A Almodis le sorprendió el tumulto de voces que se escuchaban en la puerta del pabellón. La aguda de Delfín se confundía con la del capitán de la guardia, que le negaba el paso aduciendo que no tenía órdenes al respecto y que a aquella hora la señora descansaba. Una rara calma había invadido el campamento desde hacía meses, pues el grueso de la tropa había partido para preparar el asalto a Tortosa.
Al frente de sus huestes lo había hecho Ramón Berenguer luciendo su armadura de gala, rodeado por el estado mayor de sus capitanes y acompañado por su primo Ermengol d'Urgell. Recordaba Almodis la partida con una nitidez de imágenes sorprendente. Por la mañana y tras haber asistido a la misa en la explanada central oficiada por Odó de Montcada, obispo de Barcelona, había ayudado al conde, en la soledad de su cámara y auxiliada por dos escuderos, a vestir su armadura de guerra. Sobre la camisa vistió el acolchado gambax que le protegía de las rozaduras de la cota de malla de finos y trenzados eslabones; en las piernas llevaba una protección, también de malla. Una vez estuvo así cubierto pasaron todos al salón central de la inmensa tienda para que sus caballeros y ayudas de cámara le colocaran la armadura. En primer lugar le acondicionaron el peto y el espaldar; luego las hombreras, el brazal y el codal, las grebas que protegían sus pantorrillas y el faldar que salvaguardaba sus caderas. Luego le tocó el turno al quijote que cubría la parte anterior y posterior del muslo, a las rodilleras articuladas que permitían el juego de las rótulas, las espuelas y los escarpes. Por último, Guillem de Muntanyola y Guerau de Cabrera le entregaron un yelmo con morrión articulado que lucía una corona de oro cubierta por una cimera de plumas rojas y amarillas, los colores del escudo condal, que lucía el blasón de la casa de los Berenguer. El aspecto del conde de Barcelona era ciertamente impresionante, o así le pareció a Almodis. En la puerta de la tienda le aguardaban los palafreneros sujetando a un brioso corcel de guerra que piafaba excitado al oler el combate, equipado con silla de arzón, barda, petral y testera, y cuatro servidores que habrían de luchar, si llegaba el caso, junto al conde, llevando la cabalgadura de recambio debidamente equipada, espadas cortas y armadura ligera para poder ayudar a su señor a levantarse si era derribado, pues un caballero en tierra impedido por el peso de su armadura, caso de no poder alzarse y volver a montar, era presa fácil para el enemigo.
Almodis, que había negado durante aquellas semanas el ayuntamiento carnal a su amado, recordaba sus palabras antes de montar el inmenso corcel.
—Señora, tomaré Tortosa y os cederé sus parias. De no ser así, me habrán de traer muerto sobre mi escudo.
Ella, en un vistoso lance observado por todos, se deshizo del pañuelo que llevaba sobre los hombros y se lo entregó al conde. Éste se lo anudó en el antebrazo y, ayudado por sus palafreneros, montó sobre el bravo corcel, que con un ágil caracoleo y un fiero relincho que presagiaba batalla se puso al frente del bizarro ejército.
Ramón partió al frente de sus capitanes seguido por una imponente hueste capaz de amilanar con su sola presencia la más esforzada de las ciudades. En primer lugar, los escuadrones de caballería del condado de Barcelona y del de Urgell; después la música que habría de ritmar el paso, trompetas, añafiles, timbales, tambores, cuernos de órdenes; luego los infantes, equipados con pieles en las perneras ceñidas mediante tiras de cuero, con los escudos a la espalda sujetos por el tiracol, la bolsa de las vituallas en el costado, loriga con un revestimiento de tela para impedir el calentamiento de la cota de malla, y en la cabeza unos con bacinete de cuero endurecido y los más con yelmo con protección nasal; al costado, espadas cortas y lanzas. A continuación caminaban los barberos, sangradores, sajadores de miembros y fabricantes de ungüentos cicatrizantes y porteadores de parihuelas. Por último, y cubriendo la retaguardia, los arqueros con el arco a la espalda y la aljaba repleta de flechas y los honderos con sus hondas prestas y sus bolsas atiborradas de redondeadas piedras. Tras ellos cerraba la comitiva un sinfín de tropas auxiliares que se ocupaban de las necesidades propias de todo el ejército: cocineros, carpinteros expertos en fabricar torres de asalto y catapultas, zapadores, maestros constructores especialistas en puentes para vadear ríos, etc. Después, muy cerca pero a cierta distancia, avanzaba el inevitable flujo de gentes que, como las lampreas al tiburón, siguen a los ejércitos para vivir a su costa: mercaderes vendedores de mil cosas, magos, encantadores, curanderos, tahúres, prestamistas judíos y una serie de mujeres de toda índole, unas, esposas de soldados inclusive con hijos, y la inevitable multitud de rameras de flácidos senos, que portadoras muchas de ellas de ocultas enfermedades se dedicaban al solaz de la tropa cuando ésta acampaba.
