40
Florinda la Ciega

Dos sombras arribaron junto a la puerta que guardaba Oleguer. El centinela, lanza en ristre y adarga colgada a la espalda mediante el tiracol, paseaba nervioso arriba y abajo por el corto pasillo. La sombra menuda se le acercó en tanto la más alta quedaba a prudente distancia. El diálogo se hizo susurrante.

—Aquí estamos. Concluyamos nuestro negocio.

—¿Habéis traído lo pactado?

La diminuta sombra echó mano a la faltriquera que ocultaba bajo la capa y extrajo de ella el precio acordado.

—Aquí lo tenéis, podéis contarlo.

El centinela tomó en sus manos el saquito de piel, y tras sopesarlo, desató la tira de cuero que ceñía la embocadura y acercándose al fanal que tenía en la garita, contó los dineros.

—He hecho el negocio de Pedro con las cabras; si tuviera cabeza debería deshacer el trato.

—Entonces perderíais la cabeza que decís no tener. Si me falláis en esto juro que no cejaré hasta acabar con vos.

El otro pareció repensarlo.

—Bien está lo que está bien. Yo soy cabal y cuando doy mi palabra, acostumbro a cumplirla.

El enano parecía aliviado, ya que el compromiso en que le metía el otro, caso de fallar el invento, era de órdago.

La sombra más alta aguardaba aparte el fin de las negociaciones.

—Concretemos, Oleguer. Cuando volváis a entrar de guardia colocaréis en la puerta de la muralla que os corresponda un pañuelo rojo.

—Aquí lo tengo. —El centinela, del bolsillo interior de la casaca que cubría su loriga, sacó un trapo y se lo mostró a Delfín.

—Y vos antes de entrar me entregaréis la segunda parte del pago.

—Así lo acordamos y así será.

Tras estos prolegómenos, el centinela retiró la tranca de la reforzada puertecilla y se hizo a un lado para que la sombra más retirada saliera al callejón seguida de Delfín.

Barcelona era una ciudad paupérrimamente iluminada y las gentes de mal vivir aprovechaban el crepúsculo para sorprender a los incautos viandantes que osaban asomarse a las calles a aquellas horas para desvalijar sus bolsas y esquilmar sus caudales.

—Señora, en cuanto lleguemos a los arrabales pondremos en marcha mi idea.

La voz de Almodis sonó ronca tras el embozo.

—Haz lo que quieras, pero avía. Y no seas tan timorato, que las sombras no muerden.

—Ama, más vale prevenir que curar. Los cementerios están llenos de temerarios, que no de prudentes, y yo no tengo ningún interés en adelantar mi cita con la parca.

La condesa y su enano caminaban con paso acelerado procurando confundirse entre los salientes de la muralla y los soportes de los arcos de las plazas. Embozados como estaban, la desigual pareja era asimismo evitada, ya que nadie a aquellas horas inspiraba confianza.

Pronto abandonaron las cercanías del palacio; pasaron por delante de Sant Jaume y, bordeando el Call, llegaron al Castellnou. Al llegar a este punto, Delfín extrajo de su bolsa una carraca y comenzó a caminar delante de Almodis, haciéndola sonar. A partir de la hora de vísperas se autorizaba el desplazamiento por ciertos sectores de la urbe a todo aquel que padeciera una enfermedad infecciosa a condición que delante llevara a un criado, pariente o amigo, haciendo sonar una carraca de hueso o madera. En tales circunstancias se abría, ante los desgraciados enfermos un círculo de miedo y de aprensión de tal manera que podían atravesar las calles al igual que un cuchillo caliente se abre paso en la manteca y hasta el punto que, caso de encontrarse a la ronda de alguaciles, éstos se hacían a un lado prudentemente por miedo al contagio. La lepra o la peste causaban más espanto que las turbas moriscas que acechaban tras el Ebro. De esta guisa atravesaron la puerta.

La Venta del Cojo tenía un herrumbroso cartel de madera carcomida en el que se leía el nombre del establecimiento, alumbrado por la raquítica luz que emitía un tronado fanal. Las voces de los ruidosos parroquianos, unos ya beodos y otros a punto de estarlo, se oían desde el exterior. Un inusual escalofrío sacudió la espalda de Almodis, cosa que intuyó Delfín.

—Señora, si os da reparo lo dejamos.

