Por fin la comitiva partió de Sidón. Hugues de Rogent había ordenado aquella variopinta caravana de forma inteligente. En primera línea dispuso una avanzadilla de veteranos que acompañaban a uno de los dos guías que conocían la ruta; luego las carretas a cuyo ritmo debían acoplarse todos, ya que eran el conjunto más lento del grupo. Los seguía el grueso de la expedición, montando en diversas cabalgaduras. Hugues iba con ellos, montado en un soberbio castrado, de forma que sus órdenes, transmitidas a través de un cuerno, llegaban a ambos extremos de la formación. A su lado, atado a su mulo, se hallaba el segundo de los guías. En la retaguardia, la tropa de mercenarios dispuestos a partir en socorro de la sección que se hallara en peligro. El hábil capitán había colocado a media legua avanzadillas de exploradores que le avisarían si percibían algo sospechoso. Martí se despidió de Hazan y éste le hizo un sinfín de recomendaciones deseándole que llegara al fin de su azaroso viaje sin sufrir otras dificultades que las propias de tan larga y peligrosa travesía. No todos los componentes de la caravana tenían previsto llegar hasta el final del viaje; por tanto, el peligro de los asaltos crecía en las últimas etapas, cuando el número fuera más reducido. Martí, que había trabado amistad con el aventurero franco, cabalgaba a su lado.
—¿Cuánto creéis que tardaremos en llegar a Persia?
—Eso nunca se sabe. Siempre puede haber imprevistos: encuentros inoportunos, enfermedades… Daos cuenta de que al día de hoy, en mis otras travesías jamás he abandonado a nadie que sufriera fiebres o heridas durante el trayecto y si ha habido muertos los he enterrado. En esto se funda el buen nombre de un conductor de caravanas.
Poco tiempo después y en sus propias carnes tuvo Martí la ocasión de confirmar las palabras del francés. La caravana había ya sobrepasado Damasco y se encaminaba al oasis de Sabaabar. Las «ratas del desierto», que así llamaban a los bandidos que habitaban aquellos parajes, se habían dejado ver en alguna ocasión. Sin embargo, el gran número de mercenarios que protegía la caravana los disuadía de lanzar un ataque. Los días eran asfixiantes y las noches heladas. Los componentes del grupo sufrían los rigores de la estación. Lo mismo ocurría con las tempestades de polvo. La gente se cubría con toda clase de holgadas prendas, pero la arena se metía por todas las rugosidades del cuerpo y los únicos que quedaban a salvo eran los sabios camellos, por su capacidad de cerrar ojos y nariz. En el oasis enterraron a tres personas que no resistieron la prueba, y a partir de aquellos días una manada de buitres agoreros seguía a la caravana. Allí tuvo Martí ocasión de comprobar el acierto de la elección de Marwan. Había plantado su tienda en el palmeral por deferencia de Hugues de Rogent, que escogía en cada ocasión el sitio más oportuno y más seguro para la acampada. Aquella noche, que iba a ser la última ocasión para rellenar los odres de agua, el jefe franco le había invitado a compartir su frugal refrigerio.
Las luciérnagas del desierto centelleaban en la oscuridad. Después de cenar, cuando se disponía a acostarse en el camastro que Marwan le había preparado, sintió en el pie derecho una picadura extremadamente dolorosa. A la luz de la llama de una vela pudo ver que bajo una piedra se ocultaba el causante del dolor. A voces llamó a su criado y le refirió el suceso. Marwan retiró el pedrusco y al hacerlo salió a toda prisa el bicho. Tras aplastarlo, el criado se volvió hacia él.
—No habéis tenido suerte, amo. Es un escorpión de las dunas. He de correr a por mis cosas, o no llegaréis a Kerbala.
Cuando Marwan regresó junto a él con su bolsa, una quemazón insoportable le ascendía por la pierna hasta la ingle.
