Corría la primavera del año 1054. La vieja condesa Ermesenda cribó sus reminiscencias en el tupido cedazo de su memoria. Cual fantasmas del pasado, fueron apareciendo ante ella los rostros de todos aquellos que ya habían partido en la barca de Caronte precediéndola en su último viaje. Sus padres, Roger I señor de Carcasona y Adelaida de Gavaldà; su querido esposo, Ramón Borrell, que en 1018 la había dejado viuda; su hijo Berenguer Ramón, el Jorobado, cuyo defecto físico tantas lágrimas le había costado. Sus otros hijos Borrell y Estefanía; sus hermanos Bernat, Ramón y sobre todo su querido Pere, que frente al obispado de Gerona y junto con el abad Oliba tantos y tan leales servicios le habían prestado. Dos de estas muertes habían condicionado su destino, la de su esposo a consecuencia de las heridas habidas en la segunda expedición a Córdoba durante la minoría de edad de su hijo y que había determinado su primera regencia, y la de éste, que a su vez la forzó a cautelar los derechos de su nieto, obligándola a ejercer la segunda regencia, y que tantos y tan grandes disgustos le había ocasionado. Todos cual blancos fantasmas se iban alejando por el estrecho pasillo de sus remembranzas llevándose con ellos retazos de su vida. En fin, el Señor no atendía sus preces ya que todas las mañanas, durante la santa misa, le rogaba que la llevara con Él considerando que su periplo en este mundo estaba cerrado: sus trabajos y sus días estaban de sobra cumplidos. Durante su larga existencia, pues ya las nieves coronaban sus sienes, había fundado más de ciento treinta conventos, acudido a Roma y tratado y discutido con el Papa la excomunión de su nieto y de la barragana con la que yacía. A fe que creía firmemente que Dios le debía un cumplido reposo.
Entonces su mente viajera se agarró a un saliente de sus recuerdos y la trasladó sin más dilación que la velocidad del pensamiento hasta el actual momento, en el que a punto estaba de dar un paso fundamental al respecto de los condados que, como herencia de su esposo, había recibido.
El lugar escogido, después de peliagudas deliberaciones, era el castillo de Vilopriu. Los representantes de la otra parte encontraban inconvenientes en casi todos los lugares y condiciones propuestas para el encuentro. Almodis de la Marca, barragana de su nieto Ramón Berenguer, había querido mostrar su poder y la influencia que había adquirido sobre él, y se había atrevido a poner dificultades en casi todas las iniciativas que la hasta ahora poderosísima condesa de Gerona y Osona había tenido a bien proponer. Finalmente, la plaza de Vilopriu, en los lindes de la influencia entre Gerona y Ampurias, había resultado elegida.
Roger de Toëny, por parte de Ermesenda, y Gilbert d'Estruc por la de Almodis habían sido los delegados que habían pactado las condiciones del encuentro. El encargado de moderar la entrevista fue, de común acuerdo, el obispo Guillem de Balsareny. Ambas mujeres se jugaban mucho en el envite. De ahí que ambas se hubieran tragado el orgullo y hubieran aceptado el verse, cosa que de alguna manera indicaba la necesidad que cada una tenía de llegar a acuerdos concretos con la otra. La circunstancia de aceptar, por parte de Almodis, aquel humilde castillo, mucho más próximo a Gerona que a Barcelona, se vería compensado por el hecho de que ambos tronos se instalarían a la misma altura y porque, además, ella entraría en segundo lugar al salón de la entrevista: la que aguardaría sería, por tanto, Ermesenda.
El origen de la construcción del castillo, como el de tantos otros, radicaba en la necesidad de fortificar los lindes que delimitaban un territorio. Alrededor de la primitiva torre se había erigido una muralla, y al abrigo de ésta había nacido una capilla. Los campesinos, sabedores de la ley que les protegía por vivir en la sagrera, habían ido construyendo sus humildes casas amparadas en aquel reducto que les resguardaba de ser apresados por cualquier noble bajo penas que incluían la excomunión. Las edificaciones fueron creciendo dentro de las murallas y aquel lugar fue considerado por la condesa de Gerona y por su vecino, el conde de Ampurias, como un tácito reducto neutral, de manera que no era la primera vez que Ermesenda dirimía sus diferencias dentro de sus murallas.
