Al abrir la batiente puerta, una batahola inmensa sacudió a Martí. Era el local una construcción de ladrillo cocido que anteriormente había servido de astillero y cuyos altos techos en arco soportados por una interminable hilera de columnas contribuían a agrandar el ruido, al rebotar en ellos todos los sonidos que se produjeran. La bulla en el Mejillón de Oro era considerable. Una algarabía de palabras obscenas, gritos de mesa a mesa de los parroquianos para hacerse entender y las órdenes que los sirvientes transmitían a los fogones constituían la música de fondo del recinto. Contribuían al desbarajuste cuatro músicos que desde una tarima instalada al fondo intentaban amenizar a la concurrencia con sus instrumentos de cuerda y viento.
Cuando ya se acostumbró al ambiente, Martí avanzó por el pasillo central por ver de localizar a algún mesero que le indicara un lugar para sentarse. En ello estaba cuando un empleado en mangas de camisa y diferenciado de los demás por un mandil verde que llevaba anudado a la cintura y un fez rojo del que pendía una borla cárdena, acudió a su encuentro.
—Que Alá el misericordioso os guarde. ¿Qué deseáis, mi señor?
Por el saludo y la indumentaria, Martí coligió que era un musulmán el que lo atendía y no le extrañó al recordar que Basilis, el capitán del Stella Maris, le había adelantado que Ciprius era una Babel de las culturas que habían dominado la isla. Egipcios, griegos, romanos, todos habían dejado su impronta. De igual modo recordó a Baruj, cuyos conocimientos tanto le habían ayudado y que le había advertido que, en casi todos los puertos del Mediterráneo, podría entender, y hacerse entender, en latín.
—Una mesa retirada donde un fatigado viajero pueda disfrutar de algo de paz, si ello es posible, y de un condumio del renombrado marisco de la casa.
El moro dio tres fuertes palmadas y al instante acudió un sirviente cuya principal vestimenta la constituía una holgada bombacha turca, una blusa azul ceñida a la cintura mediante un fajín negro y un fez que, a diferencia del de su superior, era de color verde en lugar de cárdeno.
—Acompaña al franji al reservado del primer piso. Desde allí gozará de su cena: podrá ver por la escotilla, si así lo requiere, el ambiente de nuestro comedor principal sin participar en él y gozará de la privacidad que solicita.
Entonces Martí observó que al fondo de la edificación se elevaba una altura a la que se accedía mediante una rampa situada en un lateral y en cuyo frontispicio se abrían varias ventanas cubiertas por sendas cortinillas y que supuso eran para ocultar de miradas indiscretas a los usuarios de los comedores privados.
El moro, tal como suponía, le condujo hasta el altillo y le abrió la puerta de uno de los tabucos reservados para comensales selectos. Luego de tomar nota de lo que Martí deseaba cenar, desapareció. El cubículo, tapizado en una tela basta, constaba de un banco a cada lado de la pequeña mesa, en medio de la cual lucía la llama de un candil, y un trinchante lateral que debería usar el mucamo para aviar los crustáceos que allí se sirvieran.
Aprovechando el tiempo de espera, Martí apartó la cortinilla que obstaculizaba su visión y se dispuso a curiosear a la clientela del piso inferior.
Todas las razas del mundo estaban presentes y entremezcladas. Pálidos comerciantes nórdicos, morenos hijos de las orillas del Mare Nostrum, oscuros africanos, árabes… todos ellos unidos por el mar y el comercio.
Una escena al fondo le llamó la atención. Junto a la tarima desde donde los músicos intentaban hacerse oír, un hombrecillo escuálido cuyo inmenso turbante casi le ocultaba el rostro parecía discutir acaloradamente con sus vecinos, dos árabes de desmesuradas proporciones, que parecían exigirle que les cediera aquella mesa, ya que deseaban estar cerca de la orquesta para escuchar mejor su monocorde melodía. El hombrecillo se negaba a ello alegando que estaba acabando de cenar. Mientras uno de los individuos intentaba distraer al del turbante, el otro colocó su mano sobre la bolsa del hombre. Éste de un tirón recuperó su escarcela y se la colocó en bandolera; luego, mascullando maldiciones, continuó degustando su pitanza. Martí siguió inspeccionando el panorama hasta que el criado trajo su bogavante aderezado con una salsa marinera y regado por una frasca de vino chipriota. Entonces corrió la cortina y se dedicó con fruición a dar buena cuenta del suculento crustáceo y de dos jarras del vino de Ciprius, olvidando el incidente.