—Si buscas una excusa para huir, no cuentes conmigo. Soy la misma que cortó el cuello a un pirata y tú el mismo que se ocultó en un barril de arenques, o sea que adelante y no andes con juegos, que cada uno sabemos quién es cada quien.

El enano supo que la suerte estaba echada y decidió mostrarse a la altura de las circunstancias. Empujando la batiente puerta dio un paso al frente y se introdujo, seguido de Almodis, en el figón. Al traspasar la puerta el alboroto se hizo insoportable. Las gentes alzaban la voz para entenderse e inclusive se lanzaban pullas y mofas de mesa a mesa. Algún parroquiano era disuadido del intento de agresión por la acción decidida del patrón, que no estaba dispuesto a que le arruinaran el establecimiento. La entrada de los dos embozados personajes ocasionó un momentáneo silencio que alertó al cojo, que se giró al instante. El hombre, al que su cuñada había anunciado la visita, reaccionó al punto, y presuroso y servil, se llegó a la desigual pareja.

—Señores, si tenéis la bondad de seguirme os conduciré a lugar menos ruidoso y más propio. Mi establecimiento goza de reservados dignos de gentes de calidad.

El hombre, dándose media vuelta, les indicó con el gesto que fueran tras él. Almodis y Delfín así lo hicieron, yendo tras el peculiar personaje que iba abriendo camino entre las mesas de la achispada clientela, caminando con un original escorzo que recordaba la andadura de un bajel en medio de un fuerte temporal.

A la trastienda de la Venta del Cojo se llegaba descendiendo una breve escalerilla de tan sólo tres peldaños. Florinda cuidaba muy mucho la puesta en escena y procuraba que el visitante estuviera en la luz, de manera que una hilera de velones iluminara el pasillo que conducía hasta el fondo, en tanto que ella permanecía en la penumbra y de esta manera solemnizaba el encuentro y ganaba en importancia ante el visitante. Su fina intuición y su agudo oído le dijeron que la pareja que conducía su cuñado era singular y, pese a su dilatada experiencia, eso no la dejó indiferente. El típico caminar del marido de su hermana le era de sobra conocido; el que había ajustado con ella era sin duda un bulto pequeño, pues oía por separado sus menudos pasos; en cambio le sorprendió la zancada segura y el aplomo que denotaba la otra presencia. El cojo, al llegar a la mesa hizo las presentaciones.

—Florinda, éstas son las nobles personas que han requerido tus servicios. Yo me retiro. —Y, dirigiéndose a la pareja, añadió—: Si algo falta a vuestras mercedes que yo pueda servir, no tenéis más que decirlo.

En tanto Delfín respondía negando cualquier necesidad, la sombra embozada ya había tomado asiento en uno de los dos desvencijados bancos situados frente a la mesa de la mediadora, y lo había hecho al desgaire, como si aquella covachuela fuera realmente su casa.

Florinda escuchó el crujir doliente del asiento e intuyó que aquella noche su tarea iba a ser asaz complicada, ya que no podía contar con la temerosa reverencia que mostraban, por lo general, las gentes que acudían a su consulta.

La curandera habló.

—Tengo por costumbre ver el rostro de mis solicitantes y si no os molesta me gustaría ver el vuestro.

—Me han dicho que eres ciega. Un velo pálido cubre tus ojos.

—Percibo sombras, pero mis dedos se conforman con palpar el óvalo del rostro de mis visitantes. Os asombrará saber con cuánta exactitud os podré describir después de hacerlo.

Delfín, en tanto tomaba asiento, se disponía a intervenir. La condesa no le dio tiempo.

—Yo soy la que he contratado tus servicios y desde luego también decidiré cómo se lleva a cabo este negocio.

La mujer se desconcertó un punto.

—Señora, es vital para mí saber con quién trato.

—Pues para mí es vital lo contrario. De cualquier manera, voy a quitarme el embozo: el calor de esta covachuela es insoportable. Pero no podrás tocarme.

—Entonces, mal podré auxiliaros.

—Buena mujer, de mi persona nada más vas a ver. Si no te interesa la bolsa de oro que recibirás si quedo contenta, dilo ahora y abreviemos la visita.

Florinda entrevió que el hermoso asunto se desvanecía y su espíritu mezquino pudo más que la honrilla de llevar el asunto como tenía por costumbre. De cualquier manera tuvo la certeza de que aquella mujer era alguien muy importante.

