Los negocios de Martí iban viento en popa y el joven pensaba que ésta debía de ser la compensación del destino para reparar su gran pérdida. La casa cerca de Sant Miquel había sido ampliada y otra vez la fortuna acudió en su ayuda. Un comerciante necesitado de cantidad de dinero estaba dispuesto a hipotecar su casa para conseguir un préstamo; conociendo la veleidad y la flaqueza de la condición humana, Martí tuvo la certeza de que al llegar la fecha del vencimiento, la deuda no iba a ser saldada y por lo tanto la prenda pasaría a su poder, como así fue. Luego, mediante buenos oficios y empleando su natural habilidad para los negocios, compró un huerto con torreón incluido, que daba a la antigua muralla y que estaba dos fincas más allá. Al poco tiempo el vecino que quedaba entre ambas propiedades entendió que mejor era cambiar de aires que estar rodeado por ambos lados de un vecino tan laborioso que le impedía el descanso, pues el quehacer comenzaba apenas despuntaba el alba y proseguía hasta altas horas de la noche. Ante la imposibilidad de dormir, decidió asimismo traspasar la propiedad, y lo hizo por cierto a buen precio pues, en este tema, su molesto vecino no se mostró precisamente cicatero.
El negocio del mar y los mercados acaparaban todo su tiempo. El número de sus embarcaciones había aumentado: tres galeras mixtas de vela latina y dos bancadas de remos, dos naves de carga y tres gabarras aptas para el cabotaje constituían ya el grueso de su flota. Jofre, Felet (su otro amigo de niñez al que Martí había podido localizar en Sant Feliu, que era el puerto de arribada de su nave que hacía la travesía hasta Sicilia y Cerdeña exportando corcho e importando especies) y el griego Manipoulos, que había aportado a la sociedad su Stella Maris, constituían el grueso de sus capitanes. Muchas de las raras mercancías que cargaban en lejanas tierras eran vendidas posteriormente en las ferias de los pueblos donde, en fechas señaladas, Martí desplazaba sus carromatos tirados por ocho caballerías. Era tal el prestigio de la enseña con las letras M y B enlazadas, que su naviera lucía en el mástil de sus embarcaciones, que en los puertos se arremolinaban las gentes que querían embarcar bajo su pabellón. Martí había innovado y adquirido nuevas costumbres que favorecían la vida a bordo. En cada una de sus naves enrolaba un físico que cuidaba de la salud de la marinería, inclusive de la de sus galeotes.
En cuanto a su escaso tiempo libre, Martí lo ocupaba visitando a su madre cada vez que le era posible. En realidad, se acostaba tarde y se levantaba al alba, ya que la soledad de sus aposentos lo turbaba profundamente y las pesadillas, en las que siempre aparecía el espectro de Laia, poblaban sus sueños.
Su otra dedicación durante este tiempo había sido el tema del aceite negro. Manipoulos era el principal encargado de recogerlo en los puertos de aquellas lejanas tierras, donde lo proveía Rashid al-Malik, gracias a la ayuda de Marwan, el antiguo camellero constituido en hombre de confianza de Martí. En el sollado de sus naves forrado con un fondo de arena se almacenaban las picudas ánforas y entre ellas se prensaba hierba y ramaje, para preservarlas de roturas en caso de tempestad, y se transportaban hasta el lugar donde aguardaban los lanchones, que se turnaban para traer a Barcelona el negro producto. De esta manera se perdía menos tiempo, ya que siempre que regresaba encontraba una nave preparada para hacer el trasbordo. Durante estos largos meses había dedicado sus esfuerzos a perfeccionar las aplicaciones de tan especial producto y ahora estaba listo para mostrar sus prodigios a la ciudad de Barcelona.
La relación de Martí con el consejero era la estrictamente necesaria. Bernat Montcusí había habilitado en los ampliados sótanos de su residencia un inmenso depósito subterráneo donde almacenaba las preciadas vasijas y cuyos únicos respiraderos eran unos atanores que emergían entre la muralla y sus jardines de manera que los vapores que desprendían éstas no se acumularan y pudieran salir a la superficie.
Martí había terminado ya el modelo de jaula y quemador en la forja de un excelente herrero recomendado por Baruj Benvenist a fin de experimentar su invento y aguardando a que Montcusí preparara la entrevista con el veguer.
La ocasión no se hizo esperar. La condesa había citado en palacio al consejero de abastos y festejos, y al trasladarle sus deseos sobre los fastos para la recepción de Abenamar, embajador del rey al-Mutamid de Sevilla, intuyó que la oportunidad era perfecta. Avisó a Martí, y éste, tras ser informado, fue citado por Montcusí en presencia de la condesa, quien deseaba llevar directamente la preparación de los agasajos y no quería que escapara de su alcance el más pequeño detalle.
Martí sacó fuerzas del desánimo: hacía cinco años que había pisado las calles de la gran ciudad como uno de los miles de aspirantes a abrirse camino en ella y estaba a punto de ser recibido por la condesa Almodis en persona. Lo que en otro momento habría sido una gran noticia palidecía ahora por la tristeza que empañaba todos sus días y a la que no podía sobreponerse. Aguardó con el veguer y el consejero en la antesala del gabinete privado, en tanto que Omar y Andreu Codina, el mayordomo, se quedaron en el patio escoltando un gran bulto de hierro que parecía pesado.
