Martí aguardaba nervioso y cabizbajo en la antesala del gabinete de su amigo y protector Baruj Benvenist. La encomienda, conociendo la idiosincrasia de los moradores del Call, no era fácil. Los sucesos del viernes quedaban ya lejanos. Las gentes habían vuelto a sus quehaceres diarios y en palacio seguían los agasajos y las reuniones. Todos comentaban con elogio la luz que al anochecer iluminaba la ciudad, y el nombre de Martí iba de boca en boca.
Más de un día llevaba Ruth en su casa, y el domingo por la mañana llegó el momento de afrontar el problema. Martí ni lo intentó el sábado, pues tratándose del festivo de su religión, sabía que la tentativa hubiera sido en vano.
La tarde anterior comentó todo lo sucedido con la muchacha. Por la mañana la dejó dormir, pues creyó que necesitaba un buen descanso. Cuando después de comer la vio comparecer en la terraza, serena pero asustada, pensó que el momento era el apropiado.
—Ruth, ¿habéis descansado?
—Gracias por todo, Martí. Sin vuestra intervención no sé lo que habría sido de mí. Sí, he descansado y hubiera dormido tres días seguidos.
—Sentaos. Hemos de hablar de muchas cosas.
La muchacha, ante la indicación de Martí, obedeció haciéndolo en el borde del banco.
—Cometisteis una imprudencia muy grande. Vuestro padre estará pasando una angustia terrible. He intentado acercarme esta mañana pero el Call, como siempre, el sabbat está cerrado a cal y canto. Mañana en cuanto despunte el día acudiré para tranquilizarlo e intentaré explicar lo ocurrido.
—Martí, soy consciente del embrollo que he ocasionado, pero creedme si os digo que no fue mi culpa: ya os conté ayer lo ocurrido. Adoro a mis padres y adivino lo que estarán pasando. Batsheva les habrá contado lo ocurrido hasta donde ella alcanza, pero ignora el desenlace. Es sabbat, nada se puede hacer hasta mañana.
Martí recordaba esta conversación cuando Baruj, luciendo una hopalanda negra y un gorro del mismo color, ambas prendas de riguroso luto, apareció a su lado. El cambista parecía haber envejecido varios años en poco tiempo.
—Shalom, Martí, querido amigo, y gracias por todo lo que habéis hecho por esta familia.
—Entonces, ¿conocéis los hechos?
—Tengo maneras de saber todo lo que ocurre en la ciudad puertas afuera aunque sea sabbat y esté encerrado en el Call. Pero pasad; hablaremos en mi gabinete.
El anfitrión se anticipó abriendo la puerta y Martí entró tras él en el despacho, que tan bien conocía, y se quedó de pie a la espera de que Baruj abriera los postigos que daban al jardín.
Luego, sentados frente a frente, comenzaron a aclarar las circunstancias que habían jalonado los sucesos de la noche del viernes.
—Pues ya veis que lo sucedido, hasta el cierre de las puertas tras la entrada de mi hija Batsheva y su acompañante en el recinto del Call, lo supe por ellos; a partir de este momento han sido mis buenas relaciones con los cristianos de allende los muros las que han hecho que supiera que mi hija ha estado a resguardo en vuestra casa, algo que no viviré años suficientes para agradecéroslo —dijo Baruj.
—Entonces ya conocéis los hechos. Ruth está sana y salva, ha descansado y mañana la tendréis a vuestro lado.
—Tristemente para mí no es tan fácil.
—No os comprendo.
El cambista se retrepó en su sitial y acomodándose las mangas de su túnica comenzó a explicarse.
—Veréis, Martí, somos un pueblo muy antiguo que ha resistido los embates y las vicisitudes de los tiempos gracias a conservar férreamente sus costumbres y tradiciones. No tenemos patria y si lo que os digo no nos uniera, ya nos hubiéramos disgregado en un mundo de gentiles y no seríamos nada.
—No entiendo qué tiene que ver lo sucedido con…
—Dejadme terminar. Yo, por el cargo que ocupo y por lo que represento, soy el que menos puede faltar a nuestra tradición sin que en ello medie escándalo. Nuestras leyes son estrictas. Hasta que no es entregada por su padre en matrimonio concertado una muchacha judía no puede pasar una sola noche fuera de su casa, y mucho menos fuera del Call. Mi hija Ruth ha deshonrado a su familia y sería un escándalo que pretendiera no hacer caso. Si la acojo en mi casa, la que quedará manchada será mi honra y asimismo mi estirpe, de manera que sin culpa alguna mi otra hija Batsheva no encontrará a ninguna familia judía que apruebe el enlace de uno de sus hijos con alguien de mi casa.
—¿Qué queréis decir?
