Desde la muerte de Laia, acontecida un año antes, el ánimo de Eudald Llobet andaba alterado. Daba largos paseos por el claustro de la Pia Almoina sin encontrar solución a las numerosas preguntas que lo acometían. La resignación cristiana y la humildad que predicaban sus creencias le aconsejaban ser prudente, pero las dudas que asaltaron a su conciencia aquella trágica noche se habían ido transformando durante ese tiempo en terribles sospechas, que no podía compartir con nadie. Los ojos de Montcusí, las palabras entrecortadas de Laia, la historia del supuesto noble que había desflorado a la muchacha… Los interrogantes eran muchos y el canónigo ansiaba saber la verdad.
Buen conocedor de la mente humana, Eudald aprovechó que en esas fechas se cumplía un año de la muerte de la joven para afrontar el problema y dirigirse a la suntuosa residencia de Montcusí. Estaba seguro de que ese aniversario también se habría cobrado su precio en el ánimo del consejero y se dijo que tal vez lo hallaría dispuesto a confesar la verdad.
El buen sacerdote gozaba de libertad en cuanto a las salidas de su alojamiento, pues era público y notorio que sus obligaciones respecto a la condesa ocupaban buena parte de su tiempo. Decidió ir caminando para tener ocasión de poner orden en sus pensamientos. La dificultad consistía en que, al ser una figura harto conocida en la ciudad, era común que las mujeres se precipitaran a su paso a besar su mano.
Pasó por delante del hospital de En Guitart y rápidamente llegó al Castellvell. A su llegada a la mansión de Montcusí tuvo que ceder el paso a un carruaje que, tirado por cuatro acémilas, con las cortinillas bajadas y custodiado por seis hombres, salía en aquel mismo instante y, por cierto a toda prisa, del patio de armas de la residencia de Montcusí. Hasta tal punto que, pese a los gritos del auriga y el fuerte tirón de riendas, el buje de su rueda derecha golpeó con fuerza el poyo que sostenía el arco de la entrada. Pasado el carruaje, Eudald se introdujo en el recinto.
Sin dar tiempo al centinela a que diera el aviso, el portero le salió a su encuentro. La figura del eclesiástico era harto conocida en aquella casa.
—Bienvenido, arcediano, ¿tenéis cita con mi señor?
—Lo cierto es que no. He venido a riesgo de que no esté en la casa o que no haya ocasión de verlo.
—Sí está, pero me dispensaréis si envío un propio para anunciaros. No soy yo quien debe decidir si don Bernat puede recibiros al instante.
—Lo entiendo y comprenderé cualquier circunstancia: soy yo el que he cometido la descortesía de acudir sin demandar cita con anterioridad.
—Ya sabéis que si mi señor puede os atenderá. Siempre sois bien recibido en esta casa.
A la orden breve del portero partió un criado al interior de la mansión y casi sin tiempo regresó acompañado del mayordomo de servicio.
El hombre saludó respetuosamente y se inclinó para besar la mano del sacerdote.
—Don Eudald, os he visto desde una de las ventanas del primer piso y he bajado al instante. El patio de armas no es lugar para que aguardéis. Ya me ha dicho el emisario que deseáis ver a don Bernat. Está en su despacho, esta mañana no se encontraba muy bien. Ahora está terminando de despachar asuntos con su secretario, Conrad Brufau. Enseguida os anunciaré, no creo que haya inconveniente.
—Sois muy amable.
—Seguidme, si tenéis la bondad.
Entraron ambos y el mayordomo, después de indicar al padre Llobet que aguardara en la antesala del gabinete del consejero, se dirigió al despacho de su amo.
Mientras observaba el cuidado jardín desde el ventanal del salón, Eudald Llobet pensó que habría preferido entrar en combate, como en sus tiempos de soldado, que mantener aquella incómoda entrevista con el poderoso prohom barcelonés.
Los pasos del criado se acercaron otra vez y le anunciaron en su premura que el intendente le iba a recibir.
