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Los consejos de Benvenist

La fiebre que acometió a Martí para iniciar su viaje tras el encuentro con Laia fue un tormento. Se pasó el verano yendo y viniendo de las viñas de Magòria a sus molinos, de éstos a su almacén intramuros y de allí a las atarazanas vigilando la puesta a punto de su bajel, para acabar cada noche en la casa de Baruj recabando información de mil detalles fundamentales si quería llevar a buen puerto sus empeños. El cambista era un pozo sin fondo de conocimientos y Martí sabía que su experiencia iba a resultar vital para llevar a cabo sus propósitos. Durante esos meses de actividad febril, y gracias a la colaboración de Aixa, mantuvo varios encuentros con Laia en la casa de su vieja aya en los que su incipiente amor fue afianzándose poco a poco.

Aquella noche estaba Martí sentado en el jardín del cambista, bajo el frondoso castaño, ante dos copas del excelente caldo que guardaba Baruj en su bodega, y asaeteaba a preguntas a su interlocutor, bebiendo de sus palabras y tomando buena nota de sus consejos.

Rivká, la esposa de Baruj, iba y venía trasegando una frasca de fino cristal, rellenado las copas; al otro lado de la puerta, una oculta Ruth aprovechaba la ocasión para escuchar lo que su padre conversaba con aquel amable y apuesto joven.

Benvenist hablaba en aquel instante.

—En primer lugar quiero deciros que según mis cuentas os podéis considerar un hombre rico. Muchos de los que se acercan al conde presumiendo de caudales, no tienen la liquidez de que gozáis vos.

—En vos tengo depositada toda mi confianza. Mi oficio es el trabajo, tal como me indicó que hiciera mi padre en su testamento, y la tranquilidad que representa saber que vos guardáis mi hacienda hace que me pueda dedicar plenamente a mi cometido, pero, os lo ruego, proseguid con la información que os demando.

—Veréis, Martí, no toda mercancía es de libre tránsito. Hay cosas que se pueden exportar a una ciudad o a un reino y en cambio llevarlas a otro está totalmente prohibido.

—Y ¿de qué depende?

—De muchas circunstancias, como si se está en guerra con algún aliado de los condados de Barcelona, Gerona y Osona; si esta exportación puede llegar a significar una futura competencia o meramente si a algún gran comerciante no le parece oportuno.

—Y lo que embarque en un puerto, ¿quién deberá controlarlo?

—Deberéis someteros a las leyes de cada reino visitado, y en ese punto radicará el gran beneficio de vuestra singladura, ya que lo que prohíbe Barcelona lo autoriza Génova, y lo que ésta obsta, conviene a Venecia o a Constantinopla. La mercancía de cada viaje es competencia del puerto donde se carga y, por ende, del condado, ciudad o reino donde éste se halle. Vuestra responsabilidad será debida a cada uno de dichos puertos, de manera que por encima de la pericia del capitán de la nave, que el viaje sea un éxito o un fracaso dependerá de la habilidad comercial del armador, en este caso de vos.

—¿Y si durante la planificación del viaje surgiera la ocasión de mercar algo cuyo transporte no figurara en ninguna relación de cosas prohibidas? ¿Qué es lo que debo hacer?

—Declararlo a su desembarque. Nada os podrán objetar ni os podrán aplicar sanción alguna.

—Y ¿cómo puedo yo valorar una nueva mercancía para asegurarla según nuestro trato si al ser nueva desconozco sus peculiaridades y el peligro de su transporte?

—No os apuréis por ello. En cada puerto al que arribéis hallaréis a personas de nuestra nación, que ponderarán el riesgo y el coste de la mercancía que queráis embarcar; en cualquier caso nosotros avalaremos su decisión y la palabra empeñada. Lo que ellos determinen será ley para nosotros.

—Otra cosa me inquieta, maestro.

—No me llaméis así. Los conocimientos que os puedo transmitir son más fruto de la experiencia de los años que del estudio. Pero, decidme, ¿qué duda os asalta?

—Veréis, ¿cómo me entenderé para poder llevar a cabo mis transacciones?

—Allá donde vayáis, los nuestros os proporcionarán un truchimán, pero para desempeñaros en el tráfico normal de cada día, con vuestro latín os sobra. En todos los pueblos del Mediterráneo donde Roma impuso su presencia se habla un latín más o menos adecuado a cada uno de ellos. Conociendo el de estos pagos, entenderéis todos los demás.

Las preguntas con las que Martí atosigaba a su amigo eran múltiples y referidas a mil situaciones y lugares, y las respuestas del mismo abarcaban todos los campos.

