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En el seno de la Iglesia

Corría el mes de enero de 1056. La cámara de la condesa Almodis permanecía abierta e iluminada. La anciana Ermesenda, que había perdido apoyos a causa de la defunción de sus principales valedores, y a cambio de once mil onzas de oro, había conseguido que el Papa levantara la excomunión, que cual espada de Damocles había pendido durante más de tres años sobre la pareja condal.

A una hora que correspondía a otros menesteres y mientras las campanas volteaban alegres en sus espadañas, las gentes de palacio iban y venían acudiendo a ofrecer sus respetos y a dar los parabienes que correspondían a tan buena nueva. Los unos con auténtico regocijo y los más para congratularse con ella, ya que era de común que la que mandaba en el conde y por tanto en el condado de Barcelona, era Almodis de la Marca. La ciudad era una fiesta. La gran noticia se había esparcido cual cotilleo de comadres entre la buena gente, tranquilizando a tantos que durante esos años habían padecido diariamente dudas y angustias. Los representantes de las casas condales de menor rango portaban presentes que recordaran siempre aquella fausta jornada y quien más quien menos velaba por sus intereses e intentaba acercarse al fuego sagrado que representaba el Palacio Condal. Odó de Montcada, obispo de Barcelona, Guillem de Valderribes, notario mayor, el juez de palacio Ponç Bonfill, el secretario Eusebi Vidiella y el conde Ramón Berenguer con una copa de buen mosto en la mano comentaban el feliz suceso en uno de los rincones del salón.

Gilbert d'Estruc, gentilhombre de confianza de Ramón Berenguer I, el primer senescal, Gualbert Amat, representantes de los Montcada, Cabrera, Alemany, Muntanyola, Ferrera, Oló y un larguísimo etcétera, se iban aproximando en respetuoso turno al pequeño trono donde Almodis repartía sonrisas. Los nobles catalanes doblaban la rodilla en el pequeño escabel situado a los pies de la condesa en tanto sus esposas, recogiendo sus sayas, efectuaban una gentil reverencia. Tanto ellos como ellas se volcaban en parabienes, felicitaciones y corteses cumplidos. La gran sala estaba llena a rebosar y luego de cumplir con el protocolo cada uno buscaba a cada quien para ajustar negocios, replantearse amistades y aunar intereses a la nueva luz que amanecía sobre Barcelona. Eudald Llobet, invitado especial de la condesa, había recibido en el turno del besamanos una ligera e irónica reconvención.

—¿No os dije en su día que como siempre la Iglesia se plegaría a las conveniencias de su alta diplomacia?

Eudald no se retrajo.

—Cierto, señora. Asimismo, vos que de tan buena memoria presumís, recordaréis mi respuesta.

—En estos felices momentos, no atino, Eudald.

—Creo que os dije algo así como: «Que lo que habíais conseguido dos veces lo podríais conseguir una tercera». De cualquier manera, sabed que la persona que más profunda alegría siente ante el alzamiento de esta excomunión aparte de vos y del conde, es este humilde clérigo, que está ansioso por daros la absolución. Y sabed asimismo que como catalán me place en extremo que el condado haya ganado una condesa de vuestro fuste y carácter.

Después de este lance y dejando paso al siguiente cortesano que le seguía en la cola, Eudald alzó la vista y lanzó una mirada a lo largo y ancho del salón. Al fondo, junto a uno de los ventanales que daban a la plaza y al pie de un tapiz que representaba a Diana cazadora rodeada de perros, con arco en la mano y la aljaba a la espalda llena de flechas, el poderoso Bernat Montcusí, intendente de mercados y abastos, al que suponía fuera de Barcelona, con un imperceptible alzamiento de cejas alzaba su copa invitándole a acercarse. Con paso lento el canónigo se fue abriendo camino entre los grupos allí convocados hasta llegarse al lugar donde el consejero Montcusí le aguardaba.

—Os saludo, Eudald, en jornada tan gloriosa.

—Os devuelvo el saludo y me congratulo de vuestra llegada, no os hacía en la ciudad.

—Ni vos ni nadie. Pero una embajada de mi casa dándome cuenta del grato acontecimiento me ha hecho dejar otras ocupaciones, ante esta circunstancia menos urgentes, y acudir presto. Como comprenderéis, aquel que no se encuentre aquí esta noche para dar los parabienes a la condesa y rendirle pleitesía puede darse por despedido.

—Supongo que habéis recibido mi carta donde os anunciaba la aquiescencia de Martí.

—Desde luego. Me llenó de alegría. Explicadme los pormenores, por favor.

—Al día siguiente de su llegada vino a la seo y allí intenté cumplir con vuestro encargo, por cierto harto dificultoso, de manera que entendí que era mejor hacerlo a mi manera, de modo que le oculté parte de la encomienda. Pensé que tiempo habrá para decirle el asunto de la criatura y le expliqué únicamente que vuestra ahijada había sido desflorada, sin aclarar demasiado las circunstancias. Por cierto, aún no me habéis dicho si ha tenido varón o hembra.

El intendente de abastos miró a uno y a otro lado para asegurarse de que no hubiera alrededor oídos indiscretos. Entonces, tomando del brazo a su interlocutor, lo alejó del tapiz del fondo y lo condujo junto a uno de los ventanales.

—Habéis, como siempre, obrado con mesura y diligencia. El Espíritu Santo os ha inspirado. La criatura nació muerta. Laia es muy joven y vos sabéis que esto ocurre frecuentemente cuando se trata de primerizas. Además, contrajo unas fiebres. Por tanto, ¿a qué complicar las cosas? Mejor es que el relato quede como vos lo habéis explicado.

Eudald Llobet miró a los ojos al otro. Aunque seguía dudando de todo entendió que mejor sería dar el tema por zanjado y no andar buscando tres pies al gato. Martí le había dado su palabra de desposar a la muchacha y esperaba que el tiempo y la juventud de ambos borrara aquella triste historia e hiciera de ellos una pareja feliz, salvando de esta manera el honor de aquella criatura.

—Tal vez tengáis razón. ¿Cuándo va a regresar vuestra hija? Creo que ha llegado el momento de propiciar el encuentro de los jóvenes.

—Cierto, pero antes quiero tener una entrevista con Barbany me interesa conocer los resultados de su viaje y estar al corriente en primera mano sobre sus futuros proyectos. Como comprenderéis, en las actuales circunstancias nuestro trato habrá de variar, de alguna manera debo considerar que va a ser mi futuro yerno.

—De cualquier manera, que los jóvenes se encuentren, es una prioridad.

—La semana próxima haré ir a buscar a mi hija. Creo que lo apropiado fuera que vos y vuestro protegido acudierais a mi casa a cenar. A la hora del postre Laia se uniría a nosotros y así ella y Martí podrían hablar, desde luego en nuestra presencia. Ya sabéis lo que dice el refrán: «El hombre es fuego, la mujer estopa; viene el diablo y sopla—.