Campamento de Ramón Berenguer, noviembre de 1053
La temida excomunión papal había llegado antes de que terminara el año, y la necesidad de dar al condado un heredero era para ella más acuciante que nunca. Así que, harta de las ausencias de su marido, proyectó un viaje, para muchos descabellado.
El campamento estaba instalado en un altozano desde el que se dominaba el río Ebro. Ermengol d'Urgell había acudido a la llamada de su primo Ramón Berenguer I de Barcelona para ayudarlo en su lucha contra el califa Muhammad II de Tortosa, que se negaba a pagar las parias convenidas. Las tropas catalanas eran numerosas y los mejores y más ilustres nombres de la nobleza le acompañaban en aquella aventura que iba a ser, a la vez que rentable, una cumplida venganza contra el islam, que un año antes había invadido las tierras del Penedès y destruido la ciudad de Manresa. Un mar de tiendas se extendía desde la ribera del río hasta el altozano, y la intención del conde era llegarse hasta las murallas de Tortosa y hacer tal exhibición de hombres y de máquinas de guerra que el califa considerara que sería más rentable acordar una paz honrosa y pagar las parias que asistir impotente a la destrucción de su ciudad.
Un grupo reducido de jinetes se acercaba. La condesa Almodis, su dama de confianza Lionor y su diminuto confidente viajaban dentro de un carruaje tirado por un tronco de seis caballos con el auriga encaramado en el pescante y un postillón a horcajadas sobre el primer cuartago. Su escolta, constituida por ocho jinetes, cabalgaba rodeando al pesado carromato. La condesa, apartando la cortinilla de cuero que cubría una de las ventanillas, asomó la cabeza e interrogó al caballero cuyo estribo quedaba a la altura de la portezuela:
—Mi buen Gilbert, ¿cuánto tiempo nos queda de camino hasta llegar al campamento?
El señor d'Estruc, que tantas aventuras y sinsabores había sufrido al servicio de la condesa, había sido nombrado por Ramón Berenguer jefe de la guardia de Almodis.
—Señora, los estandartes ya se divisan. Si seguimos a este paso, antes del anochecer estaremos en el campamento.
—Decid al cochero que arree a los caballos. Quiero sorprender a mi marido antes del crepúsculo.
—Lo que ordenéis, condesa.
Almodis bajó la cortinilla y el restallar del látigo sobre las cabezas de los equinos y los gritos del auriga estimulándolos le indicaron que había sido obedecida.
El centinela de la puerta principal dio la voz reglamentaria y el oficial de guardia acudió al instante para ascender por la escalerilla hasta el puesto levantado en lo alto de la estacada y observar, desde allí, quiénes eran los miembros del grupo que se aproximaba. Apantalló sus ojos con la mano izquierda y divisó una carreta de viaje rodeada de hombres armados; afinando la vista, observó que a la altura del pescante y en la punta de la lanza de uno de los caballeros lucían los colores de la casa condal de Barcelona en dos airosos gallardetes.
Su voz resonó desde lo alto.
—¡Guardia, a formar!
Los hombres, que estaban descansando, salieron precipitadamente de sus tiendas sin tiempo de ajustar yelmos, lorigas, petos y espaldares. Al que no se le desajustaba una cosa lo hacía la otra; alguno formó con las grebas sueltas sin tiempo para fijárselas. Cuando el grupo llegaba a la entrada del campamento, el cuerpo de guardia, lanza en ristre, formaba junto a ella. El capitán de Almodis y el jefe de la tropa intercambiaron las voces reglamentarias.
—¡Ah de la guardia!
—¿Quién va?
—La condesa de Barcelona, doña Almodis de la Marca, y su escolta.
—Tengan sus mercedes el sosiego de aguardar a que cumpla con lo establecido y realice la comprobación.
Cuando el oficial se preparaba para descender de la pequeña atalaya, Almodis asomó por la ventanilla del carruaje y apuntó:
—Miradme bien y dadme asimismo la oportunidad de veros. Quiero ver el rostro del oficial que tras este agotador viaje está demorando mi encuentro con mi esposo, el conde de Barcelona.
El hombre, demudado y sin apearse de su lugar, gritó más que ordenó:
—¡Abran las puertas! ¡Que suenen los tambores y las trompetas saludar a Almodis de la Marca, condesa de Barcelona!
