Todas las campanas de la ciudad, siguiendo a la de Santa Eulàlia en la seo, comenzaron a repicar furiosamente reclamando la presencia de las gentes armadas en la zona de la sinagoga. Las calles se llenaron de paisanos provistos con toda clase de armas: horcas, azadones, arcos, lanzas, cuchillos, mazas… y las cofradías se iban alineando en los lugares que tenían asignados. Los aledaños de las plazas eran un hervidero de hombres que acudían sin saber el porqué de la orden. Lo único evidente era que las campanas habían convocado a sacramental y la obligación de cada cual era obedecer las directrices que se dieran al somatén. Las filas de paisanos iban aumentando.
Martí, que era jefe de los trabajadores de las atarazanas (calafateadores, herreros, torcedores, carpinteros de ribera, cordeleros, remachadores, etc.), se dispuso a partir en cuanto oyó el toque de campanas. Omar, Andreu y Mohamed, ya un mozalbete, seguían a su patrón.
Una azorada Ruth se presentó sin casi llamar a la puerta de sus habitaciones.
—¿Qué es lo que ocurre, Martí?
—Sé tanto como vos. Lo único que me consta es que en el menor tiempo posible debo estar armado en la plaza cerca de la sinagoga el frente de mis trabajadores.
—¿Y luego?
—La puerta que nos corresponde es la de Regomir. Si no mandan otra cosa, allá deberé estar para defenderla.
—¡Pero si a vos no os compete! ¿No están los nobles feudales para este menester? Si no, ¿para qué otra cosa sirven? El trabajo los denigra en tiempo de paz, y cuando hay que combatir piden ayuda a todos los ciudadanos. ¿A qué vienen, entonces, tantos privilegios?
—Sería muy prolijo, Ruth. Pretendéis que os resuma la gloriosa historia de esta ciudad en un rato, precisamente ahora que debo partir y no tengo tiempo.
Sin embargo, la muchacha no cejaba en su interpelación y quiso saber más.
—Los de mi raza tienen muchas desventajas en cuanto a ciudadanos; sin embargo, en situaciones como la actual, deben quedarse en el Call como si nada fuera con ellos.
—Precisamente porque no son considerados ciudadanos de Barcelona. Y es ésta una consideración tan excepcional que no se da igual en ningún otro lugar de la península. Tendríais que visitar Venecia, Génova o Nápoles y ni allí encontraríais parangón semejante en cuanto a privilegios se refiere.
—Es la primera vez que creo que ser judío representa alguna ventaja.
—Alcanzadme la espada que fue de mi padre —ordenó Martí con una seña.
La muchacha tomó entre sus manos la vaina del arma y se la ciñó a Martí en la cintura, aprovechando la coyuntura para mantenerlo por unos instantes rodeado entre sus brazos. Él la intentó separar. Luego súbitamente, la muchacha se puso de puntillas, alzó su rostro hasta la altura del de Martí y depositó en sus labios un beso tímido y leve, como el aleteo de una mariposa.
—¿Qué hacéis, Ruth? —indagó Martí cuando ella separó su boca de la de él, en tanto que un fuego interior desconocido hasta aquel momento le mordía las entrañas.
Ruth lo miró de frente y dijo en voz alta y clara:
—Os vais a la guerra y os despido. Os amo desde que era una niña y tiemblo solamente de imaginar que os pudiera pasar algo.
Martí se dio cuenta de que la niña había crecido y que la que estaba plantada frente a él era una hermosa y turbadora criatura.
Asimismo tomó conciencia de su deber hacia ella y recordó el juramento dado a su padre.
El hombre, hecho un manojo de nervios, argumentó:
—Ruth, yo también os profeso un gran afecto pero esto no debe volver a suceder nunca más. Vuestro padre me ha confiado vuestra protección. Os ruego que no hagáis las cosas más difíciles.
Tras estas palabras, y tomando el bacinete de encima del lecho, partió Martí llevando en la cabeza un autentico revoltijo de ideas.
Junto a sus criados, armados todos hasta los dientes, llegó al punto indicado justo a tiempo. Jofre ya estaba allí, no así sus otros capitanes, que en aquella señalada ocasión estaban de viaje. Martí se colocó frente a su gente, aunque tenía la cabeza en otra cosa.
Finalmente el repiqueteo de campanas cesó y el veguer, desde el palacio, arengó a la inquieta multitud. Olderich de Pellicer, tomando una bocina de latón que le entregó un consejero y llevándosela a los labios, habló:
—Sou atents?