—Don Bernat os aguarda. Apenas he anunciado vuestra visita y al instante ha dado su venia. Ha despedido al secretario y os puedo asegurar que no acostumbra a recibir a nadie que no haya sido citado con anterioridad.
Recorrieron ambos el pasadizo y, tras el protocolario anuncio, se halló Eudald en presencia de aquel personaje que desde la infausta noche de la muerte de Laia había sido el blanco de sus peores sospechas. Situados frente a frente, ambos sabían que aquél iba a ser un auténtico debate que se iba a desarrollar de poder a poder y de hombre a hombre. El único reparo que tenía muy presente el sacerdote era que Martí no saliera perjudicado.
—Bienvenido a esta casa, señor arcediano —dijo Montcusí, que efectivamente parecía enfermo.
—Excusad mi falta de cortesía. Os agradezco que me hayáis recibido, pero si no os viene bien y os incomodo, puedo volver en mejor ocasión. Sé que éstos deben de ser días difíciles…
Bernat asintió.
—Lo son, pero sabed que siempre habéis sido y seréis bien recibido. ¿Os apetece tomar alguna cosa?
—Gracias, pero prefiero tener la mente clara.
—Pues si me lo permitís, yo sí voy a pedir algo.
Levantó Montcusí su voluminoso cuerpo y se dirigió a la puerta, desde donde llamó a un criado, que le trajo una jarra. Montcusí tomó una copa, se sirvió una generosa ración de un líquido ambarino y regresó de nuevo a su lugar.
—¿Y bien, Eudald? Os escucho.
—Quiero aclarar en primer lugar que de no decirme vos lo contrario me considero todavía vuestro confesor y como tal he venido.
El consejero se removió, incómodo.
—Por supuesto, aunque mejor diría yo mi consejero espiritual ya que últimamente no he acudido a vuestro confesonario.
—Ni habéis frecuentado el divino banquete. Por lo menos en la catedral. Ni tan siquiera en la misa de Pascua que cada año se celebra en presencia de toda la corte; ni tampoco en la misa del Gallo.
Bernat Montcusí había palidecido palpablemente.
—Mi conciencia es escrupulosa y no he de negaros que estoy pasando por un trance angustioso.
—Pues qué mejor que descargar vuestra conciencia del peso de la culpa acudiendo a un representante de Cristo, sea yo u otro, y de esta manera alejar la congoja que os debe de tiranizar el alma todas las noches. Ya os dije la noche del infortunio que la parca no avisa y puede visitarnos en cualquier momento.
Montcusí preveía el peligro, pero en su astucia todavía aspiraba a salir airoso de aquel trance. Bajó la mirada y, con actitud sumisa, musitó:
—Quiero hablar con vos, padre. Ahora estoy en condiciones de hacerlo; antes no podía.
—Me alegro, Bernat. A eso de alguna manera he venido: si vaciar el saco de vuestras iniquidades alivia vuestro espíritu, habrá valido la pena mi visita.
El consejero salió de detrás de su mesa, se llegó a la puerta y pasó la balda. Luego regresó a su sitio; su mente astuta trabajaba cual aspas de molino en ventolera.
—Os escucho, hijo mío, descargad vuestra conciencia.
—Padre —susurró—, mi pecado es tan terrible que no tendré perdón.
—La capacidad de indulgencia del Señor es infinita. Todos los cristianos podemos lavar nuestras culpas por la sangre derramada del cordero. Hablad.
—Llevo sufriendo mucho tiempo. Mi alma se ha encallecido y únicamente la circunstancia de la muerte de Laia me permite abrirme a vos.
Llobet indicó con el gesto que prosiguiera.
—¿Recordáis mi visita, cuando os propuse que me ayudarais a enmendar el desastre que había ocasionado la ligereza de mi pupila?
—Perfectamente.
—Os mentí —dijo Bernat, desviando la mirada.
—No pretendo ser más perspicaz que nadie, pero era obvio que muchas piezas del rompecabezas no encajaban.
