Al amanecer, el frío agarrotaba los miembros de Oleguer, el centinela que había facilitado la salida de Almodis de palacio y que por sus reiteradas faltas de disciplina había sido condenado a aquel triste lugar, en la falda del Montseny. La niebla mañanera le impedía prácticamente ver a un palmo de sus narices. Le faltaba un buen rato todavía para ser relevado. El sueño cerraba sus párpados y su mente elucubraba la manera de cortar aquella agonía urdiendo mil planes para regresar a Barcelona. Súbitamente las matas se movieron. Oleguer observó que el viento estaba calmo y que no se movía ni una brizna de hierba. Sus ojos intentaron penetrar la espesura y entonces se dio cuenta de que por ella asomaba una larga rama de la que pendía un reducido saquito hasta rozarle prácticamente las calzas. Rápidamente se hizo a un lado, extrajo una flecha de la aljaba, la colocó en el arco, tensó la tripa y echándoselo a la cara, apuntó a la espesura.
Su voz resonó áspera en la madrugada:
—Si no salís de ahí inmediatamente y os veo la cara, daos por muerto.
Una voz de mujer, cascada y vacilante, respondió en tanto que el boscaje se abría un poco.
—Favor inmenso que me haríais. Es infinitamente mejor morir que vivir aquí dentro.
Un bulto pardo, vestido con harapos de tela de saco, se asomó al camino. Bajo el casco y la cota de malla, el rostro de Oleguer adquirió la palidez de la muerte. La persona que había osado acercarse al camino era uno de los enfermos de la colonia.
—¡Idos para las grutas si no queréis encontraros con un dardo metido en las costillas!
—Cuando se ha adquirido esta enfermedad pocas cosas hay que puedan empeorarla —dijo Edelmunda—. Tened la bondad de atenderme que, sin duda, esto redundará en beneficio mutuo.
El hombre dudó unos instantes.
—Sea, no os acerquéis. ¿Qué es lo que pretendéis?
—Abrid la bolsita que cuelga de la punta de la pértiga.
—No os mováis ni un pelo.
Oleguer destensó la cuerda y, apoyando el arco en el tronco de un árbol, desenfundó el puñal que llevaba en el cinto y con él cortó la guita que cerraba el saquito de piel que pendía en el extremo de la rama. Con el primer rayo de sol brilló con cegadora luz media onza de oro.
La voz de Edelmunda resonó de nuevo.
—Hace ya casi dos años que vivo aquí. Tengo buenos dineros que allá donde viven las gentes tienen mucho valor, pero que aquí dentro nada valen.
—¿Y bien?
—Si me hacéis un favor yo os haré rico.
—¿Y cuál es ese favor?
—Veréis, mientras no adquirí la enfermedad me mantuvo la esperanza de que la persona que injustamente me condenó se arrepintiera de la injusticia y me sacara de aquí. Por eso guardaba mis dineros; pero desde que me sé condenada, lo único que me mantiene con vida es el ánimo de venganza. Lo que os pido es muy simple: vos me ayudaréis a que ésta se cumpla y yo, os lo repito, os haré rico.
—¿Cuánto de rico y cuál es mi compromiso?
—No correréis riesgo alguno. De momento, os he dado media onza y sabéis que tres son el sueldo del alcaide de un castillo de frontera. Vuestra misión será proporcionarme pergamino, cálamo, tinta y un lacre para mi sello, para escribir y sellar un mensaje que posteriormente entregaréis a quien os diga.
—¿Es eso todo?
—Eso es todo.
—Puedo tomar vuestros mancusos y largarme con ellos.
—Estoy enferma, pero no soy estúpida. El dinero que os he entregado vale para el pergamino y los útiles que os he demandado. Luego, el día que libréis, llevaréis una misiva donde os diga y la entregaréis a quien os diga. A cambio reclamaréis un conforme sellado por la persona. Cuando me lo entreguéis, yo os daré otra onza y media que, con lo que os he entregado, harán dos. ¿Os parece bien?
Los ojos del hombre brillaban de avaricia. Dos onzas eran una auténtica fortuna y bien administrada le permitiría sobornar a su jefe a fin de que accediera a dejarle ir un día en su compañía a Barcelona, pagar la multa que le librara de aquel servicio, dejar la milicia, comprar un buen carro y dos buenos caballos y una tierra, todo lo cual bien empleado le proporcionarían un buen vivir.
