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Aclarando recuerdos

Eudald Llobet veía a Martí metido en sus trabajos y se alegraba de ello, ya que de esta manera sabía que el duelo para él era menor. Había reflexionado mucho sobre la confesión de Montcusí, y no se le ocultaba que su obligación como sacerdote le impedía revelar su contenido. Sin embargo, consciente de la enorme aflicción que pesaba sobre Martí, decidió montar una historia entreverada de verdades y de alguna mentira piadosa que esperaba que librara de muchas dudas al atormentado espíritu del muchacho.

La conversación tuvo lugar en la playa, donde cada atardecer acudía Martí para vigilar las cargas y descargas, siempre que fondeado frente a ella estuviera uno de sus barcos, que con el último flete andaban ya por los nueve. El padre Llobet se dirigió hacia él. Ya se había acostumbrado a la tristeza que anidaba en los ojos de su protegido y amigo: un velo de dolor que demudaba su rostro a todas horas y que no le había abandonado desde la muerte de Laia.

—¿Cómo andáis, Martí? —preguntó el buen canónigo, metiéndose las manos en su túnica para protegerlas del frío viento invernal.

—Gracias a Dios, absorto en mi continuo quehacer, lo cual me ayuda a no pensar.

—¿Van bien vuestros proyectos, entonces?

—Tan bien como mal ha ido el resto de mi vida.

El sacerdote midió sus palabras.

—La vida es un largo camino lleno de espinas y de rosas. A todos nos ocurre de todo: bueno y malo. No debemos quedarnos en los tropiezos. Las caídas no deben acobardarnos; lo importante es saber levantarse y continuar el camino. Al final, el Señor cuida siempre de sus criaturas.

—Pero evidentemente, en algunos momentos se olvida de ellas. Os digo la verdad: mi fe se tambalea.

—No ofendáis a Dios. A los hombres nos es dado ver una parte ínfima de nuestro camino. Él, en lo alto de la montaña de su inmensidad, todo lo ve. Aunque reconozco que lo que os ha ocurrido es terrible, no dudéis de que al final lo veréis lejano y constituirá una parte del cómputo total de vuestros días, que si mantenéis la fe, sin duda serán hermosos en su conjunto.

Martí guardó silencio por un instante.

—Eudald, tengo en el fondo del alma una herida que no cicatriza.

—Dadle tiempo…

—Laia me dijo las palabras más hermosas que oído humano cabe escuchar, pero me atormenta llegar a saber lo que le ocurrió para que tomara decisión tan atroz.

—Lo que le ocurrió fue tan cruel que dañó su mente. Nadie en el mundo puede juzgar con equidad el acto de un suicida, porque no se puede penetrar en su alma, pero os diré algo que aliviará vuestro espíritu.

—¿Qué es?

Un ramalazo de duda asaltó al sacerdote, ya que aquélla era la primera vez que iba a revelar algo oído en confesión.

Ante su silencio, Martí detuvo sus pasos y se enfrentó a Eudald tomándolo del brazo y obligándole a detenerse a su vez.

—¡Hablad, por Dios!

—Laia os amó desde el momento en que os conoció.

—Y entonces, ¿qué me decís de sus actos y de la carta que me envió?

—En verdad, lo único cierto es que os dejó entrever que os amaba pero no podía corresponderos.

—Pero… ¿qué y quién la pudo obligar, si así fue, a escribir lo que escribió?

—Las circunstancias, Martí, y las leyes que rigen nuestro mundo.

—Si no habláis más claro…

Llobet dudó unos instantes y se decidió a decir una media verdad.

—Laia fue forzada por alguien tan poderoso que nadie en sus cabales osaría enfrentarse a él.

—La ley es para todos.

—Sabéis bien que no es así. Bernat lo sabía y era consciente de lo difícil de esta empresa. En principio pensó en ingresarla en un convento, mas luego, al ver el deterioro de su pupila, decidió ofrecérosla como esposa creyendo que la muchacha se aliviaría y hasta quizá llegara a olvidar la afrenta. Pero su frágil mente no resistió el envite y se halló indigna de vos. Amén de otra cosa que la afectó en extremo y que no os he dicho, pues no la he sabido hasta hace poco.

—Acabad, Eudald, peor no puede ser.

—Laia parió un hijo que murió al poco de nacer.