El alma de Bernat Montcusí no conocía descanso ni sosiego. Una nube roja, mezcla de rabia y de lujuria, presidía sus días y sus noches. El alba le sorprendía sentado en su adoselado lecho, recostado sobre dos cuadrantes, totalmente desvelado. Era inútil que el físico Halevi le recetara pócimas a base de láudano y adormidera. Temía meterse en la cama por si la parca le iba a visitar sin mediar aviso y su alma se condenaba por toda la eternidad. El vicio de Onán se había constituido en algo inherente a su quehacer diario, y pese a intentar reprimirse, no podía erradicar el hábito de acudir cada anochecer a su gabinete, descorrer la trampilla y gozar de la visión del cuerpo desnudo de su ahijada.
El día después de su descubrimiento, envió a Laia y a su esclava a una lejana encomienda y aprovechó la coyuntura para revolver entre las cosas de la muchacha. No le fue dificultoso hacerse con el cofrecillo. Mediante una pequeña ganzúa y con los pulsos alterados, lo abrió y se dispuso a leer las misivas. La lectura de las mismas le puso al borde de un ataque de nervios. Tras releerlas una y otra vez, las devolvió a su sitio. Cerró el cofre, lo colocó de nuevo en su lugar y se retiró a su gabinete dispuesto a meditar sobre la decisión que iba a tomar. Su avaricia se enfrentaba a sus celos y temía que su ira le precipitara hacia una medida equivocada. Aquel Martí Barbany estaba resultando para él un pingüe negocio: si nada más conocerlo su intuición le advirtió que estaba ante un caballo ganador, el tiempo le estaba dando la razón, y en aquellos momentos, dos años después de su primer encuentro, el porcentaje que le rendía su trato con aquel joven se había convertido en algo ciertamente importante. Lo más curioso era que aquello se podría multiplicar por mil en un futuro si acertaba a actuar con astucia. No, decididamente no. No era él el que debía cortar las esperanzas del joven de raíz. En su mente se iba fraguando un plan sibilino que abarcaba todas aquellas facetas a las que de ninguna manera estaba dispuesto a renunciar. En primer lugar, Laia debía pertenecerle de por vida, así que apartar a Martí de su hijastra era una tarea que debería recaer en la muchacha, de modo que el galán no se sintiera ofendido por él. Aquel joven decidido tenía que creer que la elegida de su corazón había tal vez sentido por él una pasajera ilusión de juventud, enfriada por el tiempo y la distancia. El problema se presentaba al pretender que la muchacha le transmitiera este mensaje en persona. Era fundamental que encontrara argumentos categóricos para que la niña accediera a todas sus pretensiones, ya fuera por las buenas o por las malas.
Decidió que lo mejor sería aprovechar la ausencia del galán para llevar a cabo sus planes sin que ella pudiera pedir favor ni consejo, para lo cual se dispuso a afrontar el problema aquella misma tarde.
Laia, acompañada por Aixa, había acudido en el nuevo palanquín que su padrastro le había regalado al rezo del Ángelus en Sant Miquel. Luego debían entregar un paquete de Bernat en una casa extramuros del Castellnou. Aixa, con el permiso del jefe de la escolta al que Bernat Montcusí había impartido órdenes precisas, se había alejado para ir al mercado al encuentro de Omar por si éste hubiera recibido alguna nueva de Martí, con la orden de regresar a la casa cuando hubiera cumplido su cometido y caso de que así fuera entrarla entre sus ropas para entregársela a su ama y amiga por la tarde.
Al terminar los rezos, la muchacha, que invariablemente pedía a la Virgen protección para su amado, partió, aupada en la gestatoria por cuatro esclavos de color que en sus hombros apoyaban las varas, seguida por la escolta hasta el palacio de Montcusí. Durante el traqueteante trayecto, refugiada allí dentro, oculta de las miradas de la gente por las opacas cortinillas, pensó que ni el lujo del tapizado, ni la marquetería en palo rosa que ornaba los cajoncillos, ni las frascas de perfume de la litera, ni ningún lujo del mundo compensaba la vida si no era junto a la persona amada que su virginal corazón de mujer ya había elegido.