—Sí.
—Dentro de tres días os aguardaré aquí a la misma hora.
Edelmunda suspiró. La hora de la venganza había llegado. La colonia la componían en aquel momento catorce desgraciados, pero cuando ella llegó eran diecinueve. Muy de tarde en tarde llegaba un nuevo elemento, ya fuere como castigo por algún delito cometido o porque en el exterior hubiere contraído la maldita enfermedad. Mucho más frecuente era que alguno de los componentes de la colonia emprendiera el camino del que jamás se regresa; aquel día los demás lo envidiaban y de alguna manera lo celebraban. Después de hacer un hoyo, lo cubrían de tierra y colocaban en el montículo una cruz de basta madera; luego se repartían sus pertenencias y si algún familiar de buen corazón había dejado alguna provisión en los límites del campamento o alguien había cazado algún animalejo, lo atravesaban con un espetón y sobre una hoguera lo asaban y organizaban la despedida del duelo.
Al principio, Edelmunda quiso hacer vida aparte, pero enseguida se percató de que era imposible. A su llegada intentó resguardarse del frío en la boca de la cueva pero poco a poco, en el crudo invierno, se fue arrimando al fuego, y la necesidad de hablar con alguien la empujó a integrarse en aquella doliente y famélica comunidad.
Llevaba un año en aquel tremendo destierro cuando una noche descubrió que su cuerpo comenzaba a llenarse de pústulas purulentas; en vez de rebelarse, se sintió casi liberada. Aquel día comenzó a germinar en su alma un sentimiento que le ordenaba que su única obligación, antes de irse con la parca, era tomarse cumplida venganza de la persona causante de su mal. Uno de aquellos desgraciados, que había sido en su otra vida un salteador de caminos, que había ingresado en aquella comunidad sano de cuerpo y allí se había contagiado de la terrible enfermedad, fue el portavoz de su odio y le dio el consejo que en aquel momento era el norte de su vida: «En tanto el odio te caliente las entrañas, tendrás un motivo para subsistir; después ya todo te dará igual». Noche a noche fue explicando a Cugat las vicisitudes de su condena y a través de su consejo fue perfeccionando el plan.
Una noche, entrada ya la primavera, estaban junto a las brasas tomando una taza de hierbas que recogía el individuo y que inducían al sueño. Los demás ya se habían recogido y una pareja de aquellos miserables copulaba bajo una manta.
—Dichosos ellos que aún pueden —comentó Cugat—. A mí ya se me ha podrido la verga y el trozo que me queda ya no se hincha.
—A mí lo único que me hace vibrar es el odio. He de encontrar la manera de echarlo fuera: quisiera salir un solo día para matar a ese canalla. Luego, ya nada me importará —repuso Edelmunda con voz ronca.
—No es preciso estar en el sitio. Directamente no puedes vengarte; por tanto has de poner los medios para que alguien lo haga por ti.
—No te entiendo, Cugat.
—Es muy fácil: sólo hace falta encontrar a un sicario que haga el trabajo; teniendo dineros, como me has dicho que tienes, no habrá dificultad.
—¿Qué puedo hacer desde aquí? —preguntó Edelmunda, moviendo la cabeza en señal de impotencia.
—Dar argumentos a ese hombre al que tu enemigo ha robado su amada y que sin duda lo odia más que tú misma.
—¿Y cómo consigo llegar hasta él?
—Seguro que alguno de los guardianes admite sobornos. El día que está de guardia un tal Oleguer, deja que mi compadre se acerque hasta el margen del arroyo e incluso me ha permitido hablar con él.
—Pero mi enemigo es poderoso y está en Barcelona rodeado de guardias.
—Ese otro es igualmente poderoso; proporciónale los motivos pertinentes.
—¿Cómo voy a hacerlo desde este agujero?
—Envíale una misiva explicando los hechos. Él decidirá lo que hay que hacer.
—¿Y quién puede ser el mensajero?
—Me enteraré de las guardias de Oleguer para que puedas acceder a él; estoy seguro de que, si le pagas bien, puede ser tu correo.
—Y ¿cómo sabré que no se queda mi dinero y se deshace de la misiva?
—Oblígale a traer un recibo con la firma del destinatario.
—Lo malo es que no conozco la rúbrica de la persona que ha de recibir el recado.
—Pero él no lo sabe —contestó Cugat, y el amargado corazón de Edelmunda se llenó de esperanza.