Las comadres iban y venían por la estancia trajinando sus cometidos sin tener en cuenta el número y rango de los presentes. En el adoselado lecho yacía una parturienta de más de treinta y tres años, a la que todos daban por estéril a causa de la edad. De su matrimonio con Hugo el Piadoso había tenido un hijo, y de su enlace con Ponce de Tolosa cuatro, tres varones y una hembra, pero el tiempo de su fertilidad parecía ya lejano, pues en ocasiones se le había retirado el período, hasta el punto que sabios de la corte y algún que otro físico judío habían insinuado que la condesa había entrado en el climaterio. Yacía ésta sudorosa, con un rictus firme en sus labios y una decisión absoluta en su mirada. La partera era consciente de la responsabilidad que había aceptado y no descartaba un castigo cruel si por un fallo atribuible a ella algo no salía como era debido. Su larga experiencia le decía que la cuerda siempre se rompía por la parte más débil y que los físicos especialistas en partos jamás asumían culpa alguna si algo fracasaba, aunque en aquella ocasión el físico judío que asistía a la parturienta le inspiraba gran confianza. Halevi gozaba en el condado de gran predicamento, y su consejo siempre era atinado, pero de cualquier manera la manipulación de la mecánica del alumbramiento recaía totalmente en sus manos.
Frente al lecho, Ramón Berenguer I, pálido y expectante; tras él, y colocado en un sitial finamente tallado, el obispo de la catedral, Odó de Montcada, vestido de ceremonial y provisto de báculo y anillo, con la mirada torva y el gesto avinagrado ya que, si bien su cargo le obligaba a estar presente en el alumbramiento, tal escena, por las peculiares condiciones adulterinas de la pareja condal, no era de su agrado, de modo que estaba allí más en calidad de funcionario obligado a cumplir el protocolo y dar testimonio, que como obispo. A la derecha, se hallaba el notario mayor, Guillem de Valderribes, que debía dar fe de que el nato era el auténtico hijo de la condesa de Barcelona; el juez de palacio, Ponç Bonfill i March, y por último, a un lado, el confesor de Almodis, el padre Llobet, y el físico Halevi, y al otro un espacio libre, para que la partera y sus ayudantas pudieran maniobrar sin obstáculos, en el que se veía una mesa de torneadas patas cubierta con un mantel de seda y sobre ella todo el instrumental referido a los alumbramientos: cuerdas trenzadas, hierros y tenazas con las puntas envueltas en trapos para tirar de la criatura en cuanto asomara sin causarle el menor perjuicio, un rodillo de cuero para empujar en el vientre de la parturienta de arriba abajo y de esta manera colocar al feto en el canal de parto. La estancia estaba en penumbra según la costumbre; en los ángulos del lecho lucían instalados cuatro ambleos de grandes dimensiones que proporcionaban luz a la zona. A la derecha del inmenso tálamo una gran chimenea suministraba calor a la estancia; en ella, sobre los ardientes leños y soportada por unos gruesos morillos acabados en cabeza de leones, un panzudo caldero de cobre del cual las mujeres iban extrayendo el agua a cazos según requirieran la partera o el físico. Sobre la campana, ornándola, había una panoplia de grandes proporciones en la que aparecían sujetas las seis espadas de los antepasados del actual conde Ramón Berenguer I y sobre los recuadros de los ventanales lobulados del palacio, cubiertos por una tupida arpillera, lucían los escudos de la casa condal de Barcelona.
La partera introdujo sus dedos en el dilatado sexo de la condesa cubierto con un fino trapo de lino y palpó con tiento; apenas un leve parpadeo de Almodis denunció el acto, la partera se volvió hacia el físico y musitó:
—Ya quiere venir.
El físico la apartó con cuidado y se colocó de manera que pudiera controlar la aseveración. Cuando apartó la mano, dio una orden.
—Colocad a la señora en la silla de partos.
Estaba ésta apartada a un lado y de inmediato fue transportada al costado del lecho. Era una pieza grande de madera de haya, amplia, con el asiento de cuero almohadillado abierto por la parte delantera, debajo de la cual se alojaba una jofaina extraíble. De la base de sus brazos, que asimismo tenían dos abrazaderas del mismo material con sendas hebillas para sujetar a la parturienta, sobresalían dos vástagos curvos en forma de uve en cuyos extremos se afirmaban sendas formas abarquilladas en las que deberían apoyarse las pantorrillas de la mujer para facilitar así la salida del neonato mientras la placenta iba a parar a la palangana.
Las forzudas mujeres que acompañaban a la partera tomaron a la condesa por las axilas y por las corvas de las rodillas y con sumo cuidado la instalaron en la silla adecuando su postura al artilugio. Cuando le iban a sujetar los brazos con las correas, sonó la voz de ella ronca y rotunda.
—No hace falta que me atéis. La condesa de Barcelona sabrá aguantar el dolor, sea cual sea.