Terminado su opíparo banquete y tras abonar el consiguiente precio, salió del local y antes de regresar a su posada decidió dar un paseo por el puerto a fin de que el aire de la noche evaporase rápidamente el resto de los vapores etílicos que enturbiaban un punto su mente. Ya su pensamiento volaba hacia Laia: contaba los días que faltaban para volver a verla y se preguntaba qué habría ocurrido en su ausencia, cuando de súbito le pareció escuchar un sincopado chapoteo y los ahogados gritos que llegaban desde el agua. Martí se asomó al muro y, sobre el camino que el reflejo de la luna rielaba en la bocana, observó el desesperado bracear de alguien que, envuelto en su túnica, intentaba salir del agua. Martí no lo pensó dos veces: tiró su saco bajo una embarcación que estaba aupada en unos maderos y se arrojó al agua, nadando en dirección al bulto que parecía a punto de ahogarse. En cuatro poderosas brazadas llegó junto al hombre cuando éste ya comenzaba a hundirse. Por suerte la mar estaba en calma y el agua no demasiado fría. Le dio la vuelta, lo tomó por la barbilla y de este modo fue nadando lentamente hasta arrastrarlo junto al muro de piedra. Entonces surgió el problema. No tenía un mal agarre en la pared y no alcanzaba a sujetarse a algún saliente o hierro de la superficie. El hombre era delgado, pero sus amplios ropajes empapados constituían, en aquellas circunstancias, un peso respetable, amén de engorroso. Martí miró a su alrededor, verdaderamente angustiado. Ni pensar quería que su aventura y todos sus proyectos finiquitaran en las aguas de aquel recóndito puerto de Famagusta. En tanto su pensamiento evocaba a Laia, alcanzó a ver, a una distancia asequible, una superficie flotante de madera de la que pendían varios cabos llenos de mejillones. Comenzó a nadar lentamente arrastrando al bulto. En ello andaba cuando el sujeto pareció volver en sí y, temblando, se le agarró como una lapa impidiéndole avanzar. No tuvo otro remedio que golpearlo con fuerza en la quijada. El hombre se desplomó en sus brazos y la tarea se tornó más factible. Un último esfuerzo y su mano libre aferró firmemente una de las cuerdas. El borde aserrado de las valvas de los moluscos laceró su palma y a punto estuvo de soltarse. Un postrer esfuerzo y él y su bulto estaban en el suelo de la batea. Su mano derecha sangraba abundantemente. Dejó al hombre con la cabeza apoyada en una improvisada almohada que hizo con su empapada túnica y palmeó sus mejillas para que recobrara el conocimiento.
Poco a poco éste volvió en sí y unas repentinas convulsiones sacudieron su frágil cuerpecillo, mientras comenzaba a expulsar agua por nariz y boca. Entonces Martí, tomándolo por los hombros, lo incorporó para que no se ahogara con su propio vómito. Luego, ya más calmado, sus ojillos vidriosos enfocaron a su salvador y en sus labios apareció una sonrisa de gratitud. En aquel momento Martí se preocupó de su lastimada extremidad, y rasgando con los dientes una tira del faldón de su camisa, procedió a vendarse la mano herida. Un rayo tímido de la luna alumbró la escena y a su pálida luz reconoció Martí al hombre al que los dos individuos habían importunado durante la cena en el Mejillón de Oro.
—¿Qué os ha ocurrido?
El individuo, con una vocecilla prácticamente inaudible, respondió:
—He sido atracado por dos bellacos, que ya me habían importunado durante mi cena, que me han robado la bolsa y me han lanzado al mar. De no ser por vos, a estas horas estaría visitando a mi Creador.
—Aguardadme aquí, regreso en un instante.
