Febrero de 1054
Martí, situado en el castillo de popa del bajel y protegido por la toldilla, rememoraba una y otra vez los últimos aconteceres antes de su partida, de la que ya hacía cinco meses. La mar estaba en calma y la nave ya había sobrepasado la punta de la bota itálica. Al atravesar el estrecho de Mesina tuvo la fortuna de poder contemplar en la madrugada la Fata Morgana y pensó en el milagro de su vida. ¿Quién le hubiera podido decir dos años antes que viviría aquel momento, en vez de estar acudiendo a las ferias de los pueblos colindantes, con los carros de la masía de su madre, a vender los productos de la tierra y los animales del corral? Hasta aquel instante había visitado nueve puertos y en todos y cada uno de ellos había hecho negocio siguiendo los consejos de Baruj en cuanto a la legalidad de los mismos, y sintiéndose en todo momento atendido por los socios del barcelonés, que le informaron de lo que era más conveniente mercar teniendo en cuenta la ruta que su embarcación al mando de Jofre, su amigo y socio, iba a comenzar desde Barcelona. En cada escala tuvo buen cuidado de realizar las operaciones referidas a asegurar la nave siguiendo puntualmente las instrucciones dadas por el sabio cambista. En alguno de los puertos, y aprovechando que la nave iba a estar cargando y descargando varios días, se había desplazado al interior, abarcando de esta manera más posibilidad de negocio. En aquellos momentos navegaba hacia Ciprius.[12] Su mente le devolvía a la última vez que, sin ver a Laia, tuvo noticias de ella.
Aguardaba nervioso en la puerta de la casa de Adelaida, observando el principio de la misma, alimentando la esperanza de ver la sombra inconfundible de su amada. Súbitamente, una embozada avanzó mirando con recelo a uno y a otro lado, temerosa sin duda, de encontrarse a alguien. Al observar más detenidamente reconoció el caminar de Aixa, que acudía a la cita sin su ama. Todavía recordaba sus palabras: «Amo, mi señora no puede acudir. En casa se han torcido las cosas y creo que también a mí me vigilan. Os traigo una misiva».
La carta de Laia estaba destrozada de las veces que la había leído, de modo que la podía recitar de memoria. Una vez más la extrajo del bolsón que siempre llevaba en bandolera y se dispuso a leerla por enésima vez.
25 de agosto de 1053
Queridísimo Martí:
Éste tal vez sea mi último recado. Algo ha ocurrido que desconozco y que ha hecho que mi padrastro me haya recluido en esta cárcel que, aunque sea de oro, es para mí una mazmorra. Es por ello por lo que, con gran riesgo, os envío a Aixa para que os entregue esta misiva. Ni que deciros tengo que si es descubierta pagará muy caro su ayuda. Vais a partir y no podré despediros. Intuyo que tras todo esto que me está sucediendo, estáis vos. No me digáis cómo lo sé, pero estoy segura de que mi padrastro lleva algo entre manos. Nada os dirá porque le sois muy útil, pero le conozco bien y sé que algo bulle en su cabeza y que en el fondo os atañe.
En estos meses en que he tenido la dicha de conoceros, he sabido lo que es el amor. Mi vida os pertenece y aunque me enclaustren, la cual cosa puede suceder, nadie os arrancará de mi pecho. Si tras vuestra partida y en vuestra ausencia, mis cadenas se aflojan, será sin duda la señal de que mi intuición no yerra.
Desde cualquier sitio en el que os detengáis, enviadme noticias mediante los capitanes de los barcos que se dirijan a Barcelona. Me consta por mi padrastro que las gentes del mar son muy solidarias porque se necesitan unos a otros; vuestro criado Omar las trasladará a Aixa y ella me las entregará. Si algo malo sucede y la cadena se rompe, se detendrá en vuestro criado, que ya está al corriente, pues Aixa le ha hablado y caso de que no pueda salir de casa y acudir a la de mi vieja ama de cría Adelaida a recoger vuestras noticias, Omar sabe que no debe dar a nadie una misiva vuestra. A mi vez, si tengo ocasión, os haré saber de mí; mis noticias harán el recorrido a la inversa y os aguardarán, si ello es posible, en alguno de los puertos que toquéis en el futuro. Omar se ocupará de ello. No sufráis por mí, lo peor que me puede ocurrir es que me internen en cualquiera de los conventos que circundan Barcelona.
Veo las golondrinas y los vencejos desde mi ventana cómo levantan el vuelo y parten libres hacia donde quieren, ¿qué he hecho yo para ser menos que ellos? Si pudiera, no dudéis que tardaría en llegar a vuestro lado menos tiempo del que demoro en pensarlo.
Os aguardaré siempre, y vuestro recuerdo se alojará para descansar cada día en el nido de mi pecho.
