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Intrigas palaciegas

A principios del año 1055, tres meses después del parto, la condesa Almodis había recuperado su figura y volvía a ser la mujer espléndida que había hecho enloquecer de amor a su esposo. Había confiado el cuidado de sus hijos a la vieja aya, doña Hilda, y se había reintegrado a sus tareas en palacio y a sus visitas a conventos. Un par de situaciones enturbiaban su felicidad y ambas tenían protagonistas diferentes.

La puerta de la alcoba condal se abrió y un Ramón Berenguer acalorado por el ejercicio físico que acababa de finalizar en la sala de armas de palacio y eufórico por las circunstancias del momento, irrumpió en la estancia, todavía vistiendo la loriga de fina malla pero con la cabeza al descubierto.

Almodis, experta conocedora del carácter de su esposo al respecto de tocar según qué temas, se dispuso a aprovechar la coyuntura.

—¿Cómo os ha ido, esposo mío, en vuestra afición de jugar a las armas?

Ramón, que había tomado una frasca de limonada del canterano de la condesa y bebía de ella directamente, detuvo su quehacer y mientras se enjugaba con el dorso de la otra mano los regueros que caían por su poblada barba, respondió:

—Admito que Marçal de Sant Jaume es diestro en el estafermo pero no soporta que yo le supere con la espada corta y la rodela, y me ha retado.

—Habéis vencido, sin duda —dijo Almodis con tono orgulloso.

—He ganado la apuesta y esta vez se la he cobrado. Así aprenderá a respetar a su señor. Mirad lo que os regalo.

Berenguer lanzó sobre el regazo de su mujer una escarcela de mancusos que en el exterior llevaba el escudo de Besora con los tres palos de plata sobre un campo azul.

Almodis examinó el obsequio y con un mohín zalamero comentó, señalando una pequeña herida que mostraba el conde en su pantorrilla:

—Ramón, os han vuelto a herir. ¿Por qué no usáis protección cuando os decidís a pelear aunque sea en combate ficticio?

El conde pareció darse cuenta en aquel momento del sangrante rasponazo y tomando una servilleta de lino que envolvía el gollete de una botella de labrado cristal y derramando en ella un poco de vino, limpió la herida al tiempo que declaraba.

—Prefiero una pequeña herida que pasar el calor que me proporciona la protección de las piernas cuando lucho en la sala de armas.

—Pues yo no lo prefiero. Ya sabéis lo que os ocurrió la última vez que no hicisteis caso del físico y la herida que teníais supuró y os produjo calenturas. Aquella herida no era mayor que ésta.

—En esta ocasión no ocurrirá. Ya veis que me estoy limpiando. Por cierto, lástima de vino, dedicarlo a tan pobre menester. ¿Os sirvo un poco?

—Sea, ¿por qué queréis brindar?

Ramón llenó dos copas y se acercó a su mujer entregándole una de ellas.

—Por nosotros, señora, por nuestra felicidad.

Almodis aprovechó la coyuntura.

—Que no es completa.

El conde dejó la copa sobre una mesilla y tomándole la mano, indagó:

—¿Qué es lo que os falta? ¿No he cumplido acaso todo cuanto os prometí en Tolosa?

—Algo me falta y algo me sobra.

—Si tenéis a bien explicaros…

—Veréis, amado mío. Nadie se atreve a decirlo y menos delante de vos, pero mientras no consigáis que vuestra abuela recurra al Papa a fin de que levante nuestra excomunión, la gente me considera vuestra concubina. Que, al fin y a la postre, es lo que soy…

—A veces pienso que sois bruja o que tenéis alguna relación con los espíritus.

—¿Por qué decís esto?

—Porque adivináis mis intenciones antes de que pueda llevarlas a cabo.

Almodis, aduladora, tomó la mano de su amante y la besó.

—Decidme, ¿qué es lo que os he adivinado?

—Veréis, a mí tampoco me satisface esta situación y he decidido hacer algo al respecto.

—¿Y qué es?

—He hablado con el notario Valderribes y con el juez Fortuny para que establezcan un acto de alcance jurídico que llene el vacío legal en el que nos hallamos hasta que consigamos el alzamiento de la excomunión y que os haga mi esposa ante toda la corte, por lo que he dotado al mismo de los correspondientes sponsalici cual si de una boda se tratara. En ellos constará que os he cedido el futuro señorío del condado de Gerona y los dominios que tiene en usufructo mi abuela sobre los de Vic y de Osona, cinco castillos fronterizos y las parias del rey moro de Lérida.[14]

—¿Y cómo me cedéis algo que todavía pertenece a Ermesenda?

—Mi abuela es como es, pero si durante sus largas regencias la nobleza no pudo conculcar mis derechos fue gracias a su amor a estas tierras. Pienso que no ha tenido más remedio que admitir que mi amor por vos es inquebrantable y en el fondo de su corazón sabe que me obligó a casarme dos veces. Ahora sus días se acaban, sus partidarios han ido muriendo; entre esto y que no quiere ser un motivo de fractura entre los condados de Gerona y de Barcelona va llegando a acuerdos conmigo a través de embajadas. Creo que puedo llegar a colmar sus ambiciones, en cuanto a dineros se refiere, a fin de que pueda dejar cubiertas las necesidades de sus conventos. Estoy a punto de conseguir su intercesión para que el Santo Padre levante nuestra excomunión.

