Era viernes. La muchedumbre se había arrojado a las calles. El pueblo quería ver si cuantas maravillas se habían dicho de aquel cortejo eran ciertas o meras fantasías. Las ventanas de las gentes pudientes estaban engalanadas con damascos rojos, y con telas más sencillas y multicolores las ventanas de las casas del pueblo llano. El aparato de pompa y lujo que se había planificado desde palacio debería marcar indeleblemente la mente del conspicuo embajador para que así se lo transmitiera a su monarca, el ilustre al-Mutamid de Sevilla. La multitud, ataviada con sus mejores galas, llenaba la ruta por donde estaba anunciado el paso de la comitiva. Por expreso deseo de la condesa, se había acordado que la entrada del séquito fuera hacia la caída de la tarde para que de esta manera luciera con todo su esplendor la luz artificial que se iba encendiendo en calles, plazas y portales de la muralla. Los habitantes de la ciudad habían invitado a sus parientes del campo a fin de que éstos tuvieran ocasión de presenciar aquel acontecimiento que, junto a la nueva iluminación, iba a significar un antes y un después en la vida de la ciudad. La entrada del cortejo sería por el portal de Castellnou a fin de dirigirse bordeando el Call hacia la iglesia de Sant Jaume; desde allí, ascendería en dirección al portal del Bisbe hasta el Palacio Condal, que estaba a su derecha. Los alguaciles no daban abasto para contener a la abigarrada multitud que desplazaba, a fuerza de intentar mejorar su visión, las vallas de madera alineadas a lo largo del recorrido.
En los aledaños del palacio apenas se podía abrir un pasillo por donde fueran llegando los invitados, que en carros, palanquines, sillas de mano o literas, acudían a palacio como las moscas acuden a un tarro de miel. Los pajes corrían de un lado a otro ayudando a los cocheros, que tascaban frenos de las engalanadas cabalgaduras de crines aceitadas y relucientes y peinadas colas, nerviosas ante tanta luz y tanto trasiego. Todas las familias allegadas a los Berenguer que pretendían ser alguien en la corte estaban presentes: los Besora, Gurb, Cabrera; los Perelló, Alemany, Muntanyola; los Oló, los Montcada, los Tost, los Cardona, Bernat de Tamarit, Ramón Mir, los Queralt, los Castellvell, los Tous… todos se disputaban el honor de ser los más brillantes y mejor vestidos del festejo.
En la puerta principal el veguer, Olderich de Pellicer, rodeado de maceros, que en sus túnicas de gala lucían el ajedrezado escudo de los Berenguer y cubrían sus cabezas con bonetes de terciopelo, recibía a los invitados que ascendían por la alfombrada escalera, entre dos hileras de chisporroteantes hachones, para ser anunciados antes de su entrada en el gran salón.
Martí había acudido a primera hora para asegurarse de que la luz de sus faroles funcionaba correctamente. Un salvoconducto de la condesa le permitía moverse por donde quisiera como encargado de la iluminación general. A lo lejos divisó a un compuesto Eudald Llobet que junto al obispo de Barcelona, el deán de la seo y otros clérigos de las diferentes parroquias de la ciudad, aguardaba a un costado del vacío trono a que los invitados fueran ocupando los lugares ordenados por el rígido protocolo.
El clamor del populacho anunció, antes de que lo hicieran las trompas y los añafiles, que el cortejo se acercaba.