La tropa respondió con una sola voz:
—Som atents!
—¡Vecinos de Barcelona! Hemos sabido a través de las señales de las hogueras y del sonido de los cuernos, y por los emisarios de otras poblaciones, que una fuerza sarracena considerable se está acercando a las murallas de la ciudad. Ignoramos cuáles son sus intenciones pero debemos estar preparados para cualquier eventualidad. Que cada uno acuda a la puerta de la muralla que tiene asignada y se ponga a las órdenes del jefe militar de ella. Las mujeres que se apresten a transportar agua y a mantener los fuegos encendidos y los niños que cuiden de transportar piedras para alimentar las catapultas. Vecinos, ¡viva Barcelona! ¡Viva santa Eulàlia!
Tras esta proclama la muchedumbre se disgregó ordenadamente. Guiados por sus jefes, todos fueron recibiendo a las huestes que debían defenderlos. Martí llevó a los suyos hasta la puerta de Regomir y allí aguardó a que el jefe militar correspondiente le diera las órdenes pertinentes. Instintivamente llevó el dorso de su diestra hasta sus labios e intentó borrar el beso que la muchacha había depositado en ellos y que aún le quemaba.
En el Palacio Condal la actividad era febril. Después de escuchar a los mensajeros, el conde se había reunido con el senescal, el veguer y los consejeros áulicos entre los que se hallaba el intendente Bernat Montcusí.
Ramón Berenguer ocupaba la presidencia de la larga mesa a punto de dar instrucciones a sus capitanes.
—La situación, señores, es la siguiente. Una fuerza selecta, por más que no excesivamente numerosa, ha atravesado el Llobregat y se acerca a la ciudad por el flanco sur. La cosa en sí carece de importancia si supiéramos que esta hueste no es una avanzadilla de otra mayor. Debemos, por tanto, estar preparados. Gualbert —dijo Berenguer, dirigiéndose al senescal mayor—, tomaréis el mando de la operación de defensa de la ciudad en tanto que yo mismo, al frente de doscientos jinetes, saldré a su encuentro.
Todos callaron, pues conocían desde siempre cuál era su misión en caso de que algún enemigo intentara asaltar Barcelona. No estaba claro quiénes iban a acompañar al conde en la avanzada. Gilbert d'Estruc, Bernat de Gurb, Guerau de Cabrera, Perelló Alemany y Guillem de Muntanyola aguardaban expectantes que recayera sobre ellos el honor de acompañar al conde llevando el estandarte.
Una voz sonó al fondo de la asamblea.
—Padre, creo que ha llegado la ocasión de que me otorguéis el mando de la expedición y que aguardéis protegido dentro de las murallas de la ciudad. A vuestra edad es más aconsejable que permanezcáis a buen resguardo en lugar de salir a campo abierto.
La voz era la de Pedro Ramón, primogénito de Ramón Berenguer, fruto de su primer matrimonio con la fenecida Elisabet de Barcelona.
Todos los presentes dirigieron las miradas al viejo conde, imaginando una firme y contundente respuesta.
Éste respondió armado de paciencia.
—Tiempo tendréis, hijo mío, de mandar. Vuestro padre aún no ha dimitido de sus obligaciones y no olvidéis que la legitimidad de un linaje se basa en que quien ostente el poder lo haga cuándo y cómo le corresponde. Vuestro tiempo aún no ha llegado, y seré yo quien decida el cuándo y el cómo.
La respuesta del hijo sonó áspera y desabrida.
—El cuándo será cuando faltéis vos pero no el cómo. Mi primogenitura es inalienable: nadie debe saltarse ese orden. Os ruego que no lo olvidéis, y que se lo recordéis a vuestra esposa, ya que pretende raras maniobras a fin de colocar a vuestros gemelos, mejor dicho a uno de ellos, en el trono del condado de Barcelona, soslayando mis derechos.
Tras estas palabras el iracundo joven abandonó la estancia.
La voz de Bernat Montcusí, consejero económico del conde, interrumpió la tensión del momento.
—No hagáis caso, señor. Dejad que el gallito afile los espolones y no le tengáis en cuenta sus palabras.
El astuto Montcusí quería dejar constancia de que había roto una lanza a favor del heredero, ya que sin duda su acción llegaría a sus oídos y un día u otro podría sacar rédito de su defensa.
Después de escoger a los capitanes que le iban a acompañar en la descubierta, el conde Ramón Berenguer se puso al frente de la tropa que iba a salir al encuentro de Abenamar, que se acercaba para intentar rescatar a ar-Rashid, primogénito de al-Mutamid de Sevilla, pagando el menor coste posible.
