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Soldando afectos

El padre Llobet andaba aquella mañana de octubre en el scriptorium de la catedral revisando códices antiguos y conversando con los hermanos que dedicaban sus esfuerzos a enriquecer la importante biblioteca de la Pia Almoina. Un equipo de competentes eclesiásticos se ocupaba de todos los menesteres. A un costado dos hermanos percamenarius trataban las pieles de oveja, carnero y cabra a fin de adecuarlas al destino al que habían sido designadas. El primero las sumergía en una solución de cal para eliminar las impurezas y el resto de pelo del animal, y tras mantenerlas en remojo, el segundo las tensaba en un cuadrante de durísima madera y las raspaba con piedra pómez a fin de suavizarlas. Luego venía un elaborado y complicado proceso que convertiría el resultado en pergamino. Con él se hacían los pliegos, donde posteriormente un amanuense trazaría las guías horizontales para que la escritura no se desviara, marcando en el margen vertical unos pequeños puntos a fin de que el interlineado fuera simétrico, usando para ello instrumentos como el cincinius y el punctorum. Luego, instalados frente a frente en grandes escritorios inclinados a dos aguas y bajo un atril en el que se colocaba el libro o documento que debía ser trabajado, entraban en función, cronológicamente, los copistas que dedicaban sus esfuerzos a reproducir el texto y los correctores, que pulían el escrito de faltas raspando el pergamino o aplicando una solución ácida que diluía la tinta y permitía escribir encima; posteriormente recaía la tarea en un rubricante, que en rojo u ocre trazaba las letras capitulares y los títulos, y por último el iluminador remataba el trabajo ornamentando el códice con dibujos verticales en los márgenes y adornando las letras capitulares con complicados arabescos. Para ello empleaba minio rojo y otros pigmentos, como el azul y el verde que conseguían de restos de vegetales o minerales molidos para, finalmente y en ocasiones sobresalientes, añadir una finísima capa de polvo de oro que enriquecía y solemnizaba el trabajo. Tras este proceso se pasaba ya a la encuadernación.

Eudald Llobet trataba en aquel instante con el padre Vicenç, el bibliotecario, de la conveniencia de traducir nuevamente a Aristóteles, cuando el discreto aviso de un fámulo le indicó que una visita le reclamaba con premura en la portería. El padre Llobet se despidió de su hermano en Cristo y mientras se dirigía a la salita adjunta a la recepción de visitantes fue pensando quién sería el que sin previa cita reclamaba urgentemente su presencia. Cuando enfiló el largo pasillo que desembocaba en la pieza, pudo ver de lejos a un hombre joven que observaba con detenimiento las dos tablas policromadas que ornaban el lienzo de pared del fondo de la sala. En la figura del visitante la pareció descubrir un aire familiar. El perfil le mostraba a un hombre bien vestido que lucía una túnica de terciopelo granate que le llegaba a medio muslo; medias de estameña oro viejo y borceguíes de piel de potro y cubría su cabeza un gorro milanés. A medida que se aproximaba observó detenidamente su rostro y su corazón comenzó a latir más deprisa. Aquella nariz y el cuadrado mentón cubierto por una recortada barba traían a su memoria un semblante de otro tiempo muy lejano y sin embargo tan próximo a su memoria. El padre Llobet, cosa desusada en aquel sagrado recinto en el que siempre reinaba la paz y el sosiego, apresuró el paso mientras, con un tono enronquecido por la emoción, exclamaba:

—¡Martí! ¡Sois Martí!

El joven, al escuchar su nombre, giró noventa grados y lanzando su birreta sobre el brazo de uno de los divanes destinados a los visitantes, se precipitó pasillo adelante hasta encajarse en el abrazo del inmenso fraile. Ambos hombres permanecieron abrazados sin emitir palabra. Luego el padre Llobet apartó a Martí por los hombros para observarle mejor. Lo que vieron sus ojos le sorprendió. En lugar del joven que, iba ya para dos años, había partido de Barcelona, se encontraba a un hombre, vivo retrato del soldado que había sido su camarada. La expresión decidida, el gesto recio y un algo de misterio en el fondo de su mirada.

—¿Cuándo habéis regresado?

—Mi nave fondeó en la playa de Montjuïc ayer por la tarde. Mil asuntos me han reclamado desde la llegada, pero excepto ver a Laia, nada me ha interesado tanto como el hablar con vos.

Tomando a Martí por el brazo, el religioso le condujo hasta un rincón alejado de la entrada donde iban a poder hablar sin interrupciones.

Acomodados ambos hombres en sitiales, bajo la bilobulada ventana, comenzaron a satisfacer con detalle sus mutuas curiosidades.

