiene toda mujer.
—¿En cuánto valoráis mi deuda?
—Me daré por satisfecha con la vigésima parte de vuestro beneficio.
—Eso es mucho dinero, esposa mía.
Almodis se puso en pie, y despojándose de su verde bata de brocado, con la roja cabellera suelta como única vestimenta, se acercó al gran lecho.
—En él incluyo el placer con el que os voy a obsequiar esta noche.
—Como siempre, me habéis convencido, querida, amén de que esta noche en particular, no me hubiera agradado tener que dormir en la antecámara de nuestra alcoba.