Barcelona, otoño de 1052
La nave había ya rebasado lluro y enfilaba el último tramo de su viaje. El bajel navegaba lentamente debido a la sobrecarga y que llevaba amarrada a su popa una de las dos chalupas arrebatada a los asaltantes. En la otra habían huido los que habían podido escapar del descalabro. La marinería trabajaba a destajo para habilitar todo el aparejo posible dentro de la precariedad de la nave, y ésta avanzaba impulsada por los remos de los galeotes y por todo el trapo que pudieran aguantar los mástiles. La condesa Almodis iba instalada a proa, inmóvil, sus cabellos rojos al viento, y oteando el horizonte, como si fuera el mascarón de la nave.
Ramón Berenguer, conde de Barcelona, medía con sus pasos la playa frente a la puerta de Regomir, intentando distraer la espera, consciente, por las señales de fuego y humo, de que La Valerosa se acercaba al final de su viaje. Un caballero arribó galopando por la playa a lomos de un veloz corcel cuyos hollares estaban blancos de espuma. Llegado a su altura y sin aguardar que el noble animal detuviera totalmente su paso, saltó junto al conde y le entregó un escrito que portaba en un tubo de cuero que llevaba en bandolera.
—Mi señor, éste ha sido el último parte.
Ramón Berenguer detuvo su paso al igual que lo hicieron los hombres de su escolta, desplegó nervioso el escrito y comenzó a leer para sí:
Avistada La Valerosa a la altura de Arenys, andadura aproximada cinco nudos. La nave viene herida y parece tener alguna dificultad, pero navega por medios propios. A la actual estopada y si el viento no rola, puede estar en Barcelona al atardecer, sobre la hora de vísperas.
La mirada de Ramón repasó de nuevo el escrito y dirigiéndose al veguer, Olderich de Pellicer, exclamó:
—Si todo continúa igual y el viento no calma, llegarán al final del día. Iniciad el plan previsto. Cuando la nave tire el hierro, quiero estar a su lado.
—Recordad, señor, que el obispo Odó de Montcada y el notario mayor Guillem de Valderribes, que han anunciado su presencia, aún no han llegado a la playa.
—Como comprenderéis, Olderich, después de las tribulaciones y duelos que me ha ocasionado este lance, no voy a demorar el encuentro con mi dama porque el obispo, y sospecho que no por casualidad, haya retrasado su presencia. Sé que no debo inmiscuirme en sus cosas y que Roma es la que manda sobre él, pero tampoco él tiene derecho alguno a entrometerse en mis asuntos ni a juzgar mis actos.
—¿Y el notario mayor que ha de dar fe del encuentro? ¿Qué me decís?
—Tenía mis órdenes, y en caso de no llegar a tiempo le acusaré de desacato. Es un súbdito como otro y, aunque distinguido, se halla bajo mi autoridad. Cumplid pues vuestro cometido.
Olderich se separó del conde y se dirigió diligentemente al encuentro del contramaestre de la playa que, junto a la falúa condal, que flotaba mansamente a escasa distancia de la arena, aguardaba las órdenes pertinentes.
Era ésta una embarcación de treinta pies, pintada de azul y plata, servida por doce pares de remos, con la caña del timón a popa y algo alzada, que mostraba a la altura del través y a media eslora una cabina regia forrada con panes de oro, en la que se podían acomodar hasta ocho personas, cómodamente instaladas en regios asientos tapizados de damasco granate y amarillo, los colores del condado de Barcelona. Los bateleros, vistiendo túnicas cortas con los colores de los Berenguer y calzones azules, aguardaban inmóviles en sus respectivos bancos a que el conde y sus distinguidos acompañantes tuvieran a bien subir a bordo. En la orilla misma, y con las calzas arremangadas hasta media pierna, aguardaban los porteadores de las angarillas que por parejas conducirían a los nobles señores hasta la falúa a fin de que no se mojaran los pies.
En ello estaban cuando un grito de júbilo escapó de las gargantas de los presentes cuando la silueta de La Valerosa asomó en el horizonte.
