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Ya soy una mujer

Ruth, que ya había cumplido los dieciséis años, había solicitado venia a su padre para entrevistarse con él en su despacho. Al anciano le extrañó la rara petición, ya que veía a las dos hijas que aún vivían en la casa, Batsheva y Ruth, todos los días y a todas horas, y todo lo que se hablaba era del común conocimiento de los esposos. Un año antes, la mayor, Esther, había contraído matrimonio con Binyamin Haim, hijo de un rabino amigo, y se había ido a vivir a Besalú, de donde era originaria la familia de su esposo. Conociendo la firmeza de carácter de Ruth y sabiendo que no iba a cejar en su empeño, la citó para el sabbat siguiente, sabiendo que su mujer asistiría a la sinagoga con su otra hija y que Ruth buscaría alguna excusa para no acudir a la ceremonia de la bendición de la nueva Torá.

Benvenist, rodeado como siempre de códices y documentos antiguos, repasaba en su mesa un manuscrito que le había enviado un viejo amigo de Toledo y que pretendía mostrar a Eudald Llobet, ya que consideraba al arcediano la única autoridad notable en aquellos menesteres, debido a su cargo en la catedral, su claro intelecto y su criterio abierto poco dado a discriminaciones religiosas: lo mismo desbrozaba la traducción de unos poemas árabes de Hasan bin Zabit, una comedia del griego Aristófanes, pese a lo escabroso del tema, o un escrito de san Agustín. En ello estaba cuando el leve roce de unos nudillos en su puerta le recordó la reunión que había concertado con su hija menor.

La timbrada voz de la muchacha le alertó al instante.

—¿Puedo pasar, padre?

—Claro, Ruth.

La joven abrió la puerta y se introdujo en al amplio despacho. A Baruj no dejaba de asombrarle siempre el empaque de aquella criatura: su cimbreante cintura, el óvalo perfecto de su rostro, sus almendrados ojos y su determinación poco común a las mujeres de su entorno. Máxime cuando todo ello había salido de su semilla y de la de su mujer, que no era precisamente un dechado de belleza ni lo había sido en su juventud.

—¿Puedo sentarme, padre mío?

Algo en el tono de la muchacha lo alertó y, mientras enrollaba el pergamino, asintió.

—Por supuesto, Ruth. No vas a estar de pie comunicándome el grave negocio que te ha urgido a pedirme tan peculiar cita.

Baruj pensó que su hija comprendería su chanza y obraría en consecuencia. En su lugar, se sorprendió ante la respuesta de la muchacha.

—Me alegra pensar que habéis intuido que lo que os voy a comunicar es de vital importancia.

La seriedad del semblante de Ruth acabó de acentuar los temores del anciano.

—Me inquietas… ¿Qué te sucede, hija mía?

—Veréis, padre, no sé cómo empezar.

—Por favor, habla sin reparo. Estamos solos y tenemos tiempo suficiente.

Ruth respiró hondo y, clavando la mirada en los inquietos ojos de su padre, inició su discurso.

—Está bien. Siempre me habéis tratado como a una niña. No sé si es debido a que soy la menor de las hermanas o a qué otro extraño motivo, el caso es que siempre me habéis hecho sentir pequeña.

—Puede que tengas razón —reconoció Baruj, con una sonrisa—, y puede ser que me haya resistido en demasía a verte crecer, pero desde hace ya tiempo te trato con la misma consideración que a tus hermanas. Tal vez el excesivo amor que como padre te profeso y el deseo de que siempre fueras mi pequeña flor haya propiciado esta actitud, pero sabe que si éste es el problema, desde hoy mismo quedará subsanado.

—No es éste el problema. —Ruth apoyó ambas manos en los brazos del sitial, como si necesitara impulso para proseguir—: El inconveniente es que jamás me habéis tratado como a una mujer Y ahora… mis problemas son de mujer, no de una niña a la que se consuela con un dulce de jengibre y se aviene a obedecer órdenes que afectan a su futuro.

—Ruth, ya te he dicho que estoy dispuesto a rectificar y te lo digo sin menoscabo de mi autoridad de padre y sin que me duelan prendas. Te lo ruego, cuéntame, si es que lo hay, tu problema y, si de mí depende, dalo por solventado.

