Bernat Montcusí había regresado de la fracasada expedición a Murcia de un humor de perros. No era hombre de guerra: odiaba las incomodidades, su ausencia le había impedido ocuparse de sus negocios y además nada había sacado en limpio para sus arcas. La única ventaja de todo ello era que había dejado la impronta en toda la negociación, afianzando su posición como mano derecha del conde en asuntos económicos. Los domésticos, sin embargo, no podían haber ido peor durante su ausencia. La noticia se había adelantado al mensajero: estaba al corriente del asalto sufrido en su posesión de Terrassa, pero ignoraba hasta el momento los detalles y las consecuencias, que iba a conocer de primera mano aquella tarde, pues el que fuera alcaide y ahora reducido a administrador, don Fabià de Claramunt, había solicitado audiencia.
Conrad Brufau, su secretario, que era el que le había anticipado las malas nuevas, anunciaba en aquel instante la presencia del recién llegado. Era éste un eficaz colaborador, que tenía la virtud de desconcertarle, ya que ante él no adoptaba la postura servil de tantos otros sino que, sin dejar de mostrar sus respetos, emitía su opinión, que, por cierto, no siempre era favorable.
—Don Fabià de Claramunt aguarda en la antesala.
—Hazlo pasar, Conrad.
Salió el secretario y al punto entró en la estancia el puntilloso individuo.
—Buenas tardes tengáis, Claramunt.
—Lo mismo os deseo, señor.
—Pasad y acomodaos. Enseguida estoy con vos.
En tanto el personaje tomaba asiento, Bernat recogía los útiles de escritura que tenía desparramados sobre su escritorio, cruzaba sus manos sobre la barriga y dirigía la mirada sobre su hombre.
—Malas nuevas han arribado a mis oídos, Fabià. Deseo que me aclaréis las circunstancias y asimismo conocer vuestra opinión al respecto.
—Mientras aguardaba en la antesala he estado departiendo con el señor Brufau, que me ha dicho que os ha puesto al corriente del asunto, así que para no caer en repeticiones que se harían tediosas y os harían perder el tiempo, intentaré ser escueto. Veamos. Sucedió durante la noche del último viernes del pasado mes.
Durante una hora larga, el de Claramunt puso al corriente a su señor de lo acaecido en la noche del rescate de la esclava.
—Debo entender que la vigilancia era escasa y la atención mínima.
—Confieso que así fue, señor, pero tened en cuenta que Terrassa no es ya una masía fortificada, por más que la rodee un muro, y que me siento mucho más recaudador de vuestros impuestos que otra cosa. Estamos en paz con nuestros vecinos y en todos estos años jamás había ocurrido nada digno de mención.
—Eso no excusa vuestra negligencia.
—Querréis decir la negligencia del oficial que pusisteis al frente de la guarnición; la vigilancia escapa a mi negociado. Ya sabéis que dejé de ser alcaide hace años. De cualquier manera, creyendo interpretar vuestros deseos, he castigado al jefe de la guardia por su molicie.
Por el momento Bernat dejó de lado el tema de la grave falta y se adentró en otros parajes que le eran mucho más interesantes.
—¿Nadie os resultó conocido?
—Era noche oscura. Me sorprendieron en el primer sueño, no hubo daño ni se derramó una gota de sangre. Por más que no era necesario indagar, el que parecía llevar el mando del grupo no hizo nada por ocultar su nombre.
—¿Y quién dijo ser?
—Se presentó como Martí Barbany de Montgrí y dijo que os conocía bien.
Fabià de Claramunt observó unos gruesos goterones de sudor que comenzaban a resbalar sobre el enrojecido rostro del consejero. Éste se sobrepaso y ordenó:
—Proseguid.
—Eran unos quince o veinte hombres, a cuyo mando iba un corpulento individuo. El que se dio a conocer asumió la total responsabilidad de la acción.
—¿Entonces?
—Entonces, señor, me obligaron a abrir la celda donde estaba recluida la esclava, y antes de llevársela me demostraron que la mujer era quien decían, pues en el documento notarial de manumisión que presentaron y que databa de varios años figuraba la anomalía que mostraba bajo su axila derecha: un pequeño trébol de cuatro hojas, perfectamente dibujado.
—¿Decís que estaba manumitida?
—Eso he dicho.
—¿Qué ocurrió después?
—Pidieron ropas para ella, que me ocupé personalmente de entregar, y partieron no sin avisar que nadie saliera tras ellos ya que, de hacerlo, los obligaríamos a defenderse.
—¿Y eso fue todo?
—Eso fue todo.
Bernat Montcusí guardó silencio un instante; luego se alzó de su sitial y comenzó a dar grandes zancadas por la estancia.
Súbitamente se dirigió a su visitante.
—Como comprenderéis, no vais a salir indemne de este trance. Aunque, debido a vuestra dimisión incomprensible del cargo, no erais el responsable de la seguridad de Terrassa, vuestra autoridad estaba por encima del oficial designado para ello. La prueba es que, con muy buen criterio, lo habéis castigado.
El hombre respondió serenamente.
—No era mi misión vigilar el predio. Y si consideráis que es insuficiente motivo dimitir cuando no se está conforme con una acción que repugna los sentimientos cristianos más íntimos, entonces evidentemente juzgáis con criterios diferentes a los que me enseñaron.
—Nada hay por encima de la ley, y la nuestra dice que un administrador debe obedecer las órdenes de su señor.
—Perdonad que disienta. Por encima de la ley está la conciencia de cada uno y a la mía repugna el sacar los ojos a un semejante y cortarle la lengua. En cuanto a nuestro pacto, recordad que no era el de un siervo con su señor: soy un hombre libre y acepté un cargo.
—¡Entonces daos por despedido y ateneos a las consecuencias!
—No es necesario. Antes de venir ya había pensado devolveros las llaves de Terrassa.
Y dejando un aro con todas las llaves de las dependencias de la masía, Fabià de Claramunt salió de la estancia.