Aguardaron un buen rato antes de embarcar.
Realizada la embarazosa maniobra de subir a todo el cortejo en la falúa, los bateleros introdujeron sus remos en la mar y, al ritmo que marcaba el timonel, comenzaron a bogar hacia la boya flotante pintada con los colores condales que mediante una cadena estaba sujeta a una gran piedra que permanecía fija sobre el fondo arenoso. Cuando la falúa llegó al punto de encuentro, la galera estaba echando ya el hierro al fondo. Las embarcaciones quedaron abarloadas y desde la cubierta de la galera lanzaron una escalerilla de cuerda que se deslizó hasta el guardamancebos de la pequeña embarcación. Sin tener en cuenta el protocolo, el conde Ramón Berenguer I de Barcelona se precipitó enloquecido hacia el primer travesaño sin esperar a que un caballero de su escolta sujetara la culebreante escalerilla. Tras él fueron todos los demás. Al llegar a bordo, los caballeros que tantas penalidades habían sufrido por cumplir con su deber de vasallaje dedicaron a su señor una calurosa ovación; los abrazos y los parabienes entre la escolta del conde, que iba ascendiendo desde la falúa, y los recién llegados fueron interminables y efusivos. Gilbert d'Estruc, Perelló Alemany, Bernat de Gurb, Guerau de Cabrera, Guillem de Muntanyola y Guillem d'Oló fueron literalmente estrujados por sus compañeros.
Después de las efusiones y tras abrazar a sus caballeros uno por uno, Ramón Berenguer hizo un aparte con Gilbert d'Estruc.
—¿Dónde está la condesa? —preguntó, con la voz teñida de impaciencia.
—Componiéndose en su cámara para recibiros. Me ha dicho antes de atracar que hasta que su dama os avise, no entréis en su alcoba.
—Entonces, mientras tanto, contadme, mi buen Gilbert.
—Mi señor —respondió éste, cuyo rostro acusaba el cansancio del viaje—, largo y farragoso será el relato. Tiempo habrá para iros dando cuenta de nuestras vicisitudes durante tantas jornadas, pero algo os diré: de no haber sido por el valor y la entereza que ha mostrado la condesa, este grupo de hombres avezados en la lucha y de esforzados marinos tal vez hoy no estaría aquí para contarlo.
—¡Contadme qué pasó, por Dios! Así se me hará más llevadera la espera.
D'Estruc explicó a su señor punto por punto la actuación de Almodis durante el terrible ataque pirata.
—Sin duda puedo afirmar, mi señor, que además de una esposa habéis ganado un esforzado caballero que honrará vuestras huestes.
La puertecilla del camarote se abrió y apareció en ella doña Lionor.
—Mi señor —dijo con una reverencia—, la condesa Almodis os recibirá ahora.
El poderoso soberano de Barcelona se introdujo en la estancia con el talante de un joven que tiene su primer encuentro amoroso.
La pareja estuvo encerrada en la cámara del capitán durante un largo rato. Al anochecer, la chalupa condal, rodeada por las iluminadas barcas de los pescadores repletas de gente, llegaba a la playa donde el pueblo, enterado del hecho, aguardaba paciente para acompañar a su nueva señora hasta enfrente de la iglesia de Sant Jaume. Llevaban cirios y velones, y las ovaciones eran tan fuertes que, después de llegar a palacio, Almodis se vio obligada a salir a saludar a la multitud. La guardia se las vio y se las deseó para controlar con sus alabardas a la enfervorizada muchedumbre.
Una sola persona permanecía ajena al general regocijo de la plebe: Pedro Ramón, primogénito de Ramón Berenguer y de su primera esposa, la difunta Elisabet de Barcelona, observaba, oculto tras un espeso cortinaje y desde un balconcillo lateral del segundo piso, el perfil de la barragana que pretendía usurpar sus derechos y que en aquellos momentos correspondía con la mano alzada a los vítores del populacho.