Y volviéndose hacia el físico y tomándolo de la ancha manga de su hopalanda, ordenó:
—Si habéis de sajar, hacedlo sin contemplaciones. No quiero que mi hijo sufra al salir como la última vez y que al fin nazca muerto o afectado de cualquier cosa debido a malos usos que debieran haberse evitado. Su vida para Barcelona es mucho más importante que la mía, y tened en cuenta que atribuiré a vuestra responsabilidad el hecho de darme a conocer en cuanto nazca cualquier detalle que ataña a la criatura. Y no me refiero únicamente a su sexo sino también a cualquier señal, característica o especial condición del nacido.
—No os entiendo, señora.
—Ni falta que hace, ya me entiendo yo.
Luego, dirigiéndose al obispo, al notario mayor y al juez de palacio, ordenó:
—Y vos, señores, si no os es molestia, en tan trascendental momento, dirigid vuestras miradas a otro lado: mi sexo no es un circo. Ya tendrán tiempo sus mercedes de llevar a cabo su cometido sin que tenga yo que sufrir el oprobio de verme observada como una res en la feria.
Almodis, sudorosa y agitada, con guedejas de pelo adheridas a su frente, volvió su rostro hacia el físico y, obediente, tragó la pócima, mezcla de láudano y adormidera que éste, en una copa de oro, acercaba a sus labios. Una nube evanescente nubló su mirada y su mente empezó a elucubrar sobre las últimas palabras que algunas noches antes dejó junto a su oído el buen Delfín, su fiel bufón, que tantas horas de tedio le había aliviado desde que llegara de Tolosa.
Apenas se instaló en su nueva morada, Almodis tuvo buen cuidado de escoger un lugar en el que se sintiera totalmente a resguardo de comidillas, miradas inoportunas e insidias palaciegas. Demandó a su esposo que le concediera una estancia para ella sola y éste le asignó una muy cerca de su cámara en un torreón aledaño que antes había sido una salita de música pero que, dadas las circunstancias y las bárbaras costumbres de las gentes de palacio, mucho más proclives a la guerra que al cultivo de las bellas artes, había caído rápidamente en desuso. El caso fue que ella dedicó sus horas a procurarse con esmero aquellos muebles y utensilios que le recordaran a su adorado país. La estancia, como casi todas las de palacio, estaba presidida por una pequeña chimenea, ante la que colocó un banco mudéjar de agradables proporciones, junto al que destacaban un sitial, un pequeño escabel donde acostumbraba a sentarse Delfín y desde el que aliviaba el tedio de su añoranza con sus charlas o tañendo la cítara; su rueca, un tambor de madera, cuyo tamaño se podía graduar según el cañamazo en el que se estuviera trabajando, un reclinatorio, un almohadón para posar sus pies durante la gélidas veladas de invierno, un facistol para soportar partituras y un salterio, amén de anaqueles para sus objetos predilectos, junto a tapices y panoplias que hicieran más confortables las frías paredes, candelabros, lámparas de corona, candiles… Allí se refugiaba para meditar, recibir visitas y atender a aquellas personas que requirieran de su mediación o consejo.
En este recuerdo se refugiaba su mente adormecida por el láudano para mejor soportar las contracciones del parto.
Aquella fría noche que su adormilada mente evocaba había nacido con una inmensa luna nimbada por un halo opalescente que anunciaba nieve. Delfín, como de costumbre, estaba acurrucado en su escabel con la mirada perdida y, cosa inhabitual en él, absorto en su silencio. Almodis trajinaba en un tapiz que deseaba terminar antes de ponerse de parto como obsequio de cumpleaños a su esposo. Recordaba que, ante el mutismo de su amigo, le recriminó cariñosamente:
—Delfín, amigo mío, eres un ser insensible. El día que más necesito de tu cháchara para distraer mis pensamientos, callas como un mochuelo dándome más motivos de preocupación que de esparcimiento.
Delfín volvió en sí de sus ensoñaciones y le dirigió una mirada que, anteriormente, ella nunca había observado.
—¿Qué ocurre? ¿Acaso te he ofendido sin darme cuenta?
El enano regresó desde sus divagaciones mentales.
—¿Cómo podéis imaginar tal cosa? Sois mi dueña y todo os lo debo a vos.
—Entonces, ¿qué es lo que te atormenta y enturbia tu mente de manera que en vez de encontrar en ti al gentil compañero que entretiene mis ocios, hallo un ser más turbado que yo misma?
—No sé si debiera… ama.
Almodis dejó a un lado el tambor de bordar y su rostro cambió de expresión.
—¿Qué es lo que ocurre? Jamás me has ocultado nada.
—No quiero que mis futilidades os preocupen.
—¡Tus futilidades, dices! Todo lo que te ocurra me interesa.
—Es que os atañe a vos.
—En mayor medida entonces. Dime ahora mismo lo que ocurre… No quisiera tener que recurrir a medios que me repugnan cuando los veo ejercidos por otras personas.
—Señora, hace tiempo que no me ocurría, pero hace dos noches tuve un agüero.
Sin saber por qué, la condesa tardó un instante demasiado prolongado en contestar.
—¿Y qué auspicio es ése?
—Señora, no me obliguéis. Seguramente serán calenturas mías… Me estoy haciendo viejo.