Las almenas se veían totalmente ocupadas y entre los merlones asomaban temibles los arcos de largo alcance de los defensores. En las plataformas de las torres lucían amenazadoras las catapultas de torsión, cuyo tensor estaba formado por tripas de caballo trenzadas y calentadas en aceite de palma, y los onagros[19] con las cucharas cargadas de un montón de piedras de regulares proporciones que al ser lanzadas, se esparcirían provocando una gran mortandad entre las tropas de los asaltantes. A menos de una legua se divisaba la fuerza enemiga. Se componía ésta de unos quinientos jinetes o más, montados en soberbios corceles árabes.
La puerta del Bisbe se abrió, y acompañando a Ramón Berenguer, conde de Barcelona, salió una tropa de jinetes que formó bajo la muralla enarbolando el pendón cuatribarrado, rojo y amarillo, en cuyo centro lucía la imagen de santa Eulàlia.
Al divisar a las fuerzas catalanas, la tropa sarracena adelantó una embajada de seis jinetes que avanzó bajo dos estandartes, el verde de la ciudad de Sevilla, en cuya mitad y en letras doradas figuraba la leyenda «Alá es grande», y otro blanco que indicaba que avanzaban en son de paz. La embajada mora se detuvo a media legua y allí aguardó a que los catalanes enviaran a sus representantes.
Ramón Berenguer se volvió hacia sus capitanes.
—Hete aquí que temíamos lo peor y que lo que intuyo que nos llega es el precio que nos debe pagar el moro por el fiasco de la campaña de Murcia. Vamos pues a su encuentro.
El conde eligió a seis de sus acompañantes, entre los cuales, y como hombre entendido en números, se hallaba Bernat Montcusí, cuyo caballo sufría el peso de sus excesivas carnes, y su hijo Pedro Ramón, al que quiso halagar en compensación de la violenta escena habida en los salones de palacio.
Las dos avanzadas se encontraron a medio camino. En esta ocasión el diálogo no fue lo florido y considerado de la vez anterior. Comenzó el discurso Abenamar, que iba al frente de la legación hispalense.
—Señor conde de Barcelona. Vengo en representación de mi rey y amigo al-Mutamid de Sevilla a rescatar a su primogénito, al que retuvisteis contra su voluntad y que nos obliga al pago que exigisteis en nombre de no sé qué derecho.
El conde, avezado diplomático, acostumbrado a pactar en infinidad de ocasiones a fin de mantener el delicado equilibrio existente entre los diferentes condados catalanes, no entró al engaño y habló sereno sin provocar al moro, consciente como era de que lo que convenía al condado era cobrar el rescate y no entrar en guerras dialécticas que a nada conducirían. Cuando iba a responder, sonó detrás de él colérica y acalorada la voz de su hijo.
—No comprendo, padre mío, cómo os dejáis faltar al respeto en vuestras tierras por este moro, contra quien, si de mí dependiera, habría azuzado a los perros y echado a cintarazos —exclamó Pedro Ramón, a quien los años habían dado apostura, pero ni una pizca de diplomacia.
Abenamar, que encajó el exabrupto sin que un solo músculo de su rostro se moviera, aguardó hasta ver la reacción del padre. Ésta no se hizo esperar.
—¡Pedro Ramón! Mucho os falta para entender cómo debe comportarse un buen gobernante. Cuando dos legaciones se hablan bajo la bandera blanca, sagrado símbolo de la paz, nadie es más que nadie y el respeto debe mediar entre unos y otros.
—¿De qué respeto habláis? ¿Del que os ha tenido este infiel que os acusa de haber obrado contra derecho?
—¡Basta ya! Os conmino a que os retiréis ahora mismo. No sois digno de formar parte de esta embajada.
Pedro Ramón, con el rostro descompuesto y escupiendo en el suelo, volvió grupas y partió raudo, fustigando sin clemencia a su caballo.
El conde se dirigió de nuevo a su interlocutor.
—Os pido excusas. Ya sabréis perdonar su intemperancia.
—Todos hemos padecido esta maravillosa enfermedad que es la juventud y que solamente cura el paso del tiempo. Pero vayamos a lo nuestro, ¿cómo va a ser el intercambio de rehenes?
De nuevo una voz sonó entre las gentes del conde. Era Bernat Montcusí.
—Señor, si me permitís…
—Hablad, Bernat.
—Antes de proceder a ello, hemos de contabilizar una suma considerable de maravedíes. Lo cual es prolija tarea que no se concluye en un momento.
