65
Sallent

Laia era una sombra. Pasaba los días ensimismada sin llegar a comprender el rigor de la desgracia que había caído sobre ella. Su cabeza iba y venía cual péndulo. Era consciente de que su mente se encerraba en un cascarón y se ausentaba al punto que en ocasiones ni respondía a quien le hablaba. A pesar de su juventud, aún no había cumplido los diecisiete, su memoria sufría lagunas insondables. En el recinto corría el rumor de que la había asaltado el mismo mal que había llevado a la tumba a su madre.

Había llegado a Sallent desde Barcelona, en la carreta de viaje de Montcusí, escoltada por una pequeña guardia, un físico, una partera y la dueña. Edelmunda le comunicó que había recibido órdenes de que permaneciera encerrada en tanto su vientre estuviera ocupado, pues nadie debía enterarse de su preñez. Le prepararon en unas dependencias con salida a un patio de altos muros, rodeado en su interior por jardineras con plantas, flores y arbustos a fin de que entretuviera sus ocios. Allí, sin poder ver a nadie que no fuera el físico, consumía sus horas creyendo volverse loca, hasta que le llegó el momento de romper aguas y parir. El trance duró casi dos días y en la nebulosa del momento, entre intensos dolores y la semiinconsciencia a la que la sumieron, le pareció ver, a los pies de su lecho, al consejero, hablando con el físico y señalando al bulto que yacía en el moisés. Luego recordaba haber oído un portazo y el silencio más absoluto. Mas cuando despertó del todo, el hombre ya no estaba allí. Inmediatamente, el físico le suministró un brebaje hecho de plantas coladas en un tamiz que impidió que le subiera la leche, y a los tres días la partera la fajó con fuerza a fin de que recobrara su figura anterior en el menor tiempo posible. Dos mujeres del pueblo recién paridas se turnaban para amamantar a la criatura. Al principio ni quiso verla ni le interesó saber cuál era su sexo. Bien es verdad que a su alrededor se levantó un muro de silencio y nadie le hablaba del neonato. Finalmente, la curiosidad la venció y cuando se dirigió al cuarto donde su retoño dormía en su moisés, presa de un tropel de sentimientos encontrados, vio con horror que el niño, pues era un varón, carecía de brazos, y de alguna manera se sintió culpable: concluyó que era el castigo que merecía por haber nacido fruto de su horrible pecado y que lo iba a tener ante sus ojos toda la vida. Aquel trozo de carne había salido de sus entrañas y ninguna culpa tenía de su origen para haber nacido deformado. Sin embargo, su mera presencia le recordaba sufrimientos terribles y situaciones repugnantes. Entonces un odio al rojo vivo le roía las entrañas y venían a su cabeza pensamientos fúnebres al respecto de la criatura, que no hizo falta que cristalizaran, pues al cabo de dos semanas el niño dejó de respirar. Nada sintió en su interior, ni pena ni quebranto, pero en su deteriorada mente se rompió otra cuerda y un pensamiento comenzó a atormentarla: estaba convencida de que nunca volvería a engendrar un hijo.

Su mente iba y venía, y en los momentos de lucidez sentía como si le hubieran clavado la hoja de una daga en las entrañas. Durante las noches se levantaba y recorría el patio vistiendo una camisa de dormir blanca y con la cabellera suelta al viento, con la consiguiente alarma de los centinelas bregados en mil batallas a los que, sin embargo, aterraba aquella sombra fantasmagórica. Lo que no había conseguido el moro en la frontera, lo lograba la superstición, y las leyendas de aquel espectro que durante las noches deambulaba por la masía hasta la madrugada crecían sin medida entre los componentes de los guardianes.

Cuando la dejaron salir de las dependencias, Laia aprovechaba el crepúsculo para zafarse de Edelmunda, su carcelera, ya que durante el día ésta no la dejaba ni a sol ni a sombra. Acostumbraba a instalarse entre dos merlones del muro que miraban a poniente y desde allí su imaginación se desbocaba. Pensaba en su bien amado y se laceraba sabiendo que la habían obligado a renunciar a su amor y que tal vez jamás volviera a verle.

Su relación con Edelmunda había cambiado. Comenzaba a sospechar que Aixa había muerto y por tanto nada podría empeorar las cosas. Y, como su destino la traía sin cuidado, trataba a la arpía con un supino desprecio.

—Señora, haced la merced de prepararos. Vuestro padre ha enviado un mensajero anunciando que llegará esta tarde.

Laia palideció. Desde la noche del parto no había vuelto a ver a Bernat.

—No voy a engalanarme ni por tu amo ni por nadie. Y ahora déjame en paz.