Os ama hasta el infinito,
Laia
De nuevo Martí guardó su tesoro en la faltriquera y con paso lento se dirigió al aposento del capitán, descendió los tres peldaños que le separaban de cubierta y con los nudillos tocó a la puerta. La aguardentosa voz de Basilis respondió desde el interior de la cabina.
—¿Quién va?
—Soy yo, capitán, Martí Barbany.
Desde el primer día el viejo Manipoulos había sentido un especial afecto hacia aquel audaz joven que, pese a su temprana edad, tenía el porte y el talante de un noble caballero.
Martí escuchó cómo los pasos lentos del griego se aproximaban a la puerta y ésta se abrió. El barbudo rostro de Basilis apareció en el quicio, invitándole a entrar.
—¿Os molesto, capitán?
—En modo alguno; pasad. Los días encalmados me crispan, prefiero la mar un poco más encabritada. El trabajo a bordo es bueno para todos: los hombres no tienen tiempo de pendencias, la vela y las jarcias les requieren y de esta manera no piensan ni añoran sus casas. Daos cuenta que jamás, tras un día de barullo, debo imponer castigo alguno; en cambio cuando se relajan, al día siguiente el contramaestre ha de manejar el látigo de siete colas porque ha habido alguna cuchillada.
—De esa calma quería hablaros.
El griego invitó a Martí a tomar asiento y le ofreció, en una copa de estaño, un licor de menta destilado procedente de una de las islas perdidas de las Cícladas de la que era oriundo.
—Os escucho, Martí.
—¿Cuándo pensáis, capitán, que llegaremos a Ciprius?
Basilis se acarició el mentón con parsimonia.
—Es aventurado responder a vuestra pregunta. La mar es caprichosa como buena hembra, y cuando su amante el viento la abandona se vuelve perezosa en la añoranza y demora cuanto en ella flota. De cualquier manera os adelantaré, si mi olfato no me engaña, que estamos a punto de salir de esta calma chicha y que al anochecer, máximo a la madrugada, entrará una ventolina que nos hará despertar de este letargo.
—¿Entonces?
—Si lo que auguro se cumple, a más tardar el miércoles avistaremos la isla al amanecer por Paleaphapos y estaremos atracados frente al castillo de Famagusta, si tenemos la suerte de encontrar un fondeadero, a media tarde.
—¿Cuánto tiempo demoraréis allí?
—No os lo puedo precisar. Debo ver a individuos importantes, cuyo tiempo es escaso, en Nicosia, y esta gente no dispensa audiencias fácilmente.
—Entonces aprovecharé la estancia. Quiero llegar a las minas de cobre.
—Haréis bien en comerciar con él, es metal noble, muy demandado y de fácil transporte. Desde los tiempos de los apóstoles Pablo y Bernabé, los romanos ya lo buscaban con ahínco. Amén de que puedo daros la dirección de un tratante que anda muy metido en el negocio de metales y que desarrolla su actividad en Pelendri.
—Os quedaré sumamente agradecido. La diligencia es vital, ya que en cualquier momento pueden aparecer piratas y poner los caminos de la mar muy peligrosos.
—¿Y adónde os dirigiréis al salir de Ciprius?
—Mi siguiente parada es Malta.
—Para dirigiros ahí tendréis que buscar otro barco, yo debo partir para el puerto de Sidón, en Levante.
—Nunca os olvidaré, Basilis, y en cualquier circunstancia, sabed que en Barcelona tendréis siempre un amigo.
El griego, tomando un pergamino, un cálamo y un frasco de tinta, comenzó a escribir una carta de presentación a nombre de un chipriota, Theopanos Avidis, que vivía en los aledaños de Pelendri. Después de leerlo en voz alta a fin de que Martí tuviera constancia del escrito, enrolló el pergamino y lo selló con el marchamo de su anillo.
—Excusadme, pero debo hacerlo así. Es la única manera de que mi amigo tenga constancia de que soy yo quien os presenta.
A partir de aquel instante, los días se le hicieron eternos y el viaje interminable. Deseaba cuanto antes terminar de programar el recorrido de su nave y regresar a Barcelona para poder poner en marcha su arriesgado propósito, pero antes debería preparar el camino para que su bajel no perdiera ni un gramo de carga ni una milla de viaje. Ya fuera en guerra o en paz, no por ello se detenía el comercio: los barcos arribaban desde los puertos mediterráneos a Cataluña cargados de mercancías: sedas, brocados, arquetas de marfil y en muchas ocasiones esclavos, cuyo comercio, como muy bien sabía, estaba reservado a los judíos, y partían con herrajes, guarniciones, armaduras, paños de Tolosa y curtidos castellanos. Sin embargo, todas las noches al recogerse en su yacija, antes de que le alcanzara el sueño, le asaltaba un pálpito. Algo en su interior le decía que estaba a punto de hallar algo definitivo en su vida que le convertiría en un hombre inmensamente rico y que su destino se iba a sellar en Famagusta.