—¿Qué es lo que proponéis?
—Mañana al amanecer, antes de que salga el sol, nos volveremos a reunir aquí. Nuestros deudores acudirán con las arcas que contengan los dineros acordados, y nosotros lo haremos con eficientes contadores y con dos carretas para transportar tan delicada mercancía.
—¿Entonces?
—Cuando todo esté conforme y antes de que acudan los respectivos rehenes, las carretas pasarán a nuestra retaguardia, que estará compuesta por cincuenta caballeros; entonces y solamente entonces, cada uno traerá el rehén del otro.
—¿Os parece bien? —interrogó el conde.
—Sí. Únicamente propondría que, si os parece, y aprovechando que hoy hay luna llena, podríamos adelantar la operación a esta noche. Cumplida mi tarea debo partir para Sevilla, y ya sabéis que la distancia es considerable.
Berenguer intercambió una somera mirada con su consejero y con el senescal. Ante el consentimiento de ambos, respondió:
—Si éste es vuestro gusto, sea. Al fin y a la postre, cuanto antes acabemos este enojoso asunto mejor para todos.
Tras estas palabras, ambas legaciones se retiraron hacia sus respectivos cuarteles.
La luna salió puntual, hermosa, redonda y blanca, y al conde le pareció un claro augurio del buen trato pecuniario que estaba a punto de realizar. Los habitantes, por consejo de Montcusí, se habían retirado de las murallas ante la certeza de que la hueste del enemigo era muy inferior. Únicamente soldados profesionales aguardaban tras los merlones de la fortificada ciudad.
En el momento acordado, se abrieron de nuevo las puertas y salieron por ellas los elementos necesarios para llevar a cabo tan delicada maniobra.
Apenas traspasada la muralla, el grupo de caballeros que custodiaba a ar-Rashid se detuvo esperando órdenes.
El grueso de la embajada avanzó cercada de hachones que habrían de iluminar toda la operación. A la vez y del otro lado comenzó a desplazarse una numerosa comitiva de luciérnagas.
Ambos grupos se encontraron a medio camino. El diálogo fue escueto: todos tenían ganas de terminar rápidamente y con bien la transacción.
Unos porteadores, cuyas frentes brillaban de sudor bajo el pálido reflejo de la luna, depositaron en el suelo las parihuelas que transportaban dos inmensos cofres de roble. Luego se hicieron a un lado y a una breve orden, regresaron a su campamento. Entonces Abenamar, con gesto solemne, descendió de su cabalgadura y sacando de entre sus ropajes una llave de oro, la introdujo sucesivamente en las cerraduras de ambos arcones y dando una palmada ordenó a dos siervos que abrieran las combadas cubiertas.
Ante la atónita mirada de aquellos rudos soldados aparecieron, iluminados por la lechosa luz de la luna, una cantidad jamás vista de maravedíes de oro, que cegó a los presentes.
—Ahí tenéis lo convenido —habló el moro.
—Bernat, obrad: confío en vuestra capacidad.
A la orden del conde, Montcusí, que en aquella ocasión había acudido en uno de los carromatos, llamó a cuatro de sus hombres que rápidamente desplegaron sendas mesas. Ayudados por dos servidores que manejaban los ábacos, comenzaron a contar maravedíes y a anotar en pliegos de vitela con cálamos de caña, ristras y más ristras de números.
La operación fue farragosa. Tras un buen rato y cuando la luna estaba en el cénit, procedieron a intercambiar los rehenes. De ambas retaguardias acudieron los grupos. Marçal de Sant Jaume y ar-Rashid cambiaron de bando. Las carretas que transportaban el tesoro habían partido custodiadas por los hombres que habían acompañado al conde. Ya se iban a despedir las embajadas, cuando la voz enconada del hijo de al-Mutamid rasgó la noche dirigiéndose a Ramón Berenguer:
—¡Que la maldición de Alá, el único, el más grande, el justiciero, caiga sobre vuestra cabeza! Que vuestra sangre se derrame en luchas fratricidas, que vuestros hijos sean los asesinos de vuestros hijos y que vuestra estirpe se agote sin dar frutos, como un árbol seco.
Los caballeros catalanes de la escolta ya iban a echar mano a las espadas cuando la voz de Abenamar templó los ánimos.
—Sabed perdonar, conde. ¿No habéis reconocido hace un rato que la juventud es imprudente? Pues ahí tenéis otra muestra.
Y, tras estas palabras, la delegación mora se perdió en la noche.