El Stella Maris, después de haber arriado todo el velamen y a la voz de «Fondo ferro!» del contramaestre, echaba el rezón a quinientas brazas de la costa, en una ensenada vecina, pues tras intentarlo vieron que la rada que se abría a los pies del castillo de Famagusta estaba atestada de barcos. Cuando echaron el ancla, Basilis ordenó que soltaran un largo de calabrote equivalente a cuatro veces la eslora de su nave para asegurarse de que el ancla había hecho presa en el fondo. Después, toda la tripulación deseosa de bajar a tierra se afanó en dejar el bajel en estado de revista, pues conocían bien al griego y sin este requisito nadie hubiera desembarcado. Nombradas las guardias y antes de que las dos chalupas comenzaran a hacer viajes a tierra, Basilis, desde el castillete de popa, se dirigió a sus hombres.
—Hatajo de escoria, vais a bajar a tierra a dejaros en tres días la paga de tres meses. No me importa, mejor os diré, me conviene ya que de esta guisa regresaréis a bordo sin un mal maravedí y no tendré que ir a buscaros uno por uno a las tabernas del puerto ni a las mancebías de mujeres. Procurad que ningún cornudo chipriota pretenda vengar su honor metiéndoos una cuarta de hierro en las costillas. Demasiadas mujeres hay, sin compromiso, que agradecerán que cozáis vuestro pan en su horno, aceptando gustosas el alivio de vuestras vergas sin necesidad de meteros en episodios gratuitos con sus maridos o con la autoridad, y tened muy presente que no pagaré ni un maldito dirham de rescate si alguno de vosotros queda preso en una mazmorra. Habéis puesto vuestro miserable pulgar en mi hoja de enrolamiento y hasta que el Stella Maris regrese a Barcelona, vuestro asqueroso culo me pertenece. Id y acabaos el vino de Ciprius si así os conviene, pero no me hagáis ir a buscaros. El que tal haga juro por mis muertos que se acordará de Basilis Manipoulos.
Y con esta diatriba el griego despidió a sus hombres.
Martí aguardó a que todo el mundo hubiera desembarcado y tras despedirse del capitán y reiterarle su gratitud, se dispuso a hacer lo propio.
Los marineros de la chalupa, con una boga sostenida fruto de muchos años de práctica, lo dejaron en la arena de la playa. Martí, tomando su hatillo, saltó ágilmente y al volverse para dar el último adiós al Stella Maris se sintió embargado por un cálido sentimiento hacia aquella nave que junto a otras muchas se mecía airosa en medio de la bahía, y hacia su patizambo capitán.
En lo alto del acantilado, al que se ascendía mediante unos escalones tallados en la piedra, aguardaban a los pasajeros que desearan arribar a Famagusta unas ligeras carretas tiradas por escuálidos jamelgos que por un módico precio hacían el servicio.
Martí, tras acordar el montante del pago con el auriga que ocupaba el pescante de la carreta cuyo caballo presentaba el mejor aspecto, ocupó el asiento de atrás y colocó sus pertenencias junto a él. Ya en marcha, pidió consejo al hombre al respecto de una buena posada en la que pudiera acomodar su molida persona durante la estancia en Famagusta, ya que las coyunturas de sus maltrechos huesos crujían, tras soportar el relente de tantas madrugadas, más sonoramente que las ballestas del desvencijado carromato. El hombre le recomendó el mesón del Minotauro, situado cerca de la rada del puerto antiguo y regentado por al marido de su hermana. Allí dirigió sus pasos. Martí indagó su nombre y el individuo respondió:
—Preguntad por Nikodemos y decid que os envía Elefterios.
La posada o mesón del Minotauro era una vetusta construcción cuya antigüedad databa del tiempo de la quinta satrapía, durante la dominación persa, y edificada sobre las ruinas de unos antiguos baños públicos cuyas paredes habían desafiado el paso de los años. Martí descendió del carruaje y después de ajustar lo pactado con el auriga, tomar su faltriquera y colocarse su saco en bandolera, entró en el establecimiento. Atravesó el zaguán y se sorprendió al observar las dimensiones de la entrada, que no conjugaban ciertamente con la fachada del edificio. Unos comerciantes que al escuchar su habla presumió eran griegos, ocupaban en aquel momento el espacio del fondo junto a la ventana. Avanzó hasta el mostrador y se dirigió al mesonero que atendía a los nuevos huéspedes.