La dueña se retiró mascullando por lo bajo y murmurando palabras que tenían que ver con su locura.

Laia se quedó pensativa. ¿Qué querría aquel miserable? ¿Qué otras argucias emplearía su calenturienta mente para someterla ahora? Aún no había cumplido la cuarentena, aquel pequeño monstruo al que ni quiso ni repudió había muerto y sería horrible que su padrastro la requiriera de nuevo. En sus momentos de lucidez pensaba que ni el amor por su esclava, por el que tan caro precio había pagado, le impediría acabar con su vida. No creía poder aguantar por más tiempo aquella situación infamante.

Ya por la tarde se anunció la llegada del señor de la casa. Al cabo de un buen rato Laia fue reclamada. La muchacha, sin el menor asomo de afeites ni de componendas, con los revueltos cabellos en un supino y enmarañado desorden, vistiendo una bata ceñida a la cintura y calzando sus pies con unas babuchas árabes, acudió a la presencia de Bernat Montcusí. Éste parecía serio y cariacontecido; el aspecto de su pupila contribuyó a reafirmar su decisión. La avaricia y su codicia desmedida se habían impuesto a la lujuria que otrora despertara en él aquella desgreñada criatura. Sin embargo, el ramalazo de locura que reflejaban los ojos grises de la mujer le atemorizaba.

Laia avanzó a través de la veteada tablazón del suelo con la mirada retadora clavada en su padrastro y se quedó en pie sin sentir en su interior aquel temor reverencial que antes le inspirara la presencia de aquel desalmado.

—Siéntate. Soy portador de nuevas que te atañen.

La muchacha se instaló frente al hombre sin decir palabra.

—Veamos, me han dicho que no has dado ninguna muestra de dolor por la muerte de nuestro hijo.

La muchacha meditó la respuesta un instante.

—Querréis decir vuestro hijo. Yo únicamente lo parí.

—Toda mujer que pare se convierte en madre, si no estoy equivocado, y lo procedente es que una mujer que esté en sus cabales sienta la muerte de su primer vástago. Hasta las hembras de los animales gimen y pasean alrededor de sus cachorros muertos. —Una sorna contenida subrayaba las palabras del consejero.

—Un hijo ha de nacer del amor de dos personas, no del asco infinito que os profeso. Ya veis cuáles han sido las consecuencias.

En aquel instante creyó Laia que se había equivocado al provocar la ira de su padrastro; sin embargo, nada le importó: en su interior no había espacio para el miedo, ya nada peor podía hacerle. Su sorpresa fue cuando el tono del hombre ni tan siquiera varió un ápice.

—Achácalas a tu actitud. Yo puse de mi parte cuanto corresponde a un hombre, tú no cumpliste jamás como mujer, pero vamos a olvidar agravios y rencores pasados en aras a intereses comunes. Creo que lo que ha ocurrido ha sido mejor para todos. La Divina Providencia en ocasiones allana los caminos. Aunque no lo creas, quiero tu bien y estoy dispuesto a ser generoso si te muestras dócil y obedeces mis órdenes.

Laia aguardó.

—Quiero darte una buena nueva: tu enamorado ha regresado y está en Barcelona.

Un vahído asaltó a la muchacha y sólo la fuerza interior, nacida de tantos sufrimientos, impidió su desmayo.

Con la boca seca como la estopa, indagó:

—¿Y en qué me incumbe esa noticia?

—Verás, las cosas son cambiantes según las circunstancias, y lo que ayer era negro hoy puede ser blanco. A mi política le conviene más ganar un aliado que un enemigo.

El corazón de Laia galopaba. El otro prosiguió:

—Voy a ser muy claro. El caso es que si dispongo tu matrimonio, tú tendrías un esposo y yo un yerno que me proporcionará pingües beneficios. En todo caso, y que quede entre los dos, ésta es la única obligación que tiene un hombre que ha forzado a una muchacha. Según la ley, debe desposarla, a lo que te negaste; o proporcionarle un marido, y eso es lo que he hecho.

Laia no daba crédito a lo que estaba escuchando. Luego reaccionó, sospechando que tras ello se ocultaba una aviesa intención.

—No comprendo adónde queréis ir a parar, pero debo recordaros que me hicisteis renunciar a él. Mi vida ya no tiene sentido y nada vale si no es para entrar en religión. Ni Martí ni hombre cabal alguno admitiría por esposa una mujer deshonrada.

—A lo primero te diré que un trato anula otro trato, y a lo segundo, que una mujer deshonrada hará de un advenedizo, como es Martí Barbany, ciudadano de Barcelona, además de que aportarás una jugosa dote, y eso es algo muy a tener en cuenta.

—Martí no es de esos hombres que compráis y vendéis a vuestro antojo.