Almodis le dio un beso en los labios.

—Sois el mejor marido y el más cumplido caballero que haya en el mundo.

—¿Estáis contenta ahora?

—Si fuera mujer ambiciosa de dineros, tal vez lo estuviera; pero sabéis que por vos dejé Tolosa, siendo la condesa consorte, y vine a Barcelona para ser vuestra mantenida, por no darme el nombre con que el vulgo conoce a las mujeres que tienen mi condición. Y sin seguridad alguna.

—Entonces, ¿qué es lo que os perturba?

—Dos personas.

—Procedamos por partes, comenzad por la primera.

—Ya levante el Papa la excomunión, ya me deis ante la corte el lugar que creo merecer y me rinda pleitesía todo el pueblo, vuestro hijo Pedro Ramón me trata y me tratará como una usurpadora de sus derechos y jamás creo haber atentado contra ellos.

Ramón se acarició la poblada barba con mesura.

—Ya conocéis su carácter: es desabrido e iracundo, pero jamás levantará una mano contra vos.

—¡Hasta ahí podríamos llegar! Que sea montaraz, desconfiado y celoso, es cosa suya: allá él con su talante. Las gentes como él son desgraciadas, acostumbran a ver enemigos donde no hay más que sombras y terminan sus días en la más terrible de las soledades. Pero que se guarde de mí, porque si me busca me hallará.

—¡Por Dios, Almodis, no hagamos una montaña de un grano de arena! Tened compasión de mí. Al fin y a la postre soy su padre y me hallo en medio del debate. No dudéis que le reprenderé en cuanto vuelva a las andadas, pero dadme una tregua.

—Que me la dé él a mí. Estoy harta de sus intemperancias.

—¿Usurpadora de qué derechos os llama?

—Creo que toda madre debe cuidar del futuro de sus hijos. Pues bien, apenas toco el tema de proveer el futuro de Ramón, y de Berenguer también, claro está, cuando, si por un casual escucha cualquier comentario, irrumpe en mis aposentos y delante de quien haya me acusa como si hubiera pretendido robarle algo que es suyo. Me consta que es el primogénito, pero imagino que mis hijos también lo son vuestros y habrá que adecuar nuestra herencia para que todos participen de ella.

Berenguer intentó desviar la atención de su esposa hacia otro frente.

—Decidme cuál es la segunda persona que os incomoda.

Almodis dio un rodeo, pues el envite era tal vez más delicado que el anterior.

—Tolero cualquier defecto del prójimo; yo misma estoy llena de ellos, pero si algo me subleva y no acepto de un cortesano es la adulación servil por complacer a su señor y el halago gratuito. Creo que es un insulto a vuestra inteligencia. Si piensa que no os dais cuenta, es que os toma por tonto, y si por el contrario piensa que sois consciente de ello, cree que sois vanidoso. En ambos casos os está insultando.

—Intuyo a quién os estáis refiriendo, pero os equivocáis.

—Pues aguardad, porque os voy a dar más indicios. Es venal y taimado, abusa de vuestra confianza y se vale de ella para medrar a vuestra sombra; si se sirviera de estas artes honradamente, bien estaría: el mundo es de los avispados, pero tengo la certeza de que aumenta día a día su peculio con dineros que no le corresponden y que debieran estar en vuestras arcas o en posesión de sus dueños legítimos, si han sido cobrados en exceso o con malas artes.

El conde meditó unos instantes su respuesta.

—En cuanto al halago, al que aludís, con el que mi intendente me obsequia, pues es él a quien os referís, no es más que la expresión de afecto de un consejero que no es de noble cuna y tiene la humildad de expresar lo que piensa de su señor. No como algún noble cercano al trono que tiene a desdoro el reconocer la superioridad de la casa de los Berenguer y que pretende tratar al conde de Barcelona de igual a igual. Se han dado muchos casos y en más de una ocasión hemos hablado de ello. Por más que ya conozco la argucia de la intuición femenina. Si encomian mi persona es que halagan mi vanidad y si por el contrario alguien es parco en la alabanza, entonces es que la envidia le corroe y debo vigilar sus actos. Es decir, de una forma u otra siempre acertáis. En cuanto a lo segundo, debo deciros que Montcusí desempeña su misión con un celo encomiable y que es el intendente de abastos y consejero de finanzas que mejor ha cuidado mi hacienda desde hace mucho tiempo. Prefiero que engorden mis arcas y distraigan algo para su bolsa que no que, siendo honradísimos, no se pierda ni un mancuso, pero sean pocos los canales que enriquecen al condado. En una palabra: en el supuesto que me roben, que sea poco, y desde luego prefiero a un listo hábil que a un tonto honrado.

—Esposo mío, quiero entender vuestras razones, pero tened en cuenta lo que os digo: controlad la viña o día llegará que su influencia y sus dineros le proporcionen tal poder que desde la sombra pueda intentar perjudicaros. La ambición de los cobardes es infinita.

—No paséis pena por mí. Si llega tal situación veréis cómo el conde de Barcelona pone raudo remedio. El buen gobernante no tiene amigos. A la menor sospecha de que sus méritos sean menos abundantes que los beneficios que proporciona al condado durará menos en mi estima que un dulce de jengibre en la boca de vuestros gemelos.

—De nuestros hijos, querréis decir.

—Evidentemente, esposa mía.