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Las vísperas

Martí había acudido, con mucha antelación, a la catedral a recoger a Eudald para ir juntos a la cena de Bernat, pero el clérigo, que sabía que el joven se había entrevistado con el consejero, pretendía que lo pusiera al tanto del resultado del encuentro.

A indicación de uno de los religiosos, Martí aguardó a Eudald en la sacristía. Compareció éste vestido con sobriedad. Sin embargo, observó Martí que el tejido era una sarga nueva y que el sacristán que se ocupaba de aquellos menesteres le había recortado la barba y perfilado la redonda tonsura.

—Os veo muy compuesto, Eudald.

—No acostumbro a cenar fuera del refectorio y ya hace mucho que prescindí de las vanidades de este mundo, pero en esta ocasión y por vos he intentado adecentar un poco mi aspecto, lo cual es harto complicado. Pero sentémonos un rato, pues tenemos tiempo de sobra, y explicadme cómo os ha ido la entrevista con Montcusí.

El canónigo condujo al joven al fondo de la gran estancia y ambos se sentaron en escabeles tapizados con piel de Ubrique, regalo de un mercenario que había guerreado con Llobet en las proximidades de Córdoba allá por 1017, en la segunda expedición del conde Ramón Borrell, abuelo del actual conde, en la que recibió tan grandes heridas que le llevaron a la tumba.

—Decidme, Martí, ¿cómo os fue la entrevista?

—Debo deciros que no comprendo las actitudes de ciertas personas.

—¿Qué me queréis decir?

—Como entenderéis, acudí a la casa de Montcusí con el ánimo inquieto. Un hombre sabe cuándo está en juego su porvenir pero lo que más me importaba era conocer todas aquellas cosas que tuvieran que ver con Laia.

—¿Y bien?

—El consejero, adoptando una postura ambigua, me suplicó le dispensara de hablar de aquel trance ya que le retrotraía a días muy amargos. Ante mi insistencia dijo que aunque tenía buenas razones para sospechar quién era el culpable de aquella felonía, ni lo podía aseverar con certeza ni creía oportuno remover el asunto. En su opinión, Laia, en su atolondramiento y a causa de su inexperta juventud, había querido jugar con aquel hombre y éste, creyendo que el juego era un consentimiento, la había desflorado. Montcusí afirmó que pese a su condición de ciudadano de Barcelona no osaba intervenir pues creía que el culpable de la desgracia estaba emparentado con la casa condal de Barcelona y bien podía ser alguien cercano al conde Ermengol d'Urgell, primo, como sabéis, del conde Ramón Berenguer.

—¿Y qué más?

—Ahí se cerró en banda y se negó a hablar, aconsejándome a la vez que desistiera de sonsacar a Laia, pues había observado que al tocar el tema, su ahijada, que salía de una larga enfermedad, se ponía tensa y llegaba, embargada por la pena, a delirar. Luego añadió que el tiempo lo borra todo, y que tenía la certeza de que íbamos a ser muy felices.

Luego, tras una pausa, Martí indagó:

—¿Qué pensáis vos de todo ello?

El padre Llobet se quedó pensativo unos instantes y ante la insistencia del joven, respondió.

—A veces situaciones extremas dañan la mente de las personas. Creo que por el momento debéis cuidar mucho vuestro amor y dejar que el tiempo cicatrice las heridas. Algo me dice, pues la conozco bien, que Laia es inocente. Dejadla en barbecho y ella se abrirá a vos cuando llegue el tiempo y su mente haya asumido la desgracia, como las flores se abren al rocío. De todas maneras pienso que tras todo ello algo se me escapa… Pero no os impacientéis, siempre el agua encuentra un resquicio para escaparse. ¿Vos la amáis?

—Más que a mi vida.

—¿Y continuáis decidido a desposarla?

—Mañana mismo.

—Entonces tened paciencia y aguardad. Día llegará que la que deseará descargar el inmenso peso que la debe oprimir será ella misma. Tened fe.

Una larga pausa se estableció entre los dos hombres, después Martí, a instancia del clérigo, comenzó a explicar a su viejo amigo el resto de la entrevista.

—Cuando le expliqué la idea que tenía sobre el uso del aceite negro puso unos ojos como platos. Me dijo que se encargaría de convencer al veguer de las ventajas de instalar en cada esquina de las calles de la ciudad y a la altura adecuada, las jaulas con el mecanismo interior para alojar la mecha y el pequeño depósito que albergara la negra sustancia. Creo que en el pacto va incluido el que me encargue, en mi forja, de fabricar las jaulas, pero no importa, el negocio está en el suministro. Por cierto, cuando le hablé de la conveniencia de tener en la ciudad una reserva para mantener el abastecimiento, en caso de que algún viaje se retrasara, me exigió que dicha reserva se instalara en los sótanos de su casa. Supongo que es una forma de asegurarse su porcentaje.

—¿Le hablasteis del fuego griego?

—No. Esa fórmula irá a la tumba conmigo.

El sacerdote fijó la vista en un largo cirio en el que líneas rojas indicaban aproximadamente las horas del día y de la noche y que cada mañana el encargado de la sala capitular se ocupaba de encender.

—Martí, hora es de partir.