—Perdonad mi insistencia y el abuso que hago de vuestra persona —le decía Martí, cuyo afán por saber no parecía tener fin.

—No tengáis reparo alguno. De alguna manera los nuestros van a ser vuestros socios. Y ahora, si me excusáis un instante, mi vejiga no admite espera, es algo que con los años se torna en vergonzante esclavitud de la que no escapan ricos ni pobres, ni condes ni mendigos.

—Por favor, Baruj, estáis en vuestra casa y yo no soy más que una molestia que vuestro cálido verbo atonta hasta el punto que se me pasa el tiempo sin tener en cuenta que las más elementales reglas de cortesía señalan que un huésped no debe jamás demorar su partida cuando el sol se ha puesto.

El cambista se levantó y, tras asegurar a su joven invitado que nada le causaba más placer que sus visitas, partió a aliviarse.

Apenas lo había hecho cuando Ruth entró en la estancia y, a pesar de la severa mirada que le dirigió su madre, se acercó a Martí y le ofreció otra ronda del dorado líquido de su frasca.

—Me ha parecido oír que partís para un largo viaje —dijo la muchacha, como si no hubiera oído los mil detalles de éste.

—Así es. Me he metido en un negocio que me es desconocido y he de poner mi empeño para dominarlo. Por eso necesito del buen consejo de tu padre para mejor llevar a cabo mi propósito.

—¿Os vais muy lejos?

—Tan lejos como el tiempo y las circunstancias de la mar me permitan.

—Qué envidia me dais —dijo la niña, entrecerrando los ojos—: conoceréis mundo y viviréis experiencias que enriquecerán vuestros recuerdos. Si vuelvo a nacer quiero ser hombre. La vida de una muchacha judía es aburrida y monótona. Depende además de la voluntad de su padre y del capricho del destino que le aporte un buen marido o un viejo.

Rivká fue a intervenir, pero Martí se le adelantó.

—No creo yo que tu padre te imponga a alguien que no sea de tu agrado. Tienes la suerte de ser la hija de un hombre excepcional y muy condescendiente.

En ese momento, se oyó un estrépito en la cocina y Rivká, no sin lanzar antes una mirada de advertencia, de la que Ruth fingió no darse cuenta, fue a ver qué había sucedido.

—Podéis tener razón, pero sé que si me enamorara de un cristiano jamás daría su consentimiento —dijo la chica, ahora que ninguno de sus progenitores estaba delante.

—Pero lo normal es que te atraiga más un joven de tu religión que tenga tus mismas costumbres en vez de otro que sea ajeno a ellas; además, seguro que conocerás a más judíos que a gentiles.

—No es condición segura —dijo la niña, con un mohín—. Por ejemplo, os he conocido a vos que frecuentáis esta casa y que sois grato a los ojos de mi padre.

A Martí la naturalidad de la muchacha le amilanaba y conseguía ponerlo nervioso.

—Eres una niña adorable y de infinitas cualidades, pero has aludido anteriormente a la posibilidad de casarte con un viejo, y no quisiera añadir al problema que representa mi religión el agravante de mi avanzada edad comparada con tus jóvenes años.

—Yo nunca diría que sois viejo.

Martí ya no sabía qué argumentar ante la intrepidez de la audaz jovencita cuando la voz de Baruj le sacó del apuro.

—Ruth. ¿Qué es lo que haces, molestando a nuestro huésped?

—Nada, padre mío. Me estaba explicando el maravilloso viaje que va a emprender y yo le atendía gustosamente para intentar paliar el tedio de vuestra ausencia, pero ya me voy. ¿De verdad que no deseáis que vuelva a llenar vuestra copa? —anunció ofreciendo la frasca.

—Nuestro huésped no quiere nada más y yo lo único que deseo es que te retires —argumentó el judío.

La muchacha se retiró tras un gracioso saludo.

—Perdonadla, es muy joven, tiene la cabeza llena de pájaros y no conoce todavía la medida de las cosas.

—Es una encantadora criatura y no deberéis pasar el menor inconveniente para encontrarle el apropiado marido.

—Mucho me temo que de las tres hijas que tengo, ésta va a ser la que me cause mayores contratiempos al respecto de casarla con quien convenga. La mayor contraerá matrimonio el próximo año con un muchacho de Besalú de inmejorables informes cuyo padre regenta el negocio de los baños; a la segunda la casaré con el hijo mayor del rabino Shemuel Melamed, con quien ya he acordado la boda, pero temo que esta pequeña rechazará a cualquier hombre que le propongamos yo o su madre. Y estoy seguro de que, si éste no es de su agrado, ella acabará saliéndose con la suya.