—Déjame hacer a mí: todo hombre tiene un precio, y si no lo tiene es que nada vale; lo procedente es dar con él.

—¿Y cuál habrá de ser el pago de esta nueva felonía? Ya que engañar a un hombre bueno tiene tal nombre.

—No habrá engaño: Martí te aceptará en tus circunstancias y no hará preguntas. Ya sabe que la persona que cometió el desafuero ocupa un lugar tan elevado en la corte que no podrás decirle jamás quién fue, ya que su venganza caería sobre todos. Cuéntale que sufriste un aborto, lo cual, en cierta forma, es verdad. Como podrás ver, en nada habrá engaño.

Un cúmulo de pensamientos se agolpaba en la mente de Laia. No podía creer que semejante propuesta partiera de aquel hombre. ¿Qué retorcida intención perseguía?

—¿Qué otra cosa deberé hacer o no hacer? ¿Cuáles son las condiciones de esta componenda?

—Me debes algo. Por tu culpa, pues lo sucedido tiene su origen en la forma de recibirme en tu lecho, he perdido a un heredero, del que era padre y abuelo a la vez. Cuando, en el banco del alfarero, se coloca buena arcilla y éste no se esfuerza en trabajarla con mimo, no es de extrañar que el ánfora salga con defectos. Por lo tanto te hago responsable de haber destrozado nuestra relación: has acuchillado mis afectos, mi pasión por ti ha terminado. Además, ¿a qué hombre apetecería una mujer con tu aspecto? ¿Te has mirado en algún espejo? Máxime cuando el recuerdo que tengo de ti es nefasto, fue como yacer con una estatua de mármol: no pusiste nada de tu parte, pese a que conocías los sentimientos que albergaba en mi corazón. Pensar que llegué hasta proponerte matrimonio me causa escalofríos.

El cinismo de aquel hombre le provocaba el vómito pero se contuvo y nada dijo. La voz de su padrastro resonó de nuevo.

—Como comprenderás, la garantía de nuestro pacto será la maldita esclava. La tengo a buen recaudo en otra de mis casas. Sabrás de ella, pero si me causas el menor desasosiego, ya puedes suponer qué le ocurrirá. Por cierto, que si no haces por reponerte y persistes en esta especie de ayuno, tu amiga correrá la misma suerte. Debes estar hermosa para el enlace: si llevo al mercado a una yegua mal alimentada nadie la comprará.

Laia hizo caso omiso del insulto y algo en su interior le dijo que tras todo aquello estaba la infinita avaricia de aquel hombre.

—¿Cómo sabré que Aixa está viva?

—Tienes mi palabra.

—No me basta, quiero verla.

Montcusí pareció meditar.

—Bien, dentro de unas semanas, y cuando estés mejor, te haré trasladar a una hermosa masía cerca de Terrassa, generoso regalo con el que premiaron mis desvelos y fidelidad el conde Ramón Berenguer y la condesa Almodis, donde la he hecho recluir. Podrás verla sin que se te ocurra decir que has parido un hijo, y si dentro del tiempo requerido abandonas este aspecto de bruja, ganas peso y estás presentable, te haré conducir a Barcelona, donde estará todo preparado para tu enlace.

A la ofuscada mente de la muchacha le costaba digerir todo aquello. Su único consuelo era que su querida Aixa vivía, aunque estuviera encerrada en las mazmorras de Terrassa. La única ventaja de su situación era que su padrastro la dejaría definitivamente en paz. En cuanto a Martí, a pesar de que el fuego de su amor permanecía intacto, pensaba, al considerarse indigna de él, hablarle con la suficiente claridad para que entendiera que su vida en común era imposible: en aquellos momentos se sentía totalmente incapacitada para pensar ni siquiera en la posibilidad de que alguien rozara su cuerpo.

Transcurrió un mes de la entrevista con su padrastro. Una noche, antes de acostarse, Edelmunda le comunicó que al amanecer del siguiente lunes partirían para Terrassa.

De nuevo en camino. Una escolta compuesta, esta vez, por un capitán y seis soldados precedían las dos carretas: en la primera, en esta ocasión y frente a ella iba la dueña, y en el pescante junto al auriga un arquero vigilante; dos damas de compañía venidas de Barcelona para suplir a Edelmunda y turnarse en la vigilancia iban en la segunda, cerrando el grupo dos hombres de la escolta. Tras hacer noche en la mansión de uno de los deudos de Montcusí situada a la mitad del camino, llegaron por la mañana a la masía fortificada cerca de Terrassa. Le asignaron los aposentos situados en una torre que hasta el momento habían ocupado el castellano don Fabià de Claramunt y su familia, por lo que éstos debieron trasladarse a otras dependencias. La verdad fue que se sintió más libre que en su anterior prisión aunque por el momento le impidieron visitar a Aixa. Su tormento llegaba al anochecer. Entonces su mente ida comenzaba a desvariar y visitaba parajes aterradores en los que se veía de nuevo asaltada por la lujuria de aquel sátiro y pariendo seres monstruosos con aspecto de sapos que salían de su vientre. Si quería evadirse de sus demonios particulares, debía saltar del lecho al instante y recorrer las almenas de la torre al igual que lo hiciera en Sallent.