Las cejas de Almodis se enarcaron anunciando tormenta y sus labios se contrajeron en un rictus que Delfín conocía perfectamente, pero que había visto en contadas ocasiones.
—Me lastima tener que amenazarte, pero tu actitud me obliga a ello. ¿Recuerdas el látigo con el que fustigo a Hermosa cuando se niega a saltar? No me obligues, Delfín, te lo suplico.
El enano se removió inquieto en su escabel.
—No es por el castigo, señora, creo que os lo debo.
—¡Habla de una vez, por Dios! ¿Qué es eso tan importante?
—Señora… —El enano tragó saliva—. He tenido un pálpito: vuestro hijo nacerá y a la vez lo hará con él su Némesis,[13] que encarnará su fatal destino.
Recordaba Almodis en aquellos momentos que la noticia cayó sobre ella como la erupción del Vesubio. Por eso había dicho al físico que quería conocer todo aquello que atañera a su hijo y, al no haberle podido concretar Delfín cuál iba a ser la anunciada tragedia, había rogado a Dios que ésta se refiriera al cuerpo de la criatura y no a su intelecto, ya que la cordura es el principal atributo de un buen príncipe.
Los dolores del parto habían alcanzado su punto máximo, pero nada de ello parecía afectar a la parturienta: mantenía el cuerpo semiincorporado, los labios pálidos y apretados, las venas del cuello abultadas y los tendones tensos cual cuerdas de laúd. En su oído resonaban las palabras de la partera:
—Apretad ahora, señora, apretad…
Finalmente un último esfuerzo, la sensación de que se vaciaba, aunque algo en su interior le avisó de que sus dolores aún no habían terminado. Sin embargo, una languidez acompañó el vagido de un animalillo lloroso.
Su oído captaba las palabras apenas susurradas a su alrededor con la diafanidad con la que el moribundo percibe las cosas que sus familiares hablan en su presencia, creyendo que ya no está en este mundo. Primeramente, la partera y el físico intercambiaron unas frases, luego este último se dirigió a su esposo. Ella escuchaba.
—Señor, ya ha nacido un príncipe. Mi consejo es que no arriesguemos la vida de la condesa: viene otro de nalgas y es de mal manipular. Lo más probable es que lo saquemos muerto, pero vuestra esposa vivirá.
Luego oyó, en la lejanía, la voz de su amado.
—Proceded como mejor os parezca. Ya tengo un heredero.
Halevi percibió que la condesa lo reclamaba con insistencia; se llegó junto a la silla de partos y arrimó su oreja a los labios de la parturienta.
—Aquí estoy, señora.
—¿Qué es lo que ocurre?
El sabio judío vaciló.
—¡Os exijo que me digáis inmediatamente qué es lo que ocurre! —dijo Almodis con voz ronca.
Entonces escuchó la voz temblorosa del físico como si le hablara desde dentro de una campana.
—Señora, habéis tenido un varón robusto e inteligente. Debo deciros que siguiendo vuestras indicaciones, os he sajado algo por abajo para evitar cualquier padecimiento, pero el niño no ha precisado ni ayudas ni hierros. Sin embargo, como me habéis indicado que, caso de percibir alguna anomalía, os lo comunicara de inmediato, debo deciros lo que ya he comunicado al conde: viene otro de nalgas y peligra vuestra vida. No puedo responder de lo que ocurra si pretendo salvar a ambos. Todo está en manos de la Divina Providencia. He hecho lo que he podido, estas cosas se escapan a la capacidad de los humanos y he pensado que debo proteger vuestra vida por encima de todo, pues ya tenéis un heredero.
El físico sintió que la mano de Almodis se aferraba a él y, como una garra, tiraba de su hopalanda obligándole a acercarse más todavía.
—¡Habéis pensado mal! Mi otro hijo está dentro y va a nacer. Para eso os he traído, o ¿es que sois una vulgar partera? ¡Abridme en canal, si es preciso, pero sacad a la criatura! Son dos príncipes, y no sé cuál de los dos va a influir en el destino del otro; ignoro cuáles son los designios de sus respectivas estrellas. Necesito tiempo para conocerlos bien y averiguarlo, para que al heredero jamás le lleguen los idus de marzo. No quiero arriesgarme.
—Señora, deliráis. No entiendo lo que decís, el conde ha ordenado que…
La voz de Almodis era un autoritario susurro que solamente escuchaban los oídos de Halevi.
—Ni falta que hace que me entendáis. En este momento la opinión del conde me importa un adarme: lo necesité cuando fui a su campamento a que me preñara. Ahora toda decisión es mía y está en juego el destino de un pueblo. ¡Obrad!
Algo más tarde, el obispo Odó de Montcada y el notario Guillem de Valderribes daban fe de que la condesa Almodis de la Marca había parido dos príncipes. Ella yacía agotada por el esfuerzo en el gran lecho adoselado, Ramón Berenguer I observaba arrobado a los nacidos, que compartían un moisés inmenso, acurrucados y envueltos en pañales. Rubio, sonrosado y hermoso el primero; menudo, moreno y endeble, el otro. El segundo, sacudido por un llanto inconsolable, intentaba arañar con sus uñitas el cuello de su hermano.