Súbitamente se abrieron las puertas del aposento íntimo de la condesa y el ujier, dando tres golpes con la contera de su vara en el entarimado, anunció los nombres de los visitantes.
—¡Olderich de Pellicer, veguer de Barcelona, Bernat Montcusí, consejero de palacio e interventor de abastos, y el comerciante Martí Barbany demandan audiencia!
Almodis los saludó con una leve inclinación de cabeza y a los pocos instantes Martí Barbany, impresionado a su pesar, hincaba en el suelo la rodilla derecha ante la poderosa condesa. Olderich y Montcusí, más acostumbrados a los usos palaciegos, permanecían en pie, gorra en mano, aguardando expectantes a que la condesa abriera el diálogo.
Una vez intercambiados los saludos protocolarios, la egregia dama habló con el empaque de una reina.
—Y bien, queridos amigos, ¿qué es ese asunto que va a hacer de Barcelona la ciudad más luminosa del Mediterráneo?
Olderich de Pellicer tomó la palabra.
—Veréis, señora, el otro día nos indicasteis que era vuestro deseo que la recepción de vuestro ilustre huésped fuera una explosión de luz y colorido, de manera que a su regreso a Sevilla informara a su monarca admirado de la riqueza y solvencia del condado de Barcelona.
—Eso dije y eso es lo que pretendo.
—Bien, entonces permitid que ceda la palabra a vuestro ilustre consejero de abastos, que fue quien me indicó la posibilidad que ahora os ofrezco.
Almodis dirigió su mirada hacia Montcusí alzando sus cejas interrogantes.
—Señora, yo soy un mero intermediario; la idea es de mi joven protegido, Martí Barbany, que aún no ha alcanzado la categoría de ciudadano de Barcelona y a quien, sin embargo, he osado introducir en vuestra presencia.
Cuando Martí notó clavados en su persona los ojos verdes de Almodis sintió la fuerza que emanaba de aquella dama.
—Hablad.
—Bien, señora, soy hijo de Guillem Barbany de Gorb, que sirvió fielmente hasta su muerte en las huestes del conde y anteriormente en las de su padre. Llegué a Barcelona va para cinco años y…
—Joven, no me interesan vuestras vivencias y no tengo tiempo ahora para escucharos. Habladme de lo que concierne a la recepción que he encargado al veguer y al consejero, ya que ellos os han cedido la palabra.
Montcusí, atendiendo a sus intereses y viendo la situación complicada, intervino:
—Únicamente pretendía presentarse, señora, aunque entiendo que no es tiempo para enojosas disquisiciones. Cuando lo tengáis y queráis saber de las cualidades del señor Barbany, sabed que su introductor ante mí fue Eudald Llobet, a quien bien conocéis.
Al oír el nombre de su confesor, la expresión del rostro de Almodis varió un tanto.
—¿Conocéis a don Eudald?
—Fue compañero de mi padre antes de ser sacerdote y albacea de su testamento.
—En otra ocasión me explicaréis esta relación —dijo Almodis en tono más suave—. Os ruego que hoy os ciñáis al tema que nos ocupa.
Martí entendió el mensaje que le lanzaba la señora y se aplicó.
—Veréis, el caso ha sido que en uno de mis viajes tuve ocasión de entablar relaciones comerciales más allá de las escalas de Levante y me hice con un producto que, bien empleado, puede ser extraordinario y, si vos lo autorizáis, Barcelona será la primera ciudad del Mediterráneo que se haga con sus ventajas.
—¿Y cuáles son esas ventajas?
—Empapando unas hilas de lana en él, ésta arde durante mucho más tiempo y su luz es mucho más brillante que la de una candela o un hachón normales, y desde luego mucho más barata.
Montcusí intervino defendiendo sus intereses.
—Si se instalara en las esquinas de las calles y de los rabales, buscando los medios para ello, la ronda podría llevar a cabo su vigilancia en mejores condiciones y empleando menos gente, que tan necesarias son para otros menesteres.
—Todo lo cual redundaría en beneficio de las arcas municipales —complementó Olderich.
—¿Cuándo podré ver esta maravilla?
—Ahora mismo, señora, si os place —respondió Martí.
—Vamos a ello.
—He preparado, sabiendo que es mejor ver que explicar, una muestra del invento —arguyo Montcusí.
—Bien, y ¿dónde va a producirse la demostración?
—Si no tenéis inconveniente, en el patio de caballos.
—Sea.
—Entonces, si me permitís, partiré a prepararla. Tengo en la entrada a dos de mis hombres con el artilugio dispuesto. De esta manera cuando bajéis estará listo y no perderéis ni un instante.
—Me parece bien, Martí. Un mayordomo os acompañará.
Martí Barbany se retiró de espaldas como le había indicado el consejero que mandaba el protocolo, dispuesto a llevar a cabo la demostración.