El sirviente le ayudó a tenderse en el catre. El candil comenzó a girar ante sus ojos y a pesar del frío nocturno, un incontrolado calor le ahogaba. Antes de que perdiera el conocimiento, Marwan le dio una pócima, tomó su navaja y sajó la picadura, hecho lo cual aplicó sus labios a los bordes de la herida y succionó el veneno, que escupió a continuación. Luego le embadurnó la pierna con una pomada que extrajo de su bolsón. Lo último que oyó antes de desmayarse fue:
—Voy a avisar al capitán. Vais a estar enfermo durante muchos días.
La profecía se cumplió. Luego supo que gracias a la diligencia de su criado había salvado la vida. Hugues de Rogent dispuso unas parihuelas que sujetó su sirviente a la grupa del camello; así tendido y atado con correas, hizo el camino. En sus delirios aparecía el rostro amado de Laia mirándole fijamente con sus ojos grises y queriendo decirle algo muy grave que no llegaba a entender; luego desaparecía y resonaba en su cabeza la carcajada sardónica de su padrastro riéndose de sus esfuerzos por conseguir el premio de la ciudadanía barcelonesa.
Un ataque de las «ratas del desierto» les sorprendió al atardecer del martes de la tercera semana. Únicamente la pericia de Rogent y la bravura de los mercenarios impidieron a los asaltantes salirse con la suya. El combate se saldó con cinco muertos: tres adultos y dos niños. Las inclemencias del tiempo, las enfermedades, las fiebres y el susodicho ataque iban diezmando al grupo. Cerca de Persia, de los trescientos sesenta que iniciaron la travesía quedaban únicamente doscientos noventa y tres. Martí, débil como un pajarillo, fue recuperando fuerzas y al salir del envite tuvo la certeza de que Dios, la Providencia o el destino le reservaban grandes cosas.
Finalmente, al llegar a ar-Ramadi, Hugues de Rogent se despidió del hombre que había comenzado el viaje siendo su subordinado y que lo había concluido siendo su amigo.
—Hasta aquí hemos llegado, Martí. Yo debo continuar mi viaje hasta Kirkuk y vos debéis desviaros hacia Kerbala. Veo que ya habéis recuperado las fuerzas. Andad con cuidado; es igualmente peligrosa la primera legua que la última y nada distingue a la una de la otra. Fijaos cuántos se han quedado por el camino. El infierno está lleno de temerarios; quien no tiene apego a la vida acostumbra a perderla.
—Jamás os podré agradecer cuanto habéis hecho por mí.
—Iba dentro del trato, únicamente he cumplido mi parte. El prestigio de un capitán de caravanas y su buen nombre depende de lo que divulguen los que han quedado para contarlo.
—Contad con ello. Y ahora, decidme, ¿qué camino debo seguir?
—No os alejéis del curso del Éufrates: éste os llevará hasta Bahr al-Milh. Desde allí hasta Kerbala tenéis poco trecho.
—¿Cuándo regresaréis? Lo pregunto por adecuar mis fechas a vuestra caravana.
—Aún no lo sé. Pero vos deberíais esperar a alguna caravana numerosa, o bien ir cubriendo etapas más cortas.
—Seguiré vuestro consejo.
Éstas fueron las sabias palabras de Rogent. Martí, tras despedirse con un abrazo del guía y darle las gracias por sus impagables servicios, partió, seguido de su camellero, al encuentro de Rashid al-Malik, que habitaba en una pequeña aldea cercana al lugar donde su camino se separaba del de la disminuida caravana a la que la muerte, la inclemencia del camino, las fiebres, las distintas temperaturas y el asalto de los forajidos habían reducido tan considerablemente. Antes de separarse, por consejo de Marwan, cambió el camello por un buen caballo que le cedió un comerciante que esperaba regresar por el mismo camino, ya que a él, en aquellas circunstancias, mejor servicio le iba a hacer una caballería.
La trocha era harto estrecha, y el firme resbaladizo. Siguiendo las recomendaciones del franco, decidió pisarla cuidadosamente no fuera a ser que tras tanta penuria sufriera un percance cuando estaba a punto de alcanzar la meta. Cuando ya la noche se le echaba encima, una pobre luz le indicó que poco faltaba para cubrir su objetivo. Un perro ladraba en lontananza y sus ladridos le ayudaron a encontrar la aldea, si aquel grupo de casuchas podían llamarse así.