—Habladme en primer lugar de vuestro viaje.

—El tema da para muchas veladas —dijo Martí, en tono más sosegado del que recordaba el canónigo—, y por mucho que me esfuerce siempre dejaré algo en el tintero.

—En algún momento deberéis comenzar: empecemos hoy.

Martí se explayó durante un largo rato, contando al sacerdote las vicisitudes de su periplo. Llobet le interrumpió pidiendo aclaraciones en muchos puntos y al final del relato el eclesiástico se había hecho una somera idea de las aventuras del hijo de su amigo predilecto.

—Tiempo habrá de que me expliquéis con detalle el tema del fuego griego. Mi curiosidad de soldado me había impelido, en infinidad de ocasiones, a explorar en los pergaminos y los códices de la biblioteca, abusando de mi condición de arcediano, la composición de tal maravilla, pero entendí que la fórmula se había perdido en la noche de los tiempos. ¿Sois consciente de lo que puede representar su conocimiento para el rey o soberano que se haga con la mezcla?

—La verdad es que únicamente imaginé su beneficio encaminado a favorecer el progreso en la vida cotidiana de los hombres.

—Pues creedme, si estáis pensando en importar el producto haced por convencer a quien convenga que el negro y espeso fluido sólo sirve para ser quemado y proporcionar luz y calor. Nada digáis de la fórmula hallada. Hay secretos que la humanidad debe ignorar hasta su mayoría de edad y mi experiencia me dice que los príncipes maduran en cordura y sapiencia aún más despacio que los hombres del común. Y ahora, decidme: ¿habéis visitado a Baruj?

—Aún no. En la escala de mis afectos estabais vos antes; mañana he concertado a través de Omar, una cita con él. Mi visita es inaplazable. Siguiendo e interpretando las nuevas que le he ido enviando, su diligencia ha hecho que mi nave haya ya partido en éste su primer viaje con la bodega llena y las instrucciones pertinentes al respecto de lo que debe cargar y descargar en los distintos puertos que vaya tocando. Jofre es un gran marino, me han informado que ha escogido la tripulación con esmero a fin de cumplir los plazos y las fechas puntualmente. Los augurios no pueden ser mejores, al punto que pienso vender alguno de los molinos de Magòria y con este dinero iniciar la construcción de dos bajeles más. Por cierto, debo daros las gracias por el bautizo de mi embarcación, intuyo que el nombre de Eulàlia le dará suerte.

—Nada tenéis que agradecerme, ojalá que así sea.

Tras la larga perorata, ambos hombres hicieron un receso y en el alma de Martí se abrió la verdadera puerta que había sido el botafuego que subyacía a su visita.

—Y ahora, por favor, contadme qué sucede con Laia.

Al sacerdote le extrañó la manera con la que Martí abordaba el espinoso asunto.

—Enseguida, pero antes decidme qué es lo que os impele a aseverar que soy yo la persona y no su padrastro el que os ha de poner al corriente del asunto.

—Todo mi viaje ha estado presidido por la imagen de Laia y ya no soy un muchacho. Si quiero triunfar en esta ciudad os puedo asegurar que no es por hacerme rico. El motivo que me impele a ser ciudadano de Barcelona ya lo conocéis, de manera que lo primero que he hecho apenas puestos mis pies en la arena de la playa y después de ir a mi casa a cambiarme de ropa, ha sido dirigirme a Montcusí.

—Y ¿qué es lo que os ha dicho?

—No he podido verle. Un mayordomo ha hablado en su nombre y me ha comunicado que el consejero no estaría en la ciudad durante un tiempo indeterminado pero que había dejado recado de que si me presentaba me remitieran a vos, y aquí estoy.

El padre Llobet, a quien Bernat había puesto al tanto del asunto de la misiva, meditó sus palabras con infinito cuidado antes de exponer ante Martí la cruda realidad.

—Ciertamente —suspiró el buen anciano—, de alguna manera he sido designado para hablar con vos, Martí, pero antes debo pediros que me pongáis al corriente de la carta que se os remitió. Debo saber si la recibisteis, ya que los envíos de misivas en estos tiempos son azarosos.

Martí echó mano a su faltriquera y, extrayendo de ella la ajada misiva, la entregó al eclesiástico.

—La he recibido, como podéis ver. Leedla y luego os transmitiré mis impresiones.

El religioso leyó detenidamente el ajado pergamino y antes de emitir su opinión requirió la de Martí.

—¿Qué es lo que colegís?

Martí tenía sobradamente ensayado su discurso: lo había meditado una y otra vez a lo largo de su viaje de regreso.