Ruth y Batsheva, envueltas en sus capas, aguardaban el paso de la brillante comitiva, mezcladas entre el gentío. Su padre no había podido acompañarlas porque tenía que estar junto a su madre, pero, debido a lo extraordinario de la circunstancia, había accedido a que sus hijas pudieran acudir a ver el paso del cortejo, con la condición inexcusable de que en el momento fijado regresaran a la casa sin falta, pues comenzaba el sabbat. Las acompañaba Ishaí Melamed, hijo de un buen amigo de la sinagoga. Los tres se habían refugiado en unos soportales aguardando a que la cabalgata asomara por el extremo de la calle. El clamor de la multitud anunció que el séquito estaba a punto de doblar la esquina. El gentío estiró el cuello como un solo hombre. El ruido era ensordecedor. Al frente de la comitiva caminaba una banda de música tocando toda clase de instrumentos, muchos de ellos desconocidos para el enfervorizado gentío. Liras, albogues y otros instrumentos alegraban el desfile, pero lo que realmente captó la atención de todo el personal fueron dos jinetes que, montados en soberbios corceles árabes revestidos con gualdrapas verdes y doradas, golpeaban unos grandes timbales situados a ambos lados de los cuartagos con dos baquetas en cuyo extremo se hallaban sendas bolas de piel de cabra, que marcaban el paso del cortejo. Luego una escolta de treinta hombres al mando de un moro inmenso rodeaba un palanquín de laca china y panes de oro cuyo tejadillo recordaba la picuda forma de un minarete, portado por diez hercúleos y relucientes númidas. En él, con las cortinillas abiertas, se veía al embajador Abenamar[17] saludando.
Batsheva estaba nerviosa.
—Ruth, se ha puesto el sol. Vamos a llegar tarde y nuestro padre nos reprenderá.
—Ahora es imposible pasar, Batsheva. Además, hemos salido a ver las nuevas luces y hasta que se haga de noche no van a lucir.
—Va a comenzar el sabbat, debemos partir.
Ishaí acudió en su ayuda.
—Batsheva, vuestro padre comprenderá. Es imposible pasar al otro lado. Estamos ante un acontecimiento tan extraordinario que deberemos contarlo a nuestros hijos. Yo me hago responsable.
Batsheva insistía:
—Al anochecer los judíos no podemos estar fuera del Call, tenemos el tiempo justo…
—Hoy han retrasado el toque de campanas. Veréis como también retrasan la queda.
El cortejo había llegado a su altura y el ruido impedía oír una palabra a menos que se hablara al oído del vecino.
La comitiva pasaba en aquel instante delante de los tres jóvenes. Ruth, al ver el noble rostro del embajador sevillano, tocado con un turbante amarillo en cuyo centro lucía una gran esmeralda sus oscuros ojos y su blanquísima dentadura, y la fina y recortada barba que remataba su mentón, tuvo conciencia de que era testigo de un hecho histórico y trascendental y sintió el orgullo de que la magnífica luz que lucía en su ciudad fuera la obra de su amado.
Martí ya había visto todo cuanto deseaba ver y su presencia en palacio era innecesaria. La comitiva del embajador ya había entrado y las grandes puertas del salón de recepciones se habían cerrado. Pensaba acudir al día siguiente a la seo para que Eudald le explicara los acontecimientos y pormenores que allí dentro se iban a suceder, pero un irrefrenable deseo de ver su ciudad bajo la aureola de la nueva luz le asaltó de repente. Tomó su capa y, despidiéndose del oficial que vigilaba la entrada, se embozó en ella y quiso mezclarse entre la muchedumbre y perderse entre la algarabía y el jolgorio de sus conciudadanos de Barcelona. Era prácticamente imposible seguir una ruta prefijada. Había entrado en la turbulenta corriente y no tenía otro remedio que seguir hacia donde le llevara la marea de gente. Todo le parecía nuevo bajo la luz. Las viejas piedras adquirían tonos y matices desconocidos, cada rincón conocido se convertía en un descubrimiento. Mientras se abría paso, se dio cuenta de que su vida había sido un puro milagro. Su mente empezó a recordar y llegó a la conclusión de que todo aquello se debía a que una vez y en un lejano puerto en Famagusta, llevado de su buen corazón, rescató de las aguas a un hombre. Luego le entró una angustia infinita recordando a la persona a quien no había podido salvar… Era un hombre rico, sus barcos recorrían los puertos del Mediterráneo, su casa cerca de Sant Miquel iba tomando trazas de convertirse en mansión, había ampliado su comercio y sus carros acudían a las ferias comprando al por mayor nuevos productos.