—He de reflexionar. Por un lado mi corazón de padre sangrará porque pierdo a mi hija querida, pero por otro mi obligación de dayan, y además preboste de los cambistas, me impide tomar otra decisión que no sea la correcta.
—Nadie tiene por qué enterarse —argumentó Martí.
—Ya se han enterado: ésta es una comunidad pequeña y las comadres lo son en toda circunstancia. Mi mujer, que está sufriendo lo que no está escrito en los anales de nuestras escrituras, me comunicaba ayer al salir de los rezos nocturnos del sabbat que en la galería de mujeres se le acercó más de un alma caritativa para indagar por la salud de Ruth, pues al no estar presente en fiesta tan señalada, suponían que debía de estar enferma.
—Entonces, ¿qué vais a hacer?
—Tengo parientes en otras aljamas, tal vez encuentre allegados que la acojan aun haciendo de criada.
—Baruj, perdonad si os digo que no alcanzo a entender una religión que pueda ser tan estricta al juzgar un suceso casual que a nadie puede achacarse.
—No es momento para entablar una controversia sobre la religión judía, pero os recordaré que la vuestra todavía lapida a las adúlteras. No puedo salirme de la norma ni para salvar a mi hija.
Martí meditó un instante.
—Perdonadme: dije lo que dije sin pensar y llevado por el afecto que me inspira vuestra pequeña.
—Nada hay por lo que me tengáis que pedir perdón. Tras lo de la noche del viernes, siempre estaré en deuda con vos. Os ha hablado el dayan. Mi corazón de padre sangrará siempre y mi problema es qué hacer en tanto intento resolver esta embarazosa situación.
—¿Qué teníais pensado?
—De momento, hablar con nuestro común amigo Eudald Llobet. Confío en su justo criterio y en las influencias que tiene fuera de estas paredes. Dentro del Call no hay solución.
—Si me queréis decir que el problema reside en dónde tiene que alojarse Ruth en tanto hacéis las gestiones oportunas, os diré que en mi casa tendrá siempre cobijo y ayuda.
El cambista quedó un instante pensativo y Martí intuyó que su corazón vacilaba.
—Sois muy amable, pero no creo que sea una buena solución para nadie.
—En verdad, Baruj, que ahora no os entiendo.
Un gran suspiro acompañó la respuesta de Benvenist.
—Martí, sois mi amigo y socio, y la deuda que he contraído con vos es de tal calibre que no la amortizaré en toda mi vida. Eudald encontrará un alojamiento momentáneo para Ruth; si le abrierais las puertas de vuestra casa siendo judía arrostraríais un sinfín de dificultades.
—Baruj, desvariáis. ¿Queréis separar a vuestra esposa de su hija menor? Al menos en mi casa, Rivká podrá seguir visitándola.
—Ése es el precio que deberá pagar… —murmuró Baruj, aunque su corazón temblaba ante la perspectiva.
—Os repito que en mi casa estará bien y a salvo de cualquier peligro. La podréis ver cuantas veces queráis y me gustará saber quién es el imprudente que se atreva a intentar perjudicarla. No quiero pecar de inmodesto, pero a pesar de que aún no gozo de la ciudadanía de Barcelona, no soy un cualquiera y todavía más desde que la condesa Almodis me ha otorgado su beneplácito. Creedme no habrá peligro alguno.
Viendo que Baruj vacilaba, Martí, casi sin saber por qué, insistió.
—Va en ello mi honor, amigo mío. Juro, y apuesto en ello la salvación de mi alma, que la cuidaré como si de una hermana mía se tratara. Confiádmela, no hará falta que busquéis acogida en otro lugar. Podréis verla cada día si es vuestro gusto, empeño mi palabra que no ha de pisar las calles fuera de las horas autorizadas y desde luego podrá seguir practicando en sus aposentos los ritos de vuestra religión.
—Existe otro inconveniente: sois un hombre soltero y las comadres son siempre comadres; mi hija deberá estar, si pretendo conservar la honra que le queda, bajo la férula de una dueña que cuide de ella.
—Tampoco es problema. Caterina, mi ama de llaves, cuidará de ella a todas horas y ni una sola noche se apartará de su lado. Si alguna persona pretende comprobarlo enviadla a mi casa y podrá aseverar que vuestra Ruth tiene una dueña que no la abandona ni a sol ni a sombra. Además —añadió Martí con la voz quebrada—, vos sabéis que el tiempo transcurrido no me ha cambiado: Laia sigue estando en mi mente como el primer día.
En la forja del alma de Baruj brotó una lágrima que asomó por sus cansados ojos deslizándose por los surcos de sus mejillas. El anciano se puso en pie y dando la vuelta a la mesa de su despacho abrazó a Martí.