Ermesenda llegó con sus tropas la noche anterior; al día siguiente y en el momento prefijado, la más numerosa hueste de Almodis reclamaba paso franco junto al rastrillo de la fortaleza. Después del protocolario descanso, a la hora sexta, como habían pactado Roger de Toëny y Gilbert d'Estruc, el salón donde se habría de celebrar la entrevista estaba preparado y a punto para el acontecimiento. Al fondo, los dos tronos donde sentarían sus nobles posaderas ambas condesas, y en un plano inferior los asientos donde se instalarían sus capitanes. Entre ambos, y de espaldas a la concurrencia, frente a las dos mujeres, se había situado un atril desde donde el obispo debería desempeñar la difícil función de arbitrar y moderar la porfía; y a cada lado había pequeños despachos, con todos los artilugios propios de la escritura, para que dos amanuenses, escogidos por cada una de las partes litigantes, pudieran ir tomando fiel noticia de lo que allí ocurriere. A un costado y a lo largo de todo el espacio, los pendones de Gerona y Osona, y frente a ellos y al otro lado, los de Barcelona y la Marca. Tal como habían pactado y antes de la entrada de la condesa de Gerona, la tropa de ambos bandos fue desarmada y las espadas y dagas entregadas al señor del castillo como depositario de la confianza de ambas legaciones. Los capitanes y el obispo ocuparon sus respectivos lugares, los dos escribanos prepararon sus trebejos y se instalaron junto a sus respectivos escabeles y todos permanecieron silenciosos, aguardando la entrada de ambas señoras.
Solemne y majestuosa, vestida de negro y con diadema condal, tal como correspondía a su rango, hizo su entrada Ermesenda. Mientras tomaba asiento en el trono de la derecha, una dama recogió su manto y ella, rígida, el torso recto sin apoyarse en el respaldo, descanso su enjoyada diestra en el brazo de su sitial. Almodis se hizo esperar unos instantes para mostrar a todos que la que decidía el tiempo de la entrevista era ella. Avanzó entre los presentes con el empaque de la reina de Saba, vestida de rojo con una sobrefalda gris plateada, cubiertos sus cabellos con una trenzada redecilla moteada de perlas, segura de que la vieja condesa al llegar ella a su altura se alzaría del trono para saludarla. Vana espera. Ermesenda, cual si se tratara de su camarera mayor, vio cómo Almodis subía la grada que la elevaba hasta su sitial, volvió la cabeza y reclamó a su paje un abanico, sin dirigir ni una sola mirada a su rival.
El silencio se podía palpar. Nadie se atrevía tan siquiera a emitir una tos. El obispo inició el acto.
—Pónganse en pie los presentes.
Un murmullo de voces contenidas mezclado con el roce de asientos en la tablazón del suelo y un crujido de ropas acompañó la voz del eclesiástico.
—Iniciaremos este acto rogando al Espíritu Santo que ilumine nuestras mentes para poder llevar a buen fin las diligencias que ahora emprendemos. De manera que la generosidad de miras se imponga sobre vanos egoísmos para el bien de la cristiandad y de los condados que aquí y ahora están representados.
A continuación, alzó la mirada a lo alto y entonó el Ángelus con su buena y timbrada voz, secundado por todos los presentes.
Luego, las dos condesas al mismo tiempo ocuparon los tronos y acto seguido los asistentes también hicieron lo propio, quedando en pie y a ambos costados del salón gran número de personas que carecían de asiento.
El prelado inició la sesión poniendo de relieve la importancia del acuerdo que se pretendía alcanzar y cedió la palabra a la condesa de Barcelona, quien expuso su argumentación con voz templada y contenida, como si nadie estuviera presente y se hallara a solas con su Némesis, dando un rodeo antes de entrar de lleno en el tema que tanto le interesaba.