Se oyó a sí misma responder:

—Sea, de momento es suficiente. Vayamos al avío que os ha traído hasta aquí, pero tened en cuenta que al no permitirme tocaros, os tendré que importunar preguntándoos muchas más cosas de las que tengo por costumbre y que vuestro físico me revelaría.

—No pases fatiga por ello. Estoy dispuesta.

—Entonces vayamos al grano. Describidme todo lo referente a vuestro actual estado y a vuestros deseos.

Almodis entendió que no debía andarse por las ramas y propuso de frente su negocio.

—Veamos, soy una mujer casada de una edad en la que la maternidad es algo complicada y diría yo que hasta fortuita. Necesito tener un hijo que asegure mi vejez. Si no lo consigo, la herencia de mi esposo pasará íntegramente al primogénito de su primera mujer y me quedaré en la pobreza. Por ello es necesario que me quede en estado de buena esperanza… Además, ése no es mi único problema.

—Vayamos por partes, pero hablad como si estuvierais en un confesonario. Debo conocer todos los hechos para poder atacar el problema en todos sus perfiles. Hay cosas que afectan al espíritu y otras que se pueden arreglar de forma más material, y si debo atender a todas las facetas, como comprenderéis, debo conocerlas. Procedamos. En primer lugar comencemos por vos. ¿La rosa roja ya os ha abandonado o todavía os mancha?

—Viene y se va irregularmente. Este mes, por ejemplo, aún no ha acudido.

—¿Habéis tenido otros hijos?

—En mi anterior matrimonio sí los tuve.

—Entiendo que vuestro marido, según me decís, también ha sido padre.

—Así es.

—¿Cada cuándo hacéis ayuntamiento carnal?

—Mi esposo viaja con frecuencia. No siempre está a mi lado.

—Perdonad la pregunta: ¿en la coyunda os ponéis debajo?

Delfín interrumpió horrorizado.

—Señora, ¿queréis que aguarde afuera?

Florinda respondió:

—Quizá fuera mejor, tal vez así de esta manera responderíais a mis preguntas, que todavía han de ser más íntimas, más aliviada.

—Me es indiferente: este enano es como mi sombra, a veces mis damas lo expulsan de mis habitaciones cuando me baño y yo ni siquiera me he dado cuenta de que se halla presente.

La respuesta de la condesa confirmó a Florinda que la consultante era dama de preclaro linaje y que había acudido a su consulta de tapadillo por miedo a ser reconocida. Este último descubrimiento la estimuló a ser todavía más precavida.

—De cualquier manera considero que sería mejor que estemos solas vos y yo.

—Que así sea, si así te place.

Delfín tomó sus prendas y antes de salir, aclaró:

—Señora, os aguardaré junto a la escalera. Si algo queréis de mí, estaré al alcance de vuestra voz.

Y sin más salió de la estancia.

—Prosigamos, señora. Aclaradme lo de vuestra postura.

—Provengo de la Septimania. Mi patria es otra, mucho más adelantada en costumbres. Conocí a mi esposo en uno de los viajes que como comerciante estaba realizando: ambos éramos viudos y decidimos unirnos en matrimonio.

—Esto no aclara nada de lo que os pregunto.

—A ello iba. Las costumbres de mi país han sido desde siempre mucho más liberales, los Pirineos son mucho más que una mera frontera natural. De manera que cuando lo conocí íntimamente me di cuenta de que un estudiante de Carcasona o de Tolosa tenía más experiencia sexual que mi esposo. En resumen, he tenido que enseñarle casi todo.

—Eso no es malo, pero no llegáis al fondo de lo que me interesa.

Almodis prosiguió.

—Mi esposo yace frecuentemente conmigo pero no se demora en el acto.

—Os he preguntado algo importante para mí y no me respondéis.

—Cuando lo conocí la coyunda era harto monótona. Tuve que esmerarme para darle variación y debo añadir que fue alumno aplicado.

—Señora, voy a ser clara, ¿yacéis debajo de él o lo montáis, o tal vez copuláis como los canes?

Almodis enrojeció a su pesar. La voz de la vidente la colmó de asombro.

—No os arreboléis, señora, estamos solas y a nadie importa lo que comadrean dos mujeres.

—Él iba al acto directamente y se saltaba los protocolos del amor. Una pareja debe saber contenerse mientras juega y mi esposo no conoce lo que ello representa para una hembra.