—Que Dios os guarde, buen hombre. Busco a Nikodemos, creo que es el dueño del mesón. Me envía Elefterios.
—Ante él estáis, soy yo mismo. ¿De qué conocéis al bergante de mi cuñado?
—Me ha traído en su carro hasta aquí, desde el fondeadero donde ha quedado mi barco, y me ha hablado de vos encarecidamente.
El otro, ante el halago, cambió el registro al respecto de su cuñado.
—Nada tengo que decir de él personalmente, pero ya sabéis lo que son las familias: no quiso continuar el negocio de mi suegro y desde aquel momento le dieron carta de naturaleza de oveja descarriada. Como comprenderéis no voy a andar con pleitos con su hermana, que es mi mujer, porque ellos no se entiendan. Cada cual a lo suyo, ¿no creéis?
—Cierto. Así se evitan pleitos y disgustos.
Una pequeña pausa y Martí prosiguió.
—Necesito posada, por el momento, para una noche, ¿me la podéis facilitar?
—Además de venir recomendado, éste es mi oficio. ¿La queréis con ventana a la calle o no os importa que sea interior?
—Donde tenga menos ruido. Pienso cenar primero, para que el gusanillo del hambre no me despierte, y luego dormiré hasta dolerle al catre.
—Os voy a dar la última habitación al fondo del pasillo de tal manera que no oiréis ni a los que de noche vayan a aliviarse, pues nadie tendrá que pasar frente a vuestra puerta.
—¿Cuál es su precio?
—Si me vais a pagar en dinero griego, dos dracmas, también acepto dirhams.
—Tengo moneda barcelonesa, ¿la admitís?
—Todo lo que venga de esta ciudad es bien recibido: los catalanes son serios en sus asuntos y sus monedas, ya sean sueldos, dineros, mancusos jafaríes o sargentianos o libras, no fluctúan y además os haré un buen cambio.
A Martí le pareció bien la oferta y cerraron el trato.
El chipriota condujo a su nuevo huésped a su habitación. Era una pieza grande con el suelo de terrazo rojo y partida en su mitad por una arco recuerdo del antiguo destino del edificio. Un arcón para guardar objetos, una silla y un aguamanil con su correspondiente batea y debajo de él un cubo; finalmente, tras el arco, un lecho grande provisto con un abultado colchón de lana y cubierto con una buena frazada, constituían su mobiliario.
El hombre aguardó a que su huésped emitiera una opinión.
—En verdad que me place, os quedo muy agradecido.
—Entonces, si no deseáis algo más en lo que yo pueda serviros…
—Sí, si sois tan amable.
—Para eso estamos.
—Dos cosas se me ocurren.
—Mandad lo que queráis.
—Mañana he de acudir a Pelendri y me convendría que me buscarais un transporte para tal cometido.
—Puedo avisar, si os place, a mi cuñado; no me agrada deber privanzas.
—Me satisface, no había atinado, y al decirme que la relación familiar era complicada, he preferido no implicaros.
—¿A qué hora requerís el servicio?
—A media mañana.
—¿Os parece bien poco antes del mediodía?
—Me conviene.
—¿Qué otra cosa necesitáis que yo pueda facilitaros?
—Un lugar en el que pueda cenar buen marisco.
—Estáis a media legua del puerto. Id al Mejillón de Oro.
—Gracias por vuestra información.
—Perdonadme, pero os aconsejo que vayáis en carruaje, a estas horas no es recomendable deambular en solitario.
—No temáis por mí, he hecho demasiadas leguas por estos mundos, para que me sorprenda algún imprevisto.
—De día no hay embarazo, pero al anochecer merodean aves de muy diversos plumajes y no siempre con buenos propósitos.
—Os lo reitero: no os preocupéis, iré prevenido.
Cuando el hombre partió, Martí puso en orden sus cosas y tras lavarse en el aguamanil y vestirse convenientemente, tomó de su saco una daga corta de buena empuñadura de marfil, se la guardó al cinto y se dispuso a acudir al Mejillón de Oro.