De este acontecer hacía ya tres meses, la comitiva había partido en noviembre de 1053.
La tropa llegó a los aledaños de Tortosa y montó un campamento impresionante con intenciones disuasorias. Las tiendas se perdían de vista en la lejanía. Desde las almenas de las murallas, los defensores se asomaban entre los merlones de la ciudadela y comentaban con desánimo las circunstancias que presagiaban un infausto destino para los habitantes de la ciudad. El emir transmitía al rey sus impresiones y éste se lamentaba de que sus diferencias con el primo de Lérida le hubieran impedido recibir refuerzos. La duda entre defender su suerte o rendir la ciudad al invasor para evitar males mayores, le asaltaba de continuo. El sitio se presumía largo y sangriento, pero su experiencia le avisaba que cuanto más contrariedades sufriera el enemigo mayor sería su venganza al caer la plaza. La fama del conde de Barcelona era legendaria y Muhammad II no cejaba en su hábito de consultar astrólogos y adivinadores que le indicaran su destino. Las escaramuzas habían comenzado, y a las piedras que lanzaban las catapultas de los sitiadores, respondían los defensores de la ciudad lanzando sobre las huestes del atacante nubes de flechas que dificultaban cualquier intento de aproximarse a las murallas. Dos hechos influyeron en la decisión del rey. El primero fue la aparición en el campo de batalla de dos inmensas torres de asalto de tres pisos, dotadas de ruedas y cubiertas por pieles de animales sin curtir, empapadas en agua para impedir que la brea ardiente, lanzada por los defensores desde las ladroneras, hiciera presa en ellas; los ingenios iban provistos de un ariete en el piso inferior para atacar las puertas desde cubierto, en el segundo aguardaban las tropas que secundarían al primer asalto y en el último un pequeño puente levadizo que, plegado, hacía las veces de escudo protector, provisto de dientes de hierro para que al bajarlo hicieran presa en el lugar donde hubieran mordido. Estos artilugios, arrastrados por una reata de mulas, se acercaban desde la ribera del río y eran capaces de alojar a trescientos combatientes. El segundo motivo que consideraba Muhammad II era la certeza de que uno de los grandes aljibes de reserva de aguas de Tortosa había sufrido la acción de los zapadores del ejército de Berenguer, especialistas en trabajos bajo tierra, que habían agujereado su ángulo interior de manera que el valiosísimo líquido se escapaba sin remedio y el nivel del agua descendía a ojos vistas.
Una noche, una terrible pesadilla precipitó su decisión. Hizo llamar a su lado a su principal dragomán y le comunicó sus inquietudes. Había soñado que una luna preñada de sangre se hundía en la reserva que en aquel momento se estaba vaciando y teñía sus aguas de un rojo infinito que se desbordaba por las calles e inundaba todos los barrios llegando a desbordar las murallas.
El interpretador de sueños dudó un momento, pues sabía de la costumbre de Muhammad de matar al mensajero cuando éste era portador de noticias que le desagradaban. Al punto dio con la fórmula para volver en su favor la nueva y tornar el caos en beneficio.
—Señor, el cielo os envía una clara señal al respecto de lo que debéis hacer para que dentro de algunos años este mal paso se convierta en acertada decisión. El sueño os indica que la traición invade vuestro reino. Los insidiosos os acechan inundándolo todo con una marea roja, augurio, si no lo remediáis, de grandes males. Pactad con el enemigo, sufragad las parias que ajustéis, conseguidlas de las familias que no os son afectas, requisad los caudales de estos malos súbditos, dad a sus hijos en calidad de rehenes. De esta manera cobraréis de un flechazo dos piezas y os libraréis por muchos años de los ambiciosos cachorros de estos nobles. Ganad tiempo y libraos, por el momento, de este terrible enemigo.
El consejo del astrólogo fue definitivo. Al cabo de un tiempo y protegido por una bandera blanca de paz y el guión verde con la salamandra roja, distintivo de la ciudad de Tortosa, salía un escuadrón de caballería acompañando al emir que portaba las instrucciones del rey de la taifa, para acordar las fórmulas del encuentro entre ambos soberanos y ajustar las condiciones de la rendición.
Las que puso Ramón Berenguer fueron durísimas. Treinta mil mancusos de oro todos los años, doscientos esclavos varones a la entrega de la ciudad y cien doncellas vírgenes para el servicio de sus capitanes.
