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La voz silenciosa

Con los meses, Aixa se iba reponiendo lentamente de los años pasados en aquel infierno. El físico Halevi acudía todas las mañanas a visitar a la deteriorada criatura y se admiraba de la resistencia de su cuerpo y de la fortaleza de su espíritu. Nadie hubiera sobrevivido en aquellas condiciones infrahumanas de soledad y con el sufrimiento que debería haber representado la terrible ceguera y la amputación de su lengua. Su único contacto humano durante este tiempo había sido la visita de su carcelero, que cada día le traía la sopa con toda la vianda desmenuzada dentro. Era evidente que Bernat Montcusí deseaba que viviera largos años aquel tormento. Cuando Martí le explicó cuál había sido el final de Laia, una lágrima temblorosa afloró de sus cuencas vacías y un gemido lacerante se escapó de su garganta.

Ruth sufría en silencio y su buen corazón la impelía a ocuparse de aquella desvalida, adivinando sus deseos y anticipándose a ellos. Entre la historia que le relató Martí, y un lenguaje codificado que mediante un leve tacto en el dorso de la mano y asentimientos de cabeza por parte de Aixa, con el paso del tiempo, habían establecido las dos mujeres, se fue haciendo cargo de su drama y captó el inmenso sacrificio que, por amor a su amiga, había llevado a cabo Laia. Llegó de esta manera a la conclusión de que su tarea iba a resultar quimérica. Hubiera preferido disputar el amor de Martí a una mujer de carne y hueso antes que luchar con el recuerdo de aquel espectro adornado por el perfume imperecedero de la ausencia y el sacrificio.

Como de costumbre, después de la cena Martí y Ruth departían bajo los soportales de la elevada terraza desde la que se divisaba el arenal donde, en aquella ocasión, estaban varados dos de los bajeles de la flota de Martí, que se componía ya por entonces de doce barcos. En aquellos años se habían perdido dos embarcaciones: una debida a una tempestad en el golfo de León y la otra a causa de un asalto pirata.

—No puedo dejar de considerar hasta dónde llega la maldad de los hombres, Martí. Las bestias salvajes matan para comer, pero no se recrean en el odio llevando a cabo crueldades gratuitas como la sufrida por Aixa.

—Sois una niña, Ruth. El hombre es más brutal que los lobos. El solo hecho de la esclavitud me repugna y si bien no puedo ir contra la costumbre establecida y tengo esclavos, intento mejorar su condición en la medida de lo posible. Bien sabéis cómo son tratados en esta casa.

—Mi padre siempre ha sostenido lo mismo. Además, en los tiempos que corremos el que ahora es libre puede mañana acabar en esta triste condición ya sea por un accidente en el mar, una algara de piratas en la costa o a consecuencia del pillaje de una guerra en la frontera. Por cierto, me han dicho que la expedición a Murcia ha regresado. ¿Habéis tenido noticias del consejero?

—Aún no, pero las espero con ansia —dijo Martí, con los ojos llenos de rabia.

—Tened cuidado, Martí. Ese hombre ha demostrado lo que es con Aixa: acumula mucho poder y puede haceros un daño irreparable.

—Parecéis el padre Llobet. No tengáis miedo: ya no soy el muchacho que llegó hace seis años a Barcelona. He recorrido medio mundo, he atravesado mares y desiertos. Sé cuidarme bien. A él no le interesa que esto se sepa, porque caería en el deshonor.

—Las cosas hay que demostrarlas, no es suficiente que os consten a vos. Tengo miedo.

Martí le acarició la barbilla.

—Hablemos de vuestras cosas. Me ha dicho Andreu que ha venido a veros vuestra madre.

—Apenas habíais salido, después de comer. Andaba, por cierto, algo preocupada y me ha dicho que mi padre quería veros.

—¿Os ha dicho para qué?

—Nada me ha dicho, aparte de que no era urgente. Por cierto, está muy feliz de que pueda seguir los ritos de mi religión bajo vuestro techo. De cualquier manera me ha recomendado que lo haga con mucha discreción.

—Cuando la vea se lo diré yo mismo, pero si no, decidle que no pase cuidado: nadie de mi casa os delatará.

Andreu Codina, el mayordomo, llamó discretamente a la puerta de la terraza.

—Dime, Andreu.

—Señor, en el zaguán os espera un mensajero del officium de abastos.

—¿A estas horas? —preguntó Ruth, extrañada.

—Así es, señor. ¿Queréis que os excuse?

—Muy al contrario. Lo estaba esperando y no os podéis imaginar con qué ansias.

—¿No os lo decía, Martí? ¡Tened mucho cuidado! —exclamó Ruth.

Martí se alzó de la silla y acudió al vestíbulo. Un mandado del negociado de abastos y mercados le aguardaba con un mensaje en la mano.

—¿Don Martí Barbany de Montgrí?

—Estáis hablando con él.

—Traigo para vos un mensaje que os debo de entregar en mano.

—Pues no os demoréis.

—Debéis hacer constar que lo habéis recibido.

Al decir esto, el individuo le entregó un documento que Martí leyó atentamente y que luego, tras ordenar a Andreu que le suministrara un cálamo y un tinterillo, rubricó y devolvió al hombre. El mensajero, cumplido el requisito, entregó la notificación oficial.

Apenas se hubo ido, Martí rasgo el sello de lacre y se dispuso a leer. A diferencia de la correspondencia que había mantenido hasta entonces con Bernat, era ésta una notificación que ordenaba oficialmente su presencia, sin excusa, en el officium el jueves día 6 a primera hora de la mañana.