El consejero transpiraba copiosamente.
—Os ruego que desde este momento escuchéis en confesión lo que os voy a relatar.
Llobet extrajo del interior de su túnica una estola y después de besar la cruz de su extremo, se la colocó en el cuello.
—Estoy dispuesto.
—Veréis, padre, fui yo.
Una pausa preñada de incertidumbre planeó entre ambos interlocutores.
—¿Qué es lo que hicisteis, Bernat?
—Yo fui el culpable del desafuero. Cuando Laia se hizo mujer, el amor paterno que siempre había sentido hacia la muchacha se transformó en un amor carnal de hombre a mujer.
—¿Quiere esto decir que fuisteis el violador de vuestra hijastra? —preguntó el sacerdote, casi incapaz de esconder el asco que le inspiraba aquel hecho.
—No es tan sencillo, padre.
—Proseguid.
—Concebí por ella una pasión incontrolable; trasladé a Laia el sentimiento que me inspiraba su madre y, pese a la diferencia de edad, le propuse matrimonio. Luché contra esta circunstancia y al no poder recurrir a vos me confesé en infinidad de ocasiones en Santa María del Pi, aunque no obtuve la absolución.
—¿Qué es lo que ocurrió?
—Tuve constancia de que se había ilusionado con vuestro pupilo y los celos no me dejaron vivir. La obligué a escribir una carta que desengañara a su pretendiente, al que pese al incidente profeso una sincera simpatía, y debo confesaros que la forcé.
El padre Llobet se clavó las uñas en la palma de la mano hasta hacerse sangre.
—Es un gran pecado, ya que añadís a la gravedad del hecho vuestra responsabilidad como padrino.
—Me consta y me arrepiento de ello, pero creo que hice lo que debía para remediarlo.
—¿Sí?
—Al quedar embarazada impedí el aborto que pretendía llevar a cabo; me comprometí a hacerme cargo de la criatura, que murió al poco de nacer, y al negarse ella a aceptarme como esposo hice lo que manda la ley: busqué, y vos sois testigo, a un hombre que la desposara.
Llobet aguardó a que su corazón recobrara el ritmo normal.
—Ahora sí que encajan las piezas del rompecabezas. Proseguid.
—Todo estaba arreglado, os consta, pero la cabeza de la muchacha padecía un desequilibrio semejante al que asaltó a su madre en sus últimos días. Estas cosas se llevan en la sangre… No sé qué le pasó por la cabeza. El final ya lo conocéis.
—Habladme de Aixa.
—También eso contribuyó a su locura. Pese a que la culpo de haber metido en la mente de mi pupila una simiente envenenada, no fue responsabilidad mía que contrajera la peste. Ello me obligó a apartarla de Laia. Luego murió, y mi pequeña se sintió muy triste.
Una nueva pausa jalonó el diálogo.
—Decidme qué otras culpas os atormentan.
—Puedo decir que esto ha sido todo. Por lo demás, mi vida se consume al servicio de los condes.
—Arrodillaos, os voy a dar la absolución.
—Y con ello, la vida.
Montcusí se arrodilló a los pies del sacerdote y éste pronunció las palabras.
—Ego te absolvo pecatis tuis…
Luego ambos se pusieron en pie, dando por finalizada la entrevista.
Ya junto a la puerta el consejero habló de nuevo, y en su voz podía apreciarse una nota de triunfo.
—Recordad que he hablado en confesión: nadie, en cualquier circunstancia, debe saber jamás lo que aquí se ha dicho.
—Ocupaos de cumplir con vuestras obligaciones de cristiano que yo sabré ocuparme de las que me competen como ministro del Señor.
—Id con Dios, padre Llobet.
—Quedad con Él, Bernat.
Partió el arcediano harto incómodo, con la sensación de que había sido utilizado por el astuto personaje, y quedó éste habiendo tranquilizado su conciencia y en la certeza de que su ignominia quedaba a buen recaudo.