Al hablar el otro de su bolsa, Martí se acordó de la suya y partió como el rayo a recogerla. A través de una pasarela de listones sujetos mediante una cuerda que conectaba la batea con la dársena, se llegó a tierra firme y corrió hacia el lugar donde su instinto le indicó que se hallaba la levantada embarcación bajo la cual había lanzado su faltriquera, rogando para sus adentros que nadie hubiera reparado en ella, ya que si le dejaban sin sus contactos y documentos se hallaría perdido. Afortunadamente allí estaba. Cuando regresaba junto al hombre, éste ya se había levantado, y afirmándose en la soga que circundaba la superficie de la musclera, intentaba bajar a tierra.
—¿Qué pretendéis? ¿Caer al mar de nuevo?
—En absoluto. Perdonadme por las fatigas que os he causado esta noche. En verdad creí que no regresabais.
—Pues os habéis equivocado.
—Me alegro de ello porque sois responsable de mi vida.
—¿Por qué queréis ahora agobiarme además con esa servidumbre?
—En mi tierra hay un dicho que afirma que quien salva la vida a un semejante se constituye en su fiador.
—¿De dónde sois oriundo?
—De una aldea al norte de Kerbala.
—Por esta noche aceptaré esa responsabilidad. Voy a acompañaros a vuestra casa, no sea que tengáis otro mal encuentro.
—Os quedaré eternamente agradecido.
Partieron ambos, el hombre apoyado en un Martí empapado hasta los huesos, y atravesando calles y callejas llegaron a un oscuro pasaje. Ambos estaban temblorosos y ateridos. El hombrecillo, cuyo nombre era Hasan al-Malik, le fue indicando el camino. Las personas con las que se cruzaron durante el trayecto los tomaron por dos beodos que caminaban apoyándose el uno en el otro, cosa por otra parte bastante normal siendo aquél un barrio poblado por gentes del mar, proclives a abusar del alcohol. Por fin llegaron a una paupérrima construcción de dos plantas en cuyo semisótano estaba la residencia del hombre. Sujetando a Hasan por las axilas, Martí descendió por una breve escalerilla cuyo recorrido terminaba frente a una única puerta, a cuyo lado se abría un ventanuco protegido por una reja de hierro. A indicación del hombrecillo, Martí tomó una llave de una maceta que se hallaba en el tragaluz, y tras introducirla en la cerradura abrió la puerta. De nuevo, la luz de la luna y los rescoldos de fuego que aún ardían en una chimenea le permitieron hacerse cargo de la estancia. Era ésta cuadrada y todo estaba a la vista. Al costado del hogar, estaban los hierros para atizar el fuego y una parrilla para cocinar. Asimismo, y pendiendo de un gancho, vio una olla que podía alzarse o bajarse mediante una pequeña polea. En medio de la estancia había una mesa y, en su centro, un recipiente en el que se observaba una mecha flotando en un espeso y negro líquido de fuerte olor; junto a ella, tres desvencijados asientos, uno de ellos sin el correspondiente respaldo. En un rincón distinguió un catre cubierto por una manta de pelo de algún animal desconocido para Martí y, sobre la cabecera, una hornacina que alojaba el relieve de una rara imagen con una X y una P encerradas en un círculo, que a Martí le pareció un símbolo religioso. Dos de las paredes estaban cubiertas por anaqueles con alguna figurita, copas de latón, algunos portulanos y una especie de jarra con un asa orejuda a un costado y al otro una larga boquilla que debía de servir, sin duda, para escanciar su contenido.
Martí se desembarazó del hombre recostándolo en el jergón y procedió después a librarlo de su empapada vestimenta. Lo secó con una tela que encontró y después de cubrirlo con la peluda manta, se dedicó, antes de ocuparse de su persona, de aventar el fuego de la chimenea, añadiéndole algún leño de un haz que halló en un cesto. Cuando la respiración de Hasan se normalizó, Martí se desprendió de sus ropas y las puso a secar junto a la lumbre en el respaldo de una de las sillas, cubriendo mientras tanto sus hombros con una especie de bata que tomó de uno de los anaqueles y que apenas le alcanzaba a las rodillas. En un minarete cercano un muecín entonó la oración de Isha, hacia la medianoche. La habitación, al ir haciendo la novia de la noche su recorrido, iba quedando a oscuras. Martí decidió que apenas sus ropas se hubieran secado algo partiría hacia el Minotauro, pues al cabo de cierto tiempo lo había de recoger el carruaje para desplazarse a Pelendri y el cansancio, tras esta húmeda aventura y el agitado día, le había vencido. La voz de Hasan le desconcertó.
