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Despedidas

Se acercaba el día de su partida, y Martí, como última misión, se impuso el deber de despedirse de su madre. Tomó el mejor de sus caballos, al que colocó unas alforjas llenas de aquellos presentes que sabía iban a agradar a los suyos, y partió hacia la masía. Hizo el camino en cuatro jornadas, y en cada una su cabalgadura cubrió ocho leguas. Al distinguir el predio desde el altozano sintió que su alma se expandía de gozo y sintió que había cumplido como hijo la recomendación que en su testamento le había encomendado su padre. Lo que había sido tierra casi yerma ahora era un floreciente campo y la finca por todas partes denotaba actividad. Varias eran las familias que ahora trabajaban para su madre. La compra de una finca colindante, muy rica en agua, había mejorado la condición de las tierras y la campiña era una sinfonía de colores. Nada más verlo, Sultán, que lo reconoció al punto, se precipitó a su encuentro y con sus alegres ladridos alertó a todos que el jinete que bajaba desde la colina era el joven amo. Las gentes salieron al camino y su madre, avisada, asomó a la puerta de la masía secándose las manos con un trapo. Mediante un seco golpe de talones, espoleó los ijares del noble corcel y de un corto galope se plantó Martí en medio de la era; saltó de la cabalgadura y antes de pensarlo estaba ciñendo el ligero cuerpo de su madre en un apretado abrazo.

Los saludos, los parabienes y la gratitud de las buenas gentes se hicieron patente al momento. Los viejos servidores, Mateu y Tomasa, presumían ante los nuevos aparceros de la confianza con el amo y éstos se hacían lenguas de los progresos de las tierras y de la bendición que había representado la abundancia de agua. Luego, ya calmados los ímpetus y acomodados ante lo que había sido una surtida mesa, Emma y Martí se quedaron a solas.

—Entonces, hijo mío —dijo la mujer en tono preocupado—, te vas muy lejos.

—Adonde me lleve el destino: quiero conocer el mundo en que vivo como vos conocéis la era de esta casa.

Emma no consiguió disimular una sonrisa.

—Desde niño, siempre tuviste esta idea en la cabeza.

La mujer se pasó la mano por la frente como quien espanta un mal augurio y cambió de tema.

—Basilia se casó y ya es madre. La semana pasada nos vimos en la feria de Besalú.

Martí cambió de tema para informarse. Un leve recuerdo como de algo vivido hacía muchísimo tiempo asaltó su memoria.

—¿Hasta allí fuisteis, madre?

—Se pagan mejores precios que en los mercados, y las ferias son más seguras y duran varios días.

—¿La visteis feliz?

—Eso parece.

—Me alegro, nunca se olvidan esos recuerdos de niñez. El amor es otra cosa.

—¿Lo has experimentado?

—Es posible.

—¿Puedo saber quién es la escogida?

—Todavía no. Cada cosa a su tiempo.

—Pero, sin embargo, partes para un largo viaje.

—Eso no es obstáculo, madre. El tiempo y la distancia lo ponen a prueba. Es como el fuego y el viento; si la hoguera es pequeña la apaga y si es firme la aviva, lo mismo ocurre con el amor.

—Yo no pienso igual. El amor es algo que hace que dos personas quieran estar juntas pase lo que pase. Si prefieres partir a permanecer junto a la persona amada es que tu amor no es suficientemente fuerte.

—Madre, hasta que no desterréis la amargura que anida en vuestro pecho, no seréis feliz.

—Fueron muchos los años que estuve sola y yo dejé, en mal momento, todo por tu padre.

—Gracias a él puedo ayudaros ahora, como lo hago.

—Hubiera preferido pasar estrecheces y tenerlo siempre a mi lado como cualquier mujer.

Martí no quiso insistir. Siempre que se rozaba el tema de su padre acababa discutiendo con su madre y no era ni el día ni el momento oportuno.

Pasaron la jornada juntos, viendo las mejoras hechas mediante los envíos de dinero que Martí había realizado. Al día siguiente después del almuerzo, partió para Barcelona con un amargo regusto en los labios y la sensación de que aquella despedida era por mucho tiempo.

—Explicadme, amigo mío, a qué se debe vuestra expresión de gozo —decía el arcediano Llobet a Martí, que había ido a despedirse del sacerdote al regresar a Barcelona.

—Me conocéis demasiado bien, no puedo ocultaros nada. Eudald, me he enamorado de la criatura más hermosa que han visto mis ojos. Y ella me corresponde.

El hombre de Dios lo miró con sorna.

—¿Y quién es aquella afortunada dama que preside vuestros sueños?

—Laia, la hija del consejero Montcusí.

—¡Ay, amigo mío! Conozco bien al consejero y me consta que jamás consentirá en que un advenedizo le quite a la niña de sus ojos. Creedme, partid para vuestro viaje y comprobaréis que el tiempo y la distancia harán que veáis las cosas desde otra perspectiva. Dejad todo como está y no tentéis a la fortuna que hasta ahora os ha acompañado.

—Me pedís un imposible. Mis sentimientos son firmes, así que mis propósitos también lo son —zanjó Martí con enojo y se marchó.

Por fin llegó el día en que Martí se vio preparado para abordar su reto.

La nave estaba prácticamente acabada, y ya puesta en el mar aguardaba a que los diversos oficiales remataran aquellas funciones que requerían que el casco estuviera ya a flote. Había conversado con Jofre sobre el tiempo que iba a mediar desde el momento que conociera la carga que habría de alojar en su nave y el instante de levar anclas. Jofre establecería el rumbo en cuanto supiera los puertos que debería tocar según los planes que determinara Martí durante su periplo. Ya acordados todos los detalles, fijaron un plan para comunicarse a través de mensajes que Martí iría enviando por medio de capitanes amigos de Jofre con los que establecería contacto al llegar a los diferentes puertos.

Tras todo esto, únicamente faltaba despedirse de Laia, hallar un barco que se ajustara a sus deseos y que navegara en cabotaje. Jofre, que conocía a todos los marinos que surcaban el Mediterráneo, halló el que convenía. Era una nave de aspecto muy marinero que debería de andar como el viento. Se dedicaba al transporte de pequeñas mercancías que requerían un traslado rápido y eficaz. Su carga era escasa y la bodega estaba ocupada únicamente por velas de repuesto. Su capitán era un griego, viejo lobo de mar, de aspecto algo simiesco, cuadrado como un barril y patizambo, cuyos pies se agarraban a la tablazón de la cubierta cual ventosas de cefalópodo y que olía las tempestades horas antes de que estallaran. Había surcado a lo largo de su vida todos los mares conocidos. Basilis Manipoulos era su nombre, y el Stella Maris, su barco. El 1 de septiembre de 1053 zarparían de Barcelona.