La multitud avanzaba incontenible y los alguaciles se las veían y deseaban para contenerla. Parecía que aquella noche valía todo. El vino había animado a la muchedumbre y en alguna que otra esquina habían asomado dagas y cuchillos por nimiedades. Por fin consiguió llegar a los alrededores de su casa. El corazón le dio un vuelco. Allí, sentada en uno de los poyos de piedra que sostenían un arco, acurrucada hecha un ovillo, le pareció ver a una figura vagamente familiar. Atravesó a brazo partido la riada humana y apartando a un grupo de mozos que se habían detenido junto al bulto les conminó a que siguieran adelante. Fuere por su gesto, fuere por su actitud decidida o fuere porque el vino había hecho mella en sus sesos, el caso fue que pensaron que mejor sería divertirse en otro lado. Al oír su voz, aquella figura asustada había alzado la cabeza. Los oscuros ojos de Ruth, la hija menor de su amigo Baruj, se clavaron en él suplicantes.
Martí la tomó por los brazos y la alzó a su altura. El gentío la oprimió junto a él. La muchacha lo miró como una aparición.
—¿Qué estáis haciendo aquí?
Ruth, con voz entrecortada y entre lágrimas, le explicó lo sucedido.
—El caso es que cuando pudimos, intentamos regresar. Ishaí iba delante, de su mano iba mi hermana y detrás de Batsheva iba yo. Al llegar a una esquina se interpuso un grupo y tuve que soltar su mano. Vi cómo sus cabezas se perdían entre las gentes al igual que la de un ahogado desaparece entre los remolinos de un río. Batsheva gritaba y hacía ademán de regresar, pero Ishaí no la soltó. Llegué al cabo de mucho a las puertas del Call:[18] ya estaban cerradas. Aguardé pensando que mi hermana y su acompañante aún no habían llegado, pero no fue así. Por lo visto consiguieron entrar a tiempo. Entonces, sin saber qué hacer ni adónde ir, empecé a andar por la ciudad en dirección a vuestra casa… No conozco a nadie más… Esperaba veros llegar en algún momento.
—Habéis cometido una imprudencia terrible. Ya sabéis cómo ocurren estas cosas: en una noche como la de hoy, si la gente descubre a un judío fuera del Call, puede pasar cualquier cosa.
—Dentro conozco casas amigas, pero fuera me siento perdida y no sabía dónde acudir —sollozó Ruth.
—No os soltéis de mi mano y seguidme.
Ruth asió la mano que le tendía Martí y al hacerlo, pese a los terrores que la habían asaltado, a punto estuvo de bendecir aquella circunstancia. Luego, ambos se dispusieron a cruzar entre el gentío hacia la plaza donde estaba Sant Miquel.
Cuando Martí observó en la puerta de su casa a Omar, a su mayordomo Andreu Codina, a Mohamed, que ya había crecido lo suficiente para parecer un mocetón, y a un grupo de criados que vigilaban la entrada, portando hachones y gruesos garrotes, su corazón se ensanchó. Presionó con más fuerza la mano de la joven y la advirtió.
—Vamos a atravesar ahora. No os soltéis, por el amor de Dios.
Los ojos de la muchacha respondieron por ella. Omar los había divisado y seguido de dos criados se metió entre la masa abriendo camino.
Finalmente se hallaron todos a salvo tras los cerrados portalones del caserón.
Omar habló asustado.
—Amo, jamás vi cosa igual: la gente está enloquecida, la iluminación los ha desquiciado, hasta han pretendido entrar en el patio y los hemos tenido que sacar a palos. Dicen que en algunas zonas ha habido desórdenes en las calles. He temido por vos.
—No ha pasado nada, gracias a Dios. —Luego, viendo la mirada inquisitiva de su hombre, añadió—: Ya conoces a Ruth, la hija menor de mi amigo Baruj. Han cerrado por precaución las puertas del Call antes de tiempo y, al separarse de su hermana, se ha quedado fuera. Si no la llego a rescatar, no sé lo que hubiera sucedido. Esta noche la pasará aquí. Llama a Caterina: que entre ella, Naima y Mariona preparen el cuarto de la terraza del primer piso y di a la dueña que ponga un par de criadas a sus órdenes para que le suministren cuanto necesite. La noche va a ser larga, esto no ha hecho más que comenzar. Acompáñala, Omar.
El moro observó a la muchacha y a su amo alternativamente y con el gesto la invitó a seguirle.
—Si tenéis la bondad…
Ruth clavó sus almendrados ojos en Martí y, pese a ser consciente del tremendo problema que estaba creando, bendijo su suerte.