Cuando llegaron a casa el mayordomo le comunicó que el amo había sido convocado a palacio y que debería comer sola. No podía recibir mejor noticia. Manifestó al sirviente que lo haría en la glorieta y que le prepararan un frugal refrigerio.
Aixa había regresado sin otra nueva aparte de que la siguiente etapa del viaje de Martí lo llevaría hasta Sidón, desde donde partiría hacia otros reinos y adonde regresaría para embarcarse de nuevo, y Omar le comunicaba que si antes de tres días le entregaba una carta, él se ocuparía de que la misiva estuviera puntualmente aguardando al joven antes de que éste partiera para su nueva singladura. La noticia había llegado indirectamente mediante el capitán de un bajel que había tenido noticias del Stella Maris, en Famagusta.
A Laia, el hecho de tener nuevas de su amado aunque fuera de un modo indirecto, la colmaba de dicha ya que pensaba que cada una de ellas la aproximaba al día que volvería a verlo. La llamada al despacho de su padrastro la sorprendió echada en su cama mientras su pensamiento volaba por cauces lejanos.
Compuso su aspecto y partió meditando lo huidiza que es la dicha y cómo alterna la vida situaciones gratas y amables con otras opuestas.
El criado que siempre velaba a la puerta de su tutor, nada más verla, la dejó pasar. Laia tocó con los nudillos en la madera y la voz agria y conocida de su padrastro respondió desde dentro.
—Pasa.
Abrió la muchacha el vano izquierdo y asomando la cabeza por el hueco, inquirió:
—¿Me habéis hecho llamar?
El consejero, sentado en su despacho, se alzó amablemente y asintió.
—Sí, hija mía. Entra y acomódate.
Laia tuvo un mal augurio y supuso que algo grave iba a ocurrir.
Atravesó la estancia con paso lento y se sentó frente a su padrastro.
Mientras tanto Bernat, siguiendo su costumbre, jugaba con un cuchillo que se hallaba sobre una bandeja de plata. Un silencio solemne se instaló entre los dos.
El viejo comenzó su discurso con voz seria.
—Me has decepcionado, Laia.
La muchacha alzó las cejas y fijó en él sus grandes ojos grises interrogantes.
—Has faltado a la confianza que me es debida como padre.
—Ya hemos hablado mil veces de ello —respondió Laia, tensa pero firme—. Vos no sois mi padre.
Bernat lanzó violentamente el cuchillo sobre la mesa.
—¡Y me alegro de ello! Tal vez me convenga más. En cualquier caso, soy responsable de tu vida: estás bajo mi techo, vives una existencia regalada y a mis expensas, y en esta casa nada puede escapar a mi control. Me has defraudado, Laia, alguien ha llenado de pájaros esta cabecita que tanto amo y has tenido la osadía de intentar tomar decisiones que a nadie más que a mí competen.
—No alcéis la voz, os oigo bien. Vivo de la herencia que dejó mi verdadero padre a mi madre y nada vuestro quiero ni necesito —repuso Laia, asombrada ante su propio atrevimiento.
—Está bien, hasta tu mayoría de edad soy tu tutor, lo que me da derecho a invertir tu herencia como mejor me plazca. Puedo hacer que ésta se volatilice de manera que heredes una ruina o unos muy bien saneados bienes. De ti dependerá.
Laia meditó durante un instante, pensando que por el momento aún desconocía la finalidad de todo aquel discurso.
—Y ¿de qué dependerá? ¿Qué es lo que he hecho que merezca esta amenaza?
—Como presumes de mujer, voy a tratarte como tal. En tu habitación y en un cofre has guardado unas cartas que desdicen la confianza que hasta el día de hoy te había otorgado.