—Casi no os veo, mejor será que encendáis la mecha.
—¿De qué me estáis hablando? No veo por aquí candil alguno.
—Dejadme hacer a mí.
Hasan retiró la frazada de su escuálido cuerpo, se puso en pie y se dirigió a la chimenea. Con unas pinzas tomó una brasa del rescoldo y mientras la soplaba se acercó al centro de la mesa. Cuando la llama avivó, acercó el fuego a la mecha torcida que flotaba en el negro y denso líquido del plato y al punto, otra llama, ésta azul y brillante, alumbró la estancia.
—Soy demasiado pobre para permitirme otros lujos que no sean los básicos. Hoy me he homenajeado en el Mejillón de Oro porque mi hermano me ha enviado dinero de mi herencia desde Kerbala, que es donde reside. De modo que mañana me compraré un candil.
Martí no salía de su asombro.
—Pero ¿qué es este invento que os proporciona luz?
—También me lo envía mi hermano de vez en cuando. Es de lo poco que produce mi tierra; la pena es que casi para nada sirve.
—¿De dónde sale?
—Del mismo suelo. Junto a la casa de mis padres había un lago y de pequeños jugábamos con mis hermanos, que éramos diez conmigo, a acercar una llama a las burbujas que allí explotaban y a provocar pequeños incendios.
Algo se iba abriendo paso en la mente de Martí.
—Me habéis dicho que sois de Kerbala. ¿Dónde se encuentra esta ciudad y quién la habita?
—Está en Mesopotamia, en la ribera del Éufrates. Sólo hay calor y miseria. Es famosa porque en ella fue vencido el hijo de Ali, el yerno del Profeta, y hay gente que va en peregrinación a su tumba. Viven de la caza de animales a los que arrancan sus pieles para luego venderlas y también de la pesca en el río.
—¿Y qué hacen con el negro sebo que decís que hay allí?
—Prácticamente nada, sería complicado venderlo. ¿A quién iba a interesar comprar producto de tan difícil transporte? A mí de vez en cuando me envía algo en un odre y así me ahorro la compra de aceite de candil y velas de cera, que son caras.
A Martí la cabeza le iba como el fuelle de una fragua.
—Hasan, soy catalán y me dedico al comercio. He llegado hasta aquí para comprar cobre que embarcaré en el próximo viaje de un navío del que soy partícipe. Os quedaría eternamente agradecido si me pusierais en contacto con vuestro hermano. Me interesaría comprar este líquido negro que parecéis no apreciar. Creo que en Occidente tendría un buen uso, y de ello saldríamos gananciosos vos, vuestro hermano y yo.
—Si puedo pagaros de alguna manera lo que por mí habéis hecho esta noche, dadlo por hecho. ¿Dónde y cuándo os puedo ver?
—Parto mañana hacia Pelendri, pero pasado estaré de regreso. Me alojo en el Minotauro y cambiaré la ruta de mi periplo marítimo solamente por entrevistarme con vuestro hermano.
—Será una inmensa satisfacción el poder ayudaros en vuestro empeño.
—Entonces, Hasan, si se han secado mis ropas y os encontráis con fuerzas, partiré hacia mi posada. Mañana me espera una dura jornada y quisiera dormir un rato.
—Id en paz y que el dios de vuestro credo os acompañe. A vuestro regreso tendréis la carta para mi hermano.
Hasan aguardó a que su salvador se compusiera. Cuando éste estuvo vestido y listo, le dio un apretado abrazo y tres besos en las mejillas y luego le acompañó hasta la calle, recomendándole que a aquellas horas anduviera con mucho tiento. Martí, palpando con su diestra la empuñadura de su daga, le respondió que así lo haría. Cuando los pasos del catalán se alejaban en la noche, Hasan dio media vuelta y se refugió en su cuartucho. Mientras, la blanca luna, eterna curiosa y testigo mudo de los aconteceres humanos, observaba burlona desde lo alto del firmamento el inquieto vagabundear de aquel desazonado joven que luchaba con el destino para merecer la mano de su amada.