—Mi cabeza le ha dado muchas vueltas… Intuyo que tras las líneas se oculta algo que no sé bien lo que es, pero sí que existe.

—Decidme qué es lo que creéis ver.

—Observad: en primer lugar la tinta que siempre había empleado Laia era de color verde y en esta ocasión es negra; en segundo lugar el papiro no está impregnado de agua de rosas como todos los demás y no se debe al tiempo transcurrido, ya que las anteriores cartas aún mantienen el perfume, de lo cual infiero que en esta ocasión o no quiso o no pudo ponerlo y finalmente observad que siendo como es firme y devota cristiana, no inicia como solía el escrito con una pequeña cruz. Creedme, Eudald, Laia ha querido decirme algo que no sé ver entre líneas.

El canónigo observó con detenimiento las indicaciones de Martí y luego habló.

—No os he de ocultar que he hablado con Montcusí. Sin embargo, mi larga experiencia de rata de biblioteca harta de manejar documentos y códices antiguos me indica algo que, cuando os relate el mensaje que me ha sido confiado, tal vez os abra los ojos a otra realidad.

—Decidme lo que veis y lo que adivináis.

—En el cambio de tinta intuyo que Laia quiere revelaros que su mensaje según como se mire tiene dos direcciones, la que os indica y otra que subyace escondida: creo que se refiere a cómo ve ella el futuro, antes verde, color de esperanza, y ahora negro. Esta última expresión va unida a la ausencia de la cruz en el encabezamiento. Quiere con ello indicar que las circunstancias la han colocado fuera de la Iglesia. —Con un gesto acalló la protesta que Martí tenía en sus labios—. Y, por último, la falta de perfume quiere apuntaros que el tiempo borra las cosas y que la olvidéis porque no puede corresponderos.

—No os entiendo —dijo Martí con un tono de ira contenida—. ¿Cómo sugerís que una criatura que es todo inocencia y bondad puede estar fuera de la madre Iglesia?

Llobet sabía que debía andar con pies de plomo al ser consciente de lo peliagudo de su misión. Durante muchos días había pensado en el problema y en la mejor manera de enfrentarse a él. En ese momento decidió no decir nada de la criatura. Tiempo habría, si finalmente el consejero decidía adoptarla.

—Va a hacer casi dos años que partisteis y en este tiempo las frutas de los campos han madurado dos veces y los pétalos de las rosas han caído y han vuelto a nacer. Vos dejasteis una niña y os encontráis con que la floración la ha hecho mujer.

—Os ruego que no andéis con subterfugios y me habléis con claridad.

—A ello voy, pero antes decidme, ¿desposaríais a Laia en cualquier situación?

—Mañana mismo si ella me acepta —replicó Martí, con las mejillas rojas de emoción.

—Entonces, atended. Ha ocurrido algo imprevisible y a la vez descorazonador que habla mal de la entraña de la naturaleza humana.

Martí, sentado en el borde del sitial, bebía las palabras del canónigo.

—Un hombre casado, y don Bernat intuye que importante, tal vez el hijo de un noble, desfloró a vuestra Laia. Su padrastro me dice que la muchacha se niega a dar su nombre. En su carta os dice, u os quiere decir, que todavía os ama, ya que es consciente de que erró al dar pie a que esto ocurriera, y que no es digna de vuestro amor, de ahí el cambio de color; y os ruega que os apartéis de ella pues se considera indigna de vos y una vil pecadora: de ahí que no haya iniciado el escrito con el signo de la cruz. Don Bernat os ofrece la mano de su hija, cree que sois un joven de porvenir. Ni le pasa por las mientes buscar un pretendiente entre la nobleza: las explicaciones sobre la perdida virginidad de su hijastra serían prolijas y complicadas.

Martí estaba demudado. Un sudor helado descendía por su espalda y un nudo en la garganta le impedía pronunciar palabra alguna. Luego, con una voz ronca que le salía del fondo de las entrañas, lentamente dictó su veredicto.

—Amo a Laia. Es el ser más dulce y limpio que he conocido. El amor se debe medir en la turbación y en la desgracia. Si ella me quiere, y aunque haya errado, desde luego que la desposaré.

Eudald Llobet añadió:

—No esperaba menos del hijo de vuestro padre. Vuestra decisión os honra. No os lo he dicho antes por no ofenderos al pensar que quería compraros: Montcusí tiene la intención de interceder ante los condes para que os declaren ciudadano de Barcelona.

—En estos instantes, lo que menos me importa es el título que quieran otorgarme los hombres. Si no aquí, a lo ancho y largo del mundo, encontraré un hogar para Laia y para mí. Decid al consejero que acepto su trato.