Ruth desvió la mirada. Fue sólo un instante. Luego sus ojos volvieron a posarse sobre los de su padre.

—Padre mío. Madre me ha estado hablando de posibles candidatos de boda. —Ruth respiró hondo antes de proseguir—. Bien, quiero anunciaros que no voy a casarme con ninguno de ellos.

A Baruj parecieron derrumbársele las facciones.

Transcurrió un corto pero intenso lapso en el que se oyó hasta el crujir del maderamen del suelo antes de que el hombre respondiera.

—¿Sabes lo que estás diciendo?

—Nunca he estado tan segura de mis palabras como en este momento.

—¿Se puede saber a qué viene semejante desatino? Tal vez de momento no te complazca ninguno, pero seguro que llegará el día en que…

—Es una decisión irrevocable, padre. No voy a casarme con ninguno de esos jóvenes.

—¡Estás loca! Vienes a mí quejándote de que te trato como a una niña y luego empiezas a decirme una sarta de bobadas… Y sin ofrecer explicación alguna.

Los labios de Ruth esbozaron una sonrisa no exenta de orgullo.

—Como mujer que soy, padre, os pido que respetéis mi decisión sin hacer preguntas. Ya sabréis la verdad a su debido tiempo.

—¿Qué dices?

Las mejillas de Ruth enrojecieron y su mirada se perdió en el fondo de la estancia.

—No puedo casarme con ninguno de ellos, padre, porque mi corazón ya tiene dueño.

Benvenist se levantó del asiento que ocupaba y comenzó a caminar por la estancia con las manos en la espalda.

—¿Y puede saberse de quién se trata?

—De momento no, padre. Pero quiero ser sincera con vos y advertiros de que el hombre al que amo no es judío.

Baruj miró a su hija con expresión turbada.

—¿Sabes que ése es un amor imposible?

—Nada es imposible. —Ruth se puso en pie y miró a su padre directamente a los ojos—. Si es necesario, renunciaré a mi religión.

Baruj, sorprendido y enojado, se acercó a su hija menor con la desaprobación dibujada en su semblante. Sin desviar la mirada, Ruth prosiguió:

—Creo que me honra más convertirme por amor que por interés, como han hecho tantos correligionarios vuestros por avaricia y por medrar en la corte del conde Ramón Berenguer y la condesa Almodis, quienes, por cierto, tampoco se han tomado muy en serio su religión y han vivido, ante el escándalo de sus súbditos y durante años, en flagrante concubinato.

Baruj se precipitó a la ventana y, asustado, ajustó los postigones.

—¡Por favor, Ruth! Cuida tu lenguaje; bastantes problemas tenemos los judíos para que expreses opiniones con la ventana abierta que pueden llegar a oídos inconvenientes. Insistes en ser tratada como una mujer y hablas con la despreocupación de una niña… —Intuyendo que una reprimenda no iba a mejorar las cosas, optó por volver junto a ella y hablarle con suma seriedad—. Debo decirte que ni tu madre ni yo aprobaremos nunca semejante unión.

—Tengo dieciséis años, padre. No he venido a demandar vuestro permiso; únicamente he venido a notificaros mi decisión. Pretendo ser feliz en este mundo, no aguardar a ese otro que no he visto jamás. Ni yo, ni nadie.

—Ruth, no quería llegar a esto, pero no me dejas otro remedio. Te prohíbo que des alas a ese enamoramiento tuyo…

—No podéis prohibirme nada, padre —atajó Ruth—. Y os diré algo más: él aún no sabe que le amo, pero, si un día me corresponde entonces tendré este cielo que pregonáis cristianos, judíos y musulmanes aquí en la tierra. Y os aseguro que no me quedaré de brazos cruzados esperando: haré todo lo que esté en mi mano por conseguirlo.

—¿Pretendes matarme de un disgusto?

—Sabed que vuestro disgusto puede ser mi dicha. Si decís que me amáis, deberéis escoger.

Tras esto, la muchacha se alzó de su asiento y con una reverencia salió del despacho, dejando a Benvenist sin habla.