—Condesa, estoy aquí en representación de vuestro nieto el conde Ramón Berenguer I para intentar llegar a compromisos sobre diversos temas que atañen al futuro de Barcelona.
Ermesenda, hierática, como una escultura de mármol, atendía sin mover un solo músculo del rostro.
Almodis prosiguió.
—Sois condesa de Gerona y Osona por delegación, y bien sabéis que a vuestro fallecimiento, quiera Dios que sea dentro de muchos años, ambos condados pasarán a su heredero natural, que es mi esposo. La petición que os hace vuestro nieto y que yo me limito a transmitiros es que, por el bien de la casa de los Berenguer, cedáis en vida vuestros derechos y pidáis a cambio lo que creáis sea de justicia, que sin duda se os dará. Os podréis retirar a uno de los monasterios que habéis fundado y allí vivir la vida regalada y espiritual que tanto os agrada y que os corresponde por méritos y edad.
Un silencio notable se instaló en la gran sala. Almodis aguardó tensa la respuesta de Ermesenda. Ésta no se hizo esperar.
—Señora mía —Ermesenda eludió el tratamiento—. En primer lugar soy condesa de Gerona y Osona por pleno derecho. Mi marido el conde Ramón Borrell me los cedió a título de sponsalici cuando pidió mi mano, y como dote de bodas. Por tanto, transmitid a mi nieto que no obro por delegación y que dispondré en mi testamento lo que a mi voluntad convenga y que los condados que poseo merecen un mejor destino que ser gobernados por un conde venal, que no merece tal nombre. Los títulos, aunque sean heredados y no ganados, se han de honrar, y por ahora mi nieto no honra precisamente el suyo sino que más bien lo vilipendia. Si quiere que Barcelona sea mal regida por un excomulgado es su problema, pero mis condados no tienen mácula y así seguirán.
Almodis respiró hondo para contenerse: era mucho lo que estaba en juego.
—De eso iba a hablaros a continuación, señora. El condado de Barcelona fue de vuestro esposo e imagino que deseáis lo mejor para sus habitantes. La excomunión que promovisteis dificulta mucho las cosas al respecto de la obediencia de sus súbditos, y vuestro nieto, que os ama profundamente, os ruega humildemente que solicitéis a Víctor II que la retire. A cambio del inmenso favor, Ramón estaría dispuesto a reconocer vuestra auctoritas, que no la potestas, sobre Barcelona hasta el fin de vuestros días y a daros setenta mil mancusos para cooperar en vuestras pías obras.
Al oír la cifra un sordo murmullo se propagó por el gran salón.
Ermesenda mantuvo una larga pausa a fin de conseguir la atención de los presentes.
—Señora. Me ofende y ofende a la Iglesia oír la pretensión de mi nieto. Si no he mal entendido, este insensato pretende comprar su excomunión por setenta mil mancusos. Decidle que su abuela, que defendió sus derechos como una leona durante su minoría de edad, jamás hará de cómplice intermediando en un acto de simonía, que éste y no otro es el nombre que se da a la compra y venta de cosas sagradas. En cuanto a la auctoritas que me ofrece, debo decirle que no la necesito: moralmente ya la tengo. Si pregunta a sus súbditos, sabrá que consideran en mucha más alta estima a mi persona que a la suya. De no ser un príncipe vería cuán alto precio debe pagar un excomulgado. Estaría condenado al ostracismo, ni sus vecinos le dirigirían la palabra.
—¿Debo entender que vuestra respuesta es definitiva y no hay componenda posible? —preguntó Almodis, haciendo un gran esfuerzo por contenerse.
—Puede haberla y está en vuestras manos —dijo Ermesenda, mientras a sus labios asomaba una sonrisa despectiva.
—Os escucho.
—Decid a Ramón que su abuela renunciará en su nombre a todas sus posesiones y se retirará a un convento a rezar para la salvación de su alma impía, en cuanto vos salgáis de su lecho, os apartéis de su lado y os volváis a vuestra casa, de la que no debisteis salir jamás.