Una palidez cadavérica invadió el rostro de la muchacha a la vez que un sudor frío inundaba su cuerpo. Tragó saliva y aguardó.
—Te hablan de amor, y por lo que deduzco responden a otras que, sin duda, has escrito tú. Ten la decencia de contestarme.
—Está bien —dijo Laia, conteniendo un suspiro—. Amo a Martí y pienso desposarme con él en cuanto tenga la mayoría de edad, tanto si me desheredáis como si habéis hecho que mi fortuna se esfume. Nada me importan los bienes de este mundo. Además —añadió con voz firme—, entiendo que es una ruindad andar escrutando en los secretos de los otros.
Bernat compuso una torcida y aviesa sonrisa.
—Es mi obligación, mal podría cumplir con la confianza que me otorgó tu madre si descuidara mis obligaciones de velar por ti, cuando todavía lo ignoras casi todo de la vida.
—¡No habléis de mi madre, que murió medio loca por vuestra culpa! Prefiero que no me cuidéis tanto si eso conlleva que no pueda escribir a quien me plazca.
—¡Insensata! Puedo hacer contigo lo que me venga en gana, desde ingresarte en un convento hasta entregarte a quien me convenga, y no tendrías más remedio que obedecer.
—Haced lo que os plazca conmigo, pero nadie mandará en mis pensamientos.
El viejo cambió su registro.
—Todo es por tu bien, Laia. En toda mi vida no he encontrado a nadie digno de ti. Si eres buena conmigo y te avienes a mis deseos, serás, a mi muerte, la mujer más rica de Barcelona.
Laia, temblando, indagó:
—Y ¿cuáles son vuestros deseos?
—Te conozco desde niña; te he traspasado todo el cariño que deposité en tu madre. Ahora te ha llegado el tiempo de merecer. Ya eres una mujer: la diferencia de edad que nos separa no es óbice, pues no es más que la de muchas parejas de estos condados y no es bueno que un hombre, todavía en plenitud, no tenga quien caliente su cama. Soy un fiel hijo de la Iglesia y jamás he sido proclive a buscar desahogos mercenarios con mujeres públicas. Hasta el conde daría su bendición y apadrinaría nuestra boda y yo me ocuparía de obviar la dificultad de ser tu padrino.
—No hay duda de que estáis absolutamente loco. ¡Jamás, me entendéis jamás os aceptaría! —exclamó Laia, con lágrimas de impotencia en los ojos.
—Está bien. Sea. Tú lo has querido. Te he honrado proponiéndote matrimonio y lo has desechado. Atente a las consecuencias —dijo Bernat, cuya fría voz apenas conseguía ocultar su rabia.
—Os aseguro que a la menor ocasión me he de escapar aunque no tenga a donde ir.
La voz del consejero se tornó en un sonido silbante.
—No harás tal cosa. Te voy a explicar cómo va a ser todo a partir de ahora mismo. Las cartas no han venido a esta casa volando y sé quién ha sido la malhadada mensajera. De ti depende lo que le vaya a ocurrir. Voy a apartar a Aixa de tu lado y la haré encerrar. Si accedes de buen grado a lo que te requiero, te permitiré que cada día le lleves el agua y la comida. Así tendrás constancia de que sigue con vida. Escribirás una carta diciendo a tu amado que se te ha pasado el capricho: te autorizo a poner las palabras que mejor te parezcan. Ten en cuenta que deseo que este joven atribuya su desencanto a flaquezas de mujer; de ninguna manera quiero que piense que estoy implicado en el asunto, y pese a que una vez le dije que no era digno de alcanzar tu mano, me conviene que piense que por mi parte no habría problema, ya que desde entonces su situación ha variado muy mucho e intuyo que alcanzará grandes cotas de poder y de riqueza. Recalcarás, por tanto, que tu decisión únicamente es cosa tuya. Ah, y procura mantener una respetuosa actitud frente a mí. No voy a consentir que nada ni nadie menoscabe mi autoridad en mi propia casa. Ahora, puedes retirarte.