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Descubierta

El deseo era irrefrenable. Bernat Montcusí llevaba meses luchando contra su libido, mas una y otra vez caía en el mismo pecado de lujuria que acució a los viejos de la Biblia que se regodearon en el baño de la casta Susana. En los nudos de los troncos de los árboles veía los incipientes pechos de la muchacha y en la silueta de un laúd pulsado por un músico callejero que reclamaba la limosna de las buenas gentes frente al Palacio Condal, la voluptuosa curva de sus caderas. Las idas y venidas al confesonario se hacían día a día más y más frecuentes; a veces, estando en su despacho, le asaltaba la desazón de perderla y regresaba súbitamente a su mansión inquiriendo dónde había ido, en qué momento y para qué, y pagaban su malhumor sirvientes, lacayos, esclavos y hasta cualquier persona que fuera a visitarlo. Cuando por alguna inocente circunstancia Laia se retrasaba, al verla llegar, y sin tener en cuenta si había o no criados presentes, armaba un escándalo totalmente desproporcionado, avergonzando a la muchacha, que se retiraba a sus habitaciones totalmente desconsolada y hecha un mar de lágrimas.

Laia, que ya desde muy niña había sentido una rara aversión por su padrastro, no acababa de entender aquella actitud, y procuraba, en connivencia con Aixa, evitar su presencia en las comidas alegando imaginarios dolores de cabeza o alteraciones propias de mujeres que llegaron a preocupar a Bernat. Tal fue el caso que hizo llamar a Halevi, famoso físico judío, pese a la reticencia que le inspiraba el linaje de los descendientes que crucificaron al Señor. El físico acudió a la casa del notable, investido de toda la parafernalia que caracterizaba a los de su profesión. Hopalanda granate, cíngulo dorado y en el anular de la diestra una gran amatista: todo ello ayudaba a realzar su notable apariencia, cuya principal característica era la aquilina nariz y la larga y cuidada barba poblada de hebras de plata. Al físico le extrañó la rara conducta de Bernat cuando se disponía a examinar a la paciente.

—¿Es preciso que la toquéis para conocer el mal que la aqueja?

—Es lo propio, mal puedo dar un diagnóstico si no observo al paciente, sea hombre o mujer.

—He leído en su Canon de la medicina que Avicena tomaba el pulso a la esposa del sultán de Persia mediante un cordel encerado atado a su muñeca y a través de una puerta.

—Tal vez Avicena lo hiciera así, pero desde luego yo no soy capaz.

La cosa se quedó ahí. Luego, tras examinar detenidamente a la muchacha, que en todo momento permaneció vestida, pasó a recetarle una serie de mezclas de plantas medicinales tendentes a mejorar su estado general y a mitigarle las migrañas y los dolores de la menstruación. Ello concluido, hizo un aparte con Montcusí.

Ambos hombres se dirigieron al gabinete del influyente personaje y una vez instalados, Bernat Montcusí habló.

—¿Qué me decís, Halevi? ¿Es grave el mal que aqueja a mi hija?

—En absoluto, señor. A los padres les es dificultoso asumir que el tiempo pasa para todos y que las niñas se hacen mujeres. Vuestra hija ha crecido y, aunque la veáis delgada y frágil, los mecanismos que hacen a la mujer apta para la reproducción están ya dispuestos en su interior. De ahí sus migrañas, sus dolores ventrales y esta conducta errática de la que me dais cuenta y que es la causante de estas súbitas manías que decís le asaltan de vez en cuando y que desde luego se mitigarán en cuanto haga uso del matrimonio.

Bernat había palidecido notablemente y Halevi se dio cuenta.

—No os alarméis. No os he dado ninguna mala nueva. Simplemente os quiero indicar que llegado el tiempo podréis ser abuelo.

Sin que el judío supiera el porqué del cambio, el registro y la voz de Montcusí cambiaron bruscamente y adquirieron un tono airado, aunque contenido.

—Os he llamado para que atendáis a la salud de mi hija. Vuestras disquisiciones sobre si puedo ser abuelo están de más. —La ira reprimida explotó sin que Montcusí pudiera evitarlo—: ¡Mi hija no se casará jamás! ¿Me habéis comprendido? ¡Jamás!

—Como digáis, excelencia.

—Entrevistaos con mi administrador —prosiguió Bernat en tono algo más calmado—. Dadle la receta para que el herbolario elabore vuestras medicinas y decidle a cuánto ascienden vuestros honorarios. Él os abonará vuestros servicios. Y ahora, alejaos de mi presencia.

El buen judío no supo en qué había consistido su ofensa, pero conociendo a los cristianos, con los que tan difícil era convivir, y siendo consciente de que los repentinos cambios de humor de los poderosos acostumbraban a presagiar graves inconvenientes, partió sin dilación tras una breve inclinación de cabeza.

Montcusí se quedó cabizbajo y meditabundo en la soledad de su gabinete. Le reflexión de Halevi se le había clavado como un cuchillo en las entrañas. La sola posibilidad de que algún día Laia pudiera salir de su vida le atormentaba. ¡Jamás, nunca jamás, consentiría que eso ocurriera! Él se las apañaría para apartar de su hijastra cualquier moscón que se atreviera a importunarla, y un día, un glorioso día, sería suya.

La noche fue ganando terreno y la bóveda celeste se fue llenando de estrellas a la par que la mente del consejero lo hacía de negros presagios. Llegada la hora se dispuso a llevar a cabo las operaciones que se habían convertido en su obsesión diaria. Sin apenas darse cuenta se encontró acomodado y al acecho, habiendo ya retirado la corredera de la mirilla, a la espera de que Laia se desnudara. Aquella noche la muchacha no parecía tener prisa en acostarse; deambulaba por la estancia y, de repente, se dirigió a un canterano que tenía en el ángulo de su dormitorio. Se sentó en el escabel que había a su frente y jalando del tirador extrajo uno de los pequeños cajones del mueble, luego apretó un resorte y la tablilla de la derecha se abrió. Entonces Laia metió la mano en el hueco y de él sacó un cofre pequeño. Bernat observó que de un cordón de cuero, junto a una medalla de la Virgen, pendía una llavecilla. La muchacha procedió a introducirla en la cerradura del cofre, del que sacó varias cartas. Asombrado e iracundo, Montcusí observó cómo, tras leerlas detenidamente y posar sus labios en ellas, las volvía a colocar en el escondrijo. Invadido por la ira, el consejero se dispuso a abandonar su atalaya, pero la joven comenzó a desvestirse y la libido venció a la furia: se quedó quieto, como la rapaz que aguarda a su presa. Entonces, como dos capullos, aparecieron los rosados pezones de Laia. Él no aguantó más: cerró la trampilla y su polución se derramó sobre el entarimado.