Almodis saltó como una tigresa.
—¡Mi casa está en Barcelona junto a mi esposo y se me da un adarme la opinión que ello os merezca!
Ermesenda, con un acento preñado de sorna, respondió:
—Creo que ni vos sabéis dónde está vuestra casa. En Arles, en Lusignan o tal vez en Tolosa; tengo entendido que de las dos primeras os echaron y de la última os escapasteis.
—¡Pobres condados de Gerona y Osona! ¡Tienen por condesa a una víbora! Destiláis veneno, señora.
—Condesas, será mejor aplazar esta entrevista hasta mañana —intervino el prelado, viendo que los ánimos se exaltaban—. La almohada es buena consejera y ayuda a moderar actitudes.
Ermesenda tomó la palabra.
—¡Obispo! Este negocio se acabará ahora, y entiendo que deberíais intervenir en los temas que atañen a vuestra Iglesia. Y, por cierto, os he notado frío y permisivo al respecto de la simonía.
—Entonces, señoras, mejor será desalojar el salón, si así os parece.
Almodis, recuperada de la invectiva, tomó de nuevo la palabra.
—Haced lo que creáis conveniente, señor obispo, pero mi capitán y mi amanuense continuarán a mi lado. Quiero que alguien sea testigo y dé constancia de tanto desafuero.
—Entonces, si os parece…
Ambas condesas inclinaron la cabeza y el prelado con una señal hizo desalojar la estancia.
La gente fue saliendo lentamente entre murmullos y comentarios. Una vez hubo salido el último, el ujier, desde fuera, cerró las hojas de la puerta.
Balsareny se dirigió a Almodis.
—Condesa, es vuestro turno.
Almodis adoptó entonces un tono sereno, aunque no exento de orgullo.
—Lo creáis o no, amo a vuestro nieto y no os consiento que juzguéis mi vida. Antes o más tarde la Iglesia cederá, como hace siempre ante una cuestión de Estado, y cuando no sea necesaria vuestra intercesión para obviar este mal paso en que andamos metidos lamentaréis no haber tenido en cuenta la generosa oferta que se os ha hecho. Os habréis de morir un día u otro, y vuestros condados pasarán a Ramón, tanto si queréis como si no. Los súbditos tienen un fino instinto para detectar lo que les conviene, y vuestro nieto se habrá ahorrado una fortuna que hubierais podido destinar a misas que alivien vuestro purgatorio que, según intuyo, y a tenor del odio que rezumáis, será largo.
—Comprendo, señora, que os resistáis a abandonar el lecho de mi nieto. Concluyamos, no tenéis a donde ir. No os preocupéis: decid a Ramón que os dé los mancusos a mí destinados. Podríais montar una mancebía en cualquier ciudad de la Septimania. Allí estaríais mejor instalada. Ya conocéis el refrán: «Cada vencejo a su nido».
—Sois una mujer amargada e indeseable —explotó Almodis—. He venido en son de paz y me habéis buscado las vueltas. Me habéis tildado de mantenida, y qué sé yo de cuántas cosas más. Está bien, vais a saber la verdad. Pronto nacerá un hijo mío y de vuestro nieto: un Berenguer, un hijo del pecado, según vos. Cuando el niño sea mayor, su madre le explicará la opinión que de él emitió su bisabuela antes de su nacimiento. Según vos, vuestro bisnieto será el hijo de una barragana, y este hijo de ramera, que llevará en sus venas sangre de los Berenguer y de la casa de Carcasona, lo heredará todo: Barcelona, Gerona y Osona. Sic transit gloria mundi. Señora, mejor ríe quien lo hace en último lugar.
El obispo palideció, Roger de Toëny se puso en pie y llevando su diestra hacia la vacía vaina que pendía en su cinto hizo el gesto de empuñar la espada. Entonces, volcando pupitre y manchando de tinta el documento en su caída, uno de los amanuenses se desmayó.