Siguiendo la costumbre romana y visigótica, la inmensa tienda de Ramón Berenguer, junto a la de su primo, Ermengol d'Urgell, ocupaban el centro del campamento justo en el cruce de las dos vías principales. Ambos pabellones eran redondos, con el techo cónico, pero el del conde de Barcelona tenía además, en su parte posterior, un salón cuadrado, oculto por un grueso cortinón de damasco, en el que había una antesala en cuyo centro se veía una gran mesa que servía para celebrar las reuniones con sus capitanes; un amplio biombo de cinco hojas, que ocultaba su lecho de campaña, y a un costado, un pequeño altar en el que se celebraban las victorias y se pedía ayuda celestial antes de entrar en combate.
En aquel instante, los dos primos estaban junto a sus ingenieros, que les mostraban unos pergaminos extendidos sobre la mesa en los que se detallaban máquinas de guerra y tres torres de asalto.
El sonido de las trompetas y tambores les indicó que un suceso anómalo turbaba la rutina de los tediosos días de espera.
El conde llamó a Gualbert Amat, que acudió presto a su reclamo.
—Id a ver lo que ocurre y decidme a qué se debe que se toquen honores a estas inusuales horas.
—A vuestras órdenes, señor.
Partió Amat a cumplir la diligencia y ambos primos continuaron su tarea.
El ruido del grupo visitante se adelantó al senescal, y cuando éste se asomó a la puerta principal de la tienda de su señor, se encontró con que Almodis, sin esperar siquiera a que el postillón colocara el pequeño escabel junto a la portezuela del carruaje a fin de facilitarle el descenso, ya bajaba. La dama le indicó, llevándose el índice a los labios, que guardara silencio.
La expresión de asombro del noble divirtió a la condesa.
—Mi buen Amat, os agradeceré infinitamente que me ayudéis y guardéis silencio. Vos sabéis como buen soldado que la sorpresa es la mitad de la victoria. En cambio, sí os pido que os ocupéis de mis hombres: proporcionadles descanso, alimentos y pienso para los caballos.
Un asombrado Amat, sin opción ante la reconocida autoridad de la condesa, saludó a Gilbert d'Estruc, que observaba divertido la escena desde lo alto de su silla, y se dispuso a obedecer las órdenes recibidas.
Sin oposición alguna, Almodis se introdujo en la tienda de su esposo. Antes de llegar al cortinón que separaba la sala de reuniones del resto de la estructura, se compuso el tocado ante el bruñido metal que presidía la antesala; se sacudió las ropas y ahuecó su escote hasta que el canalillo, que anunciaba el origen de sus poderosos senos, asomara provocador. Las voces que llegaban desde el interior le indicaron que el conde se hallaba completamente ajeno a la sorpresa que iba a recibir. Almodis hinchó el pecho y expiró el aire despacio. Luego, con un gesto rápido, apartó la cortina. Aunque el viaje hubiera sido mucho más fatigoso y desapacible, la expresión de asombro de su esposo y de todos los presentes le compensó con creces el esfuerzo.
Un pesado silencio se instaló entre todos; luego, como si hubieran recibido una orden, los ingenieros recogieron sus planos y todos fueron saliendo, dando por sobreentendido que la condesa no había hecho aquel largo y agitado camino para entrevistarse con ellos.
La pareja condal se quedó frente a frente.
—Amada mía, ignoro si vivo una realidad o mi ofuscada mente me está proporcionando el más hermoso y enfebrecido de los sueños.
—No soy un espejismo, esposo mío: existo.
Ramón se adelantó y tomándola en sus brazos la condujo hasta el lecho.
Cuando ya se iba a desembarazar de sus vestiduras, Almodis colocó la mano derecha sobre el pecho de su esposo y lo detuvo.
—Ahora no, Ramón —murmuró—. Hay tiempo para hablar y tiempo para hacer, y el tiempo de hacer aún no ha llegado.
—Pero…
Almodis acarició mimosa los labios de su esposo y le espetó:
—Cada cosa a su tiempo. Habéis venido a algo, ¿no es cierto? Si me queréis a mí, traedme las parias de Tortosa, y esa misma noche seré vuestra como nunca lo haya sido hasta ahora.