—Entiendo que os posee sin más y no os aguarda.

—Eso he querido decir.

La ciega meditó un buen rato y Almodis aguardó paciente su respuesta.

Florinda habló.

—Tres problemas tenemos: en primer lugar conocer si la tierra donde se realiza la siembra es buena todavía o ha estado demasiado tiempo en barbecho, eso os atañe a vos. Luego conocer si la semilla del sembrador es fértil, y finalmente si la siembra se hace en la estación y con los medios oportunos.

Las dos mujeres hablaron largamente.

—Y hete aquí que llegamos a varias conclusiones. En primer lugar, deberéis yacer con vuestro esposo toda una noche, en el primer plenilunio a los veintiún días de haber terminado vuestro período. Deberéis vaciarlo dos veces sin yacer debajo, para que la tercera sea más lenta, ya que al ser más reposada tendrá más arraigo y fundamento, para lo cual os facultaré una pócima que emplearéis según las instrucciones que os daré. Para ello deberéis estar sola; os será fácil: los hombres, en según qué situaciones, creen lo que cualquier mujer les diga, y finalmente él y vos, antes de trabar el tercer ayuntamiento, tomaréis un bebedizo que tiene efectos afrodisíacos y estimulantes para la fecundación. En esa tercera coyunda, yaceréis debajo y con vuestras piernas abrazaréis su torso a la altura de sus caderas, apretándolo contra vos. Si todo esto hacéis tenéis muchas probabilidades de volver a ser madre. Si no funciona, será inútil obrar, ya que cuando la natura se obstina nada hay que hacer.

La mujer se alzó de su asiento y con una seguridad impropia de una persona ciega se dirigió al fondo de la estancia, donde ante unos anaqueles llenos de frascos y damajuanas se hallaba una mesa en la que se veían redomas y alambiques. La invidente trajinó un buen rato calentando mezclas en un hornillo alimentado por pequeños carboncillos, mientras sus labios pronunciaban extraños sortilegios. Después destripó un pescado cuyo fuerte olor se propagó por la estancia, y extrajo de entre sus vísceras las huevas, que machacó junto con hierbas de diferentes potes: apio, semilla de nuez moscada, dátiles, clavo, trufa, ajos y aceite de lino, hasta macerarlo en un mortero, y tras hacer una pomada lo colocó en un pequeño recipiente que selló con un tapón de cera y lacre derretido; luego, tomando otros productos elaboró un bebedizo que envasó de igual manera. Cuando hubo acabado regresó junto a Almodis, que asistía impertérrita a sus manejos, llevando en sus manos dos pequeños tarros.

—Hete aquí lo que deberéis hacer. Visitaréis a vuestro esposo donde mejor os convenga. Sin embargo, os negaréis a yacer con él durante varios días con sus noches hasta encelarlo al máximo. Le pondréis alguna excusa y le señalaréis un requisito, de modo que él conozca el premio que va a tener el día que cumpla la condición. Llegado este día ayuntaréis con él tres veces: las dos primeras sin yacer debajo, como os he indicado; después de la segunda alegaréis una excusa y haréis un alto. En él le ofreceréis la pócima que os entrego a base de vino dulce en el que he disuelto azafrán, albahaca, cilantro, enebro y apionabo, y le aseguraréis que el bebedizo aumentará su gozo. Vos os retiraréis y en la intimidad untaréis vuestro interior con el ungüento de este otro pote, no os equivoquéis Cuando regreséis a su lado oleréis más a hembra que nunca y su olfato lo acusará cuando os penetre por tercera vez. Ya antes os he explicado el cómo, y cuando comience a actuar como un ariete, también actuará la mezcla con la que os habréis untado la entrepierna y cuanto más empuje más se impregnará. Su polución será más lenta pero más intensa y no debéis permitir que ni una gota caiga fuera del recipiente que la natura dio a la mujer. ¿Me habéis comprendido?

Almodis, tras depositar sobre la mesa de Florinda una bolsa repleta de dineros y prometerle que, si sus consejas, untos y bebedizos obraban, recibiría otro tanto, se embozó de nuevo en su capa y partió seguida de Delfín, que tras ella iba haciendo sonar la carraca de hueso en una mano en tanto que en la otra portaba un saquito con las fórmulas que la invidente había fabricado para Almodis.