Cada día, a las horas de comer y de cenar, Edelmunda le recordaba que la vida de Aixa dependía de lo que ella hiciera. Finalmente sacó fuerzas de flaqueza y, cuando le pusieron en la mesa los manjares que el físico le había prescrito, espetó a la dueña:

—No creo que Aixa esté todavía con vida; de no poder verla mañana mismo me negaré a probar bocado.

Ignoraba si su envite iba a tener consecuencias pero ya casi nada le importaba. Cuando pensaba en Martí su pensamiento se tornaba en algo inconcreto y casi metafísico. A veces le costaba un esfuerzo infinito recordar su rostro. Periódicamente su mente deliraba e iba desde vacíos insondables a cosas concretas.

Al atardecer, Fabià de Claramunt, administrador de la casa fuerte, compareció en la torre. Tras un saludo frío y protocolario comenzó su discurso.

—Me comunican que de no comprobar el estado de la prisionera os negáis a comer, lo cual empeoraría las cosas según las órdenes que he recibido.

El tono del hombre era especial, ya que si bien estaba dispuesto, aun contra su voluntad, a obedecer las disposiciones que le habían sido transmitidas, algo en su interior le avisaba que aquella muchacha de ojos grises y mirada extraviada no era una huésped común.

—Efectivamente, para que mi actitud varíe, he de comprobar personalmente que Aixa continúa con vida.

—Creo que podré complaceros. Sin embargo, debo controlar que nada comprometa mi responsabilidad. Si tenéis la amabilidad de seguirme.

Laia se puso en pie ilusionada ante la posibilidad de ver a su amiga. La dueña hizo lo propio.

—Doña Edelmunda —ordenó Fabià—, os relevo de vuestra obligación. Me hago responsable de la situación desde este mismo instante hasta que vuestra pupila regrese a sus habitaciones.

La dueña nada tuvo que objetar y más bien le alivió la decisión del administrador.

Fabià de Claramunt condujo a Laia hasta la planta baja de la vivienda y una vez en ella se dirigió a un pequeño reducto habilitado junto al puesto donde la guardia descansaba tras hacer los relevos. A Laia le extrañó el itinerario, ya que imaginaba que, como siempre, las mazmorras estarían en el sótano. Don Fabià habló con el capitán al mando de la pequeña facción y éste al punto le entregó un manojo de llaves.

El administrador tomó del aro una no especialmente grande y abriendo una portezuela remachada con refuerzos de hierro, invitó a la muchacha a pasar.

La pequeña estancia nada tenía en su interior aparte de un banco de madera enfrentado a la pared del fondo. Ante la indicación del alcaide, Laia se sentó.

La voz del hombre resonó neutra.

—Señora, yo nada tengo que ver en esto. Mis órdenes son poner los medios oportunos para que podáis comprobar lo que parece dudáis, sin que ello quiera decir que os tengo que permitir hablar con la prisionera. Tengo esposa e hijos y mal quisiera meterme en complicaciones. Os ruego por tanto que no me busquéis problemas. Si así lo hacéis, seremos amigos y trataré de haceros más llevadera la estancia entre nosotros; en caso contrario me obligaréis a cumplir con mi obligación de otra manera.

Al principio Laia no comprendió lo que el hombre quería decir, mas luego, al ver la maniobra, entendió y pensó que mejor era hacerse un aliado.

Fabià de Claramunt se agachó ante ella y retiró de la pared una pieza de hierro. Luego, tras observar a través del agujero que se abría en el ángulo superior del techo de la celda situada en el sótano, la invitó a que le imitara.

Recostada en un banco de piedra, cubierta con una manta, yacía una mujer; le costaba reconocer a Aixa en ese rostro, con la mirada perdida, inmóvil. A su lado había una bandeja con un plato de gachas cocidas, una zanahoria, queso de oveja y un jarrillo de agua.

La voz del hombre sonó de nuevo.

—Comerá, si vos lo hacéis, el mismo rancho que la tropa. Mis órdenes son que podáis comprobar cada día que sigue bien y con vida. Pero no podréis dirigirle la palabra.