El emir, tras exponer las pretensiones del barcelonés a su señor, regresó para acordar las formalidades de la rendición. Muhammad II, siguiendo el consejo de su astrólogo, se deshizo de sus enemigos, requisó sus bienes y sus hijos e hijas fueron entregados en calidad de rehenes y de esclavos.
Éstas eran las nuevas que un agitado Delfín traía a su señora, a pesar de los obstáculos que, cumpliendo órdenes, le ponía el jefe de la guardia.
Almodis se asomó a la puerta del pabellón e indicó al capitán que dejara paso libre a su bufón. Delfín entró en la tienda sujeto al brial de su ama, intentando ajustar sus pequeños pasos a los de su señora. Ya en el interior, la condesa se sentó en un pequeño trono e indicando al hombrecillo que se acomodara en el escabel de sus pies le pidió que se explicara.
—Señora, las parias de Tortosa son ya vuestras. La host barcelonesa no ha tenido casi bajas. El rey Muhammad II se ha rendido a las tropas de vuestro esposo. Hoy, a lo más tardar por la noche, lo tendréis de regreso.
Antes de la caída del sol, por los toques de cuerno en la puerta sur, supo Almodis que Ramón Berenguer entraba en el campamento.
Dejando la tropa bajo el mando del senescal y apenas acompañado por un puñado de caballeros que se las veían y deseaban para poder seguir el tranco de su caballo, el conde de Barcelona regresaba de la guerra. Sin aguardar a que un palafrenero tomara la brida de su negro garañón que, empapado en sudor, rebosando espuma por los ollares, tascaba el bocado, desmontó y se precipitó hacia la entrada de su pabellón.
Almodis lo aguardaba sola en el centro de la estancia. La cortina se apartó y apareció ante ella su esposo con la loriga y la sobrevesta llenas de polvo, y las espuelas sujetas a los escarpes, rojas de la sangre de los ijares de su cabalgadura; su rostro era una máscara de barro y suciedad surcado por goterones de sudor. Los esposos se abrazaron apasionadamente.
—Bien hallado, esposo mío. Jamás en toda mi vida os vi más apuesto y garrido. Sois la encarnación de Aquiles en vuestra particular Ilíada y de Ulises el viajero en cuanto al disfraz que traéis, de vuestra Odisea.
—Pues, como este último, vengo a reclamar mi premio. Os he añorado mucho, mi fiel Penélope.
—Esta noche será la más hermosa de vuestra vida. Os aseguro que no la olvidaréis jamás. No permitiré que ninguna esclava os bañe y os acicale, quiero ser yo misma la que se ocupe de estos menesteres. Seré de una vez vuestra esclava, vuestro paje, vuestro copero y vuestra concubina.
Almodis, tras ordenar a su dama Lionor que únicamente ella y Delfín permanecieran durmiendo y comiendo por turnos en la antesala del dormitorio para proveer de todo aquello que la pareja condal necesitara, se dirigió a Ramón.
—Seguidme.
El conde fue detrás de su esposa y pasó al interior de la tienda. Una humeante bañera de cinc le aguardaba. Ella vertió en el agua el líquido de tres pomos que tomó de una mesilla, y cuando un olor a espliego se esparcía por la estancia, susurró:
—No hagáis nada, yo me encargo de todo.
Entonces comenzó a desnudar a su esposo. Ramón Berenguer, terror de la morisma de Tortosa, ronroneaba como un gato feliz.
A indicación de Almodis ascendió los tres peldaños situados al costado de la bañera y se introdujo en el agua.
—Relajaos y cerrad los ojos.
Cuando, a indicación de la condesa, los volvió a abrir, lo que vieron sus ojos le pareció una visión de las huríes del paraíso de las que tan encarecido elogio hacían los hijos del islam. El cuerpo desnudo de Almodis, cubierto únicamente por su rojiza cabellera y por un finísimo velo transparente, refulgía a la luz de un candelabro que iluminaba el regio pabellón con reflejos dorados.
Ramón la miró poseído por su prolongada continencia.
—Y ahora dejadme hacer a mí.
La voz de la mujer le sonó a cantos de sirena.
Al finalizar el baño y tras secar con un gran paño el cuerpo de su amado, le indicó que se trasladara al inmenso lecho de campaña. Entonces comenzó, como una gata en celo, a lamer las huellas de sus cicatrices. De esta manera se inició una jornada que enlazó tres días y tres noches y en las que Almodis siguió puntualmente las consejas de Florinda.
Cuando ya Ramón salió del dormitorio y convocó a sus capitanes, el senescal se interesó por su descanso tras la batalla.
El conde respondió risueño.
—Todas las batallas que he sostenido en mi vida, amigo mío, son